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Emmeline prosperaba bajo ese nuevo régimen. Comía bien y a horas regulares, y tenía permitido jugar -bajo estrecha supervisión – con las llaves brillantes de Hester. Incluso llegó a sentir verdadera pasión por los baños. El primer día se resistió, gritó y pateó mientras Hester y el ama la desvestían y la sumergían en la bañera, pero cuando se vio en el espejo después del baño, cuando se vio limpia y con el pelo recogido en una cuidada trenza atada con un lazo verde, abrió la boca y entró en otro de sus trances. Le gustaba estar reluciente. Siempre que se hallaba en presencia de Hester, Emmeline la estudiaba a hurtadillas, a la espera de una sonrisa. Si Hester sonreía -lo cual no era nada infrecuente- Emmeline se quedaba mirándola encantada. Al poco tiempo aprendió a devolverle la sonrisa.

Otros miembros de la casa también mejoraron. El médico examinó los ojos del ama y, pese a sus protestas, fue llevada a un especialista. A su regreso había recuperado la vista. El ama se alegró tanto de ver el nuevo estado de pulcritud de la casa que se olvidó de todos los años vividos en la penumbra y rejuveneció lo suficiente para unirse a Hester en este espléndido nuevo mundo. Ni siquiera John-the-dig, que obedecía las órdenes de Hester a regañadientes y jamás permitía que sus ojos oscuros se cruzaran con los ojos chispeantes y ubicuos de la institutriz, pudo resistirse al efecto positivo de su energía. Sin decir una palabra a nadie, agarró las tijeras de podar y entró en el jardín de las figuras por primera vez desde el trágico incidente y unió sus esfuerzos a los que ya estaba haciendo la naturaleza para reparar la violencia del pasado.

La influencia sobre Charlie fue menos directa. Él la evitaba y así ambos estaban contentos. Hester solo deseaba hacer su trabajo, y su trabajo solo éramos nosotras. Nuestras mentes, nuestros cuerpos y nuestras almas, sí, pero nuestro tutor quedaba fuera de su jurisdicción y, por tanto, lo dejaba tranquilo. Ella no era Jane Eyre y él no era el señor Rochester. Dado el amor por la limpieza de la nueva institutriz, Charlie optó por retirarse a los antiguos cuartos de los niños del segundo piso, detrás de una puerta firmemente cerrada con llave donde él y sus recuerdos pudieran revolverse bien a gusto en la mugre. Para él, el efecto Hester se limitó a una mejora de la dieta y a una mano más firme sobre sus finanzas, las cuales, bajo el control honrado pero endeble del ama, habían sufrido el saqueo de vendedores y negociantes sin escrúpulos. Charlie no reparaba en ninguna de esas mejoras y de haberlo hecho dudo mucho de que le hubieran importado.

Pero Hester mantenía a las niñas bajo control y fuera de la vista, y si Charlie se hubiera detenido a pensarlo, se lo habría agradecido. Bajo el reinado de Hester no existían motivos para que vecinos hostiles acudieran a quejarse de las gemelas. Bajo el reinado de Hester, Charlie no tenía necesidad de bajar a la cocina a comer un sándwich hecho por el ama, y sobre todo no tenía necesidad de abandonar ni por un minuto el reino imaginario en el que vivía con Isabelle, solo con Isabelle, siempre con Isabelle. Todo lo que cedió en territorio lo ganó en libertad. Nunca oía a Hester, nunca la veía; jamás se le cruzaba por la cabeza. Se ajustaba completamente a su manera de vivir.

Hester había triunfado. Quizá tuviera cara de torta, pero no había nada que la muchacha no pudiera hacer si se lo proponía.

El cuento número trece pic_14.jpg

La señorita Winter guardó silencio. Tenía la mirada fija en un rincón de la estancia, donde su pasado se le aparecía con más realismo que el presente y que yo. En los extremos de sus labios y sus ojos parpadeaba una ligera expresión de angustia y pesar. Consciente de la delgadez del hilo que la conectaba con su pasado, me preocupaba romperlo pero también me preocupaba que no siguiera con el relato.

El silencio se alargó.

– ¿Y usted? -pregunté con suavidad-. ¿Qué pensaba usted?

– ¿Yo? -Pestañeó levemente-. Oh, a mí me caía bien. He ahí el problema.

– ¿Problema?

La señorita Winter pestañeó de nuevo, se acomodó en su butaca y se volvió hacia mí con una mirada nueva, afilada. Había cortado el hilo.

– Creo que es suficiente por hoy. Puede irse.

En busca de datos

Con la historia de Hester regresé rápidamente a mi rutina. Por las mañanas escuchaba a la señorita Winter relatar su historia sin apenas anotar ya nada en la libreta. Más tarde, en mi habitación, con mis pliegos de folios, mis doce lápices rojos y mi fiel sacapuntas, transcribía lo que había memorizado. Mientras las palabras brotaban de la punta del lápiz sobre el papel, la voz de la señorita Winter resonaba en mis oídos; más tarde, cuando leía en voz alta lo que había escrito, notaba cómo mi rostro se distorsionaba hasta adoptar sus expresiones. Mi mano izquierda subía y caía, emulando los enfáticos gestos de la señorita Winter, mientras la derecha descansaba, como impedida, en mi regazo. Las palabras se transformaban en imágenes dentro de mi cabeza. La aseada y pulcra Hester, envuelta en un brillo plateado, en una aureola que crecía constantemente, abarcando primero su cuarto, luego la casa, después a los habitantes. El ama, transformada de lenta figura en la penumbra en una mujer de ojos vivos y brillantes que todo lo miraban. Y Emmeline, una vagabunda sucia y desnutrida que se dejaba convertir, bajo el hechizo del aura de Hester, en una muchacha limpia, cariñosa y regordeta. Hester proyectaba su luz incluso en el jardín de las figuras, donde se posaba sobre las ramas destrozadas de los tejos y hacía crecer nuevos brotes. También aparecía Charlie, naturalmente, deambulando en la oscuridad fuera de aquel círculo, dejándose oír sin dejarse ver. Y John-the-dig, el jardinero de nombre extraño, rumiando en la periferia, reacio a ser absorbido por la luz. Y Adeline, la misteriosa y sombría Adeline.

Para todos mis proyectos biográficos construyo una caja de vidas. Una caja con fichas que contienen los detalles -nombre, ocupación, fechas, lugar de residencia y cualquier otro dato en apariencia pertinente- de todas las personas que han sido importantes en la vida del sujeto en cuestión. Nunca sé qué pensar realmente de mis cajas. Según mi estado de ánimo las veo como un monumento que reconforta a los muertos («¡Mirad! -me los imagino diciendo mientras me observan por el cristal-. ¡Nos está anotando en sus fichas! ¡Y pensar que llevamos muertos doscientos años!») o, cuando el cristal está muy oscuro y me siento encallada y sola a este lado del mismo, las veo como pequeñas lápidas de cartón frías e inanimadas, tan muertas las cajas como el cementerio. El elenco de personajes de la señorita Winter era muy reducido y, mientras los barajaba en mis manos, su falta de solidez me dejó consternada. Me estaban narrando una historia, pero todavía estaba muy lejos de poseer toda la información que necesitaba.

Cogí una ficha en blanco y me puse a escribir.

Hester Barrow

Institutriz

Casa de Angelfield

Nacida:?

Fallecida:?

Me detuve. Reflexioné. Calculé con los dedos. En aquel entonces las niñas tenían trece años. Y Hester no era una mujer mayor. No podía serlo, con todo ese brío. ¿Cuántos años tenía por tanto la institutriz? ¿Treinta? ¿Y si no superaba los veinticinco? Apenas doce años mayor que las niñas… Me pregunté si sería eso posible. La señorita Winter, septuagenaria, se estaba muriendo, pero eso no significaba que una persona mayor que ella tuviera que estar muerta. ¿Qué probabilidades había de que estuviera viva?

Solo podía hacer una cosa.

Añadí otra nota a la ficha y la subrayé.

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