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¿Fue el hecho de haber decidido buscar a Hester lo que hizo que esa noche apareciera en mis sueños?

Una figura anodina con una bata perfectamente anudada, de pie en el descansillo de la escalera, meneando la cabeza y apretando los labios mientras contemplaba las paredes tiznadas, las tablas partidas del suelo y la hiedra culebreando por la escalera de piedra. En medio de todo ese caos, cuánta lucidez desprendía su entorno inmediato, cuánta paz. Atraída como una palomilla, me acercaba a ella, pero al entrar en su círculo mágico no ocurría nada. Seguía sumida en la oscuridad. Los ojos de Hester iban de un lado a otro, absorbiéndolo todo, hasta que finalmente se detenían en una figura situada detrás de mí. Mi gemela, o eso entendí en el sueño. Pero cuando sus ojos se posaron en mí, no me vieron.

Me desperté con una familiar sacudida caliente en mi costado y repasé las imágenes del sueño para tratar de comprender la causa de mi pánico. No había nada aterrador en Hester; nada desconcertante en el suave barrido de sus ojos por mi cara. Lo que me hacía temblar en la cama no era lo que vi en el sueño, sino lo que yo era en él. Si Hester no me vio, tenía que ser porque yo era un fantasma. Y si era un fantasma, significaba que estaba muerta. No había otra explicación.

Me levanté y fui al cuarto de baño a enjuagarme el miedo. A fin de evitar el espejo, me miré las manos en el agua, pero lo que vi me llenó de espanto. Al mismo tiempo que mis manos existían aquí, sabía que existían también en el otro lado, donde estaban muertas. Y los ojos que las veían, mis ojos, estaban también muertos en ese otro lugar. Y mi mente, que estaba teniendo esos pensamientos, ¿no estaba igualmente muerta? Un profundo terror se apoderó de mí. ¿Qué clase de criatura anormal era yo? ¿Qué abominación de la naturaleza es esa que divide a una persona en dos cuerpos antes de su nacimiento y luego aniquila uno de ellos? ¿Y qué queda entonces de mí? Medio muerta, desterrada al mundo de los vivos de día mientras que de noche mi alma se pega a su gemela en un limbo umbrío.

Encendí la chimenea, preparé una taza de chocolate y me tapé con la bata y unas mantas para escribir una carta a mi padre. ¿Cómo iba la librería, cómo estaba mamá, cómo estaba él, qué pasos había que dar, me preguntaba, cuando se quería encontrar a alguien? Los detectives privados, ¿existían en la realidad o solo en las novelas? Le conté lo poco que sabía acerca de Hester. ¿Era posible emprender una investigación con tan pocos datos? ¿Estaría dispuesto un detective privado a aceptar la clase de trabajo que yo tenía en mente? De no ser así, ¿quién podría hacerlo?

Leí la carta. Dinámica y razonable, no delataba mi miedo. Estaba amaneciendo. El temblor había cesado. Judith no tardaría en llegar con el desayuno.

El ojo en el tejo

No había nada que la nueva institutriz no pudiera hacer si se lo proponía. Por lo menos eso pareció al principio.

Pero transcurrido un tiempo comenzaron los problemas. El primero fue su discusión con el ama. Hester, tras haber limpiado, ordenado y cerrado con llave algunas habitaciones, se sorprendió un día al encontrárselas nuevamente abiertas. Llamó al ama.

– ¿Qué necesidad hay de mantener abiertas las habitaciones que no se utilizan? -preguntó-. Ya ve lo que sucede entonces: las niñas entran cuando les place y crean caos donde antes había orden. Eso nos genera a usted y a mí un trabajo innecesario.

El ama se mostró totalmente de acuerdo y Hester se marchó de la entrevista bastante satisfecha; pero una semana después volvió a encontrar abiertas puertas que hubieran debido estar cerradas y con expresión ceñuda llamó de nuevo al ama. Esa vez no aceptaría promesas vagas, esa vez estaba decidida a llegar al fondo del asunto.

– Es por el aire -explicó el ama-. Sí el aire no corre la humedad se apodera de las casas.

Con palabras sencillas, Hester le dio al ama una sucinta conferencia sobre la circulación del aire y la humedad y la despachó convencida de que aquella vez sí había resuelto el problema.

Una semana después advirtió que las puertas volvían a estar abiertas. En aquella ocasión, en lugar de llamar al ama, reflexionó. Aquel problema de las puertas era más complejo de lo que parecía a simple vista, así que decidió estudiar al ama, descubrir por medio de la observación qué se ocultaba detrás de esas puertas abiertas.

El segundo problema tenía que ver con John-the-dig. A Hester no le había pasado inadvertida su desconfianza, pero no dejó que eso la desanimara. Ella era una extraña en la casa y a ella le correspondía demostrar que estaba allí por el bien de todos y no para causar problemas. Sabía que con el tiempo se lo ganaría. No obstante, aunque parecía que el hombre se iba acostumbrando a su presencia, su desconfianza estaba tardando más de la cuenta en diluirse. Y un día esa desconfianza estalló en algo más. Hester le había abordado para hablarle de algo bastante banal. En nuestro jardín había visto -o eso aseguraba ella- a un niño del pueblo que en ese momento hubiera debido estar en el colegio.

– ¿Quién es? -quiso saber-. ¿Quiénes son sus padres?

– Eso no es asunto mío -contestó John con una hosquedad que la dejó atónita.

– No digo que sea suyo -repuso Hester con calma-, pero ese niño debería estar en el colegio. Estoy segura de que en eso coincidirá conmigo. Si me dice quién es, hablaré con sus padres y con su maestra.

John-the-dig se encogió de hombros e hizo ademán de marcharse, pero ella no era una mujer que se rendía con facilidad. Rauda como el rayo, se le plantó delante y repitió la pregunta. ¿Por qué no iba a hacerlo? Era una pregunta absolutamente razonable y la estaba formulando con educación. ¿Qué razones tenía ese hombre para negarse a cooperar?

Pero se negó.

– Los niños del pueblo no vienen por aquí -fue su única respuesta.

– Ese sí -insistió ella.

– No vienen porque tienen miedo.

– Eso es absurdo. ¿De qué han de tener miedo? El niño llevaba puesto un sombrero de ala ancha y pantalones de hombre adaptados a su tamaño. Su aspecto era bastante peculiar. Por fuerza tiene que saber de quién le hablo.

– No he visto a ningún niño como ese -fue la desdeñosa contestación, y John, una vez más, hizo ademán de marcharse.

Sin embargo, Hester era una mujer persistente.

– Pero tuvo que verlo…

– Solo determinadas mentes, señorita, pueden ver cosas que no existen. Soy un tipo sensato. Donde no hay nada que ver, no veo nada. Yo en su lugar, señorita, haría lo mismo. Que tenga un buen día.

Dicho eso se marchó y esa vez Hester no intentó cortarle el paso. Se quedó donde estaba, perpleja, meneando la cabeza y preguntándose qué bicho le había picado al hombre. Angelfield, por lo visto, era una casa llena de misterios. Así y todo, nada gustaba tanto a Hester como ejercitar la mente. Estaba decidida a llegar al fondo de las cosas.

Sin duda alguna Hester poseía una perspicacia y una inteligencia extraordinarias, pero, como contrapartida, no hay que olvidar que no sabía muy bien a quién se enfrentaba. Un ejemplo era su costumbre de dejar a las gemelas solas durante breves períodos mientras ella seguía su propio orden del día en otro lado. Primero las observaba detenidamente, evaluando su estado de ánimo, calculando su fatiga, la proximidad de la hora de comer y sus patrones de actividad y descanso. Sí el resultado del análisis revelaba que las gemelas se disponían a pasar una hora holgazaneando dentro de la casa, las dejaba solas. En una de esas ocasiones tenía un objetivo concreto en mente. El médico estaba allí y quería tener unas palabras con él. En privado. La ingenua de Hester. No hay intimidad donde hay niños.

Recibió al médico en la puerta.

– Hace un día precioso. ¿Le apetece dar un paseo por el jardín?

Se dirigieron al jardín de las figuras sin saber que les estaban siguiendo.