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– Eso sí, me dejó un recuerdo muy digno, ¿no crees? Me refiero al bizcocho.

– Desde luego. ¿Hace mucho que la perdiste?

Lo meditó.

– Casi veinte años, aunque parece más tiempo. O menos. Depende de cómo se mire.

Asentí con la cabeza. Seguía sin entender.

Permanecimos callados un rato. Contemplé el parque de ciervos. En el vértice del bosque estaban asomando otros ciervos. Se movían con el sol por la hierba del parque.

El escozor de la espinilla había disminuido. Me encontraba mejor.

– Dime una cosa… -comenzó el extraño, y sospeché que había tenido que armarse de valor para hacer su pregunta-. ¿Tienes madre?

Di un respingo. La gente casi nunca repara en mí el tiempo suficiente para hacerme preguntas personales.

– ¿Te has molestado? Perdona la pregunta, pero… ¿Cómo podría explicártelo? La familia es un tema que… que… Pero si prefieres no… Lo siento.

– No pasa nada -respondí con calma-. No me importa.

Y lo cierto era que no me importaba. Ya fuera por la sucesión de impresiones que había tenido o por la influencia de ese entorno tan extraño, el caso es que sentía que todo lo que pudiera contar sobre mí en aquel lugar, a ese hombre, permanecería siempre allí, con él, y no llegaría a ningún otro lugar del mundo. Contara lo que contara, no tendría consecuencias. De modo que contesté:

– Sí, tengo madre.

– ¡Tienes madre! ¡Qué…! ¡Oh, qué…! -Una expresión extrañamente intensa, de tristeza o nostalgia, asomó en sus ojos-. ¿Hay algo más maravilloso que tener madre? -exclamó al fin. Era, claramente, una invitación a que continuara hablando.

– Entonces, ¿tú no tienes madre? -le pregunté.

Aurelius torció un poco el gesto.

– Desgraciadamente… Siempre he querido… O un padre. Incluso hermanos y hermanas. Alguien que me perteneciera de verdad. De niño hacía ver que tenía una familia. Me inventé una completa. ¡Generaciones enteras! ¡Te habrías reído! -No había nada irrisorio en su rostro mientras hablaba-. Pero una madre propiamente dicha… Una madre real, conocida… Está claro que todo el mundo tiene una madre, eso lo sé. El caso es saber quién es tu madre. Y yo siempre he confiado en que algún día… Porque no es algo imposible, ¿verdad? De modo que todavía mantengo la esperanza.

– Ah.

– Es algo realmente triste. -Se encogió de hombros, procurando, sin éxito, que el gesto pareciera despreocupado-. Me habría gustado tener madre.

– Señor Love…

– Aurelius, por favor.

– Aurelius. La relación con las madres no siempre es tan agradable como imaginas.

– ¿Oh? -Mi comentario pareció tener el impacto de una gran revelación. Me miró detenidamente-. ¿Hay peleas?

– No exactamente.

Frunció el entrecejo.

– ¿Malentendidos?

Negué con la cabeza.

– ¿Peor? -Estaba estupefacto. Buscó el posible problema en el cielo, en el bosque y, por último, en mis ojos.

– Secretos -le dije.

– ¡Secretos! -Sus ojos se abrieron en dos círculos perfectos. Desconcertado, meneó la cabeza, tratando por todos los medios de entender a qué me estaba refiriendo-. No sé cómo ayudarte. Sé muy poco de familias. Mi ignorancia es más vasta que el océano. Lamento que entre vosotras haya secretos. Estoy seguro de que tienes tus razones para sentirte así.

La compasión endulzó su mirada y me tendió un pañuelo blanco cuidadosamente doblado.

– Lo siento -dije-. Debe de ser una reacción de efectos retardados.

– Eso espero.

Mientras me enjugaba las lágrimas Aurelius se volvió hacia el parque de ciervos. El cielo estaba oscureciendo lentamente. Seguí la dirección de sus ojos y divisé un destello blanco: el pelaje claro del ciervo que galopaba con agilidad hacia el abrigo de los árboles.

– Cuando noté que se movía el pomo de la puerta, pensé que eras un fantasma -le expliqué- o un esqueleto.

– ¡Un esqueleto! ¡Yo! ¡Un esqueleto!-Rió encantado mientras todo su cuerpo parecía temblar de alegría.

– Y al final resultaste ser un gigante.

– ¡Y que lo digas! Todo un gigante. -Se secó los ojos, humedecidos por la risa, y dijo-: La verdad es que en este lugar sí hay un fantasma, o por lo menos eso dicen.

«Lo sé», estuve a punto de decir. «Lo he visto», pero, lógicamente, no estábamos hablando del mismo fantasma.

– ¿Lo has visto?

– No -suspiró-. No he visto ni la sombra de un fantasma.

Nos quedamos un rato callados, absorto cada uno en sus propias sombras.

– Empieza a refrescar -señalé.

– ¿Tu pierna ya está bien?

– Creo que sí. -Resbalé por el lomo del gato e intenté apoyarme en ella-. Sí, está mucho mejor.

– Estupendo. Estupendo.

Nuestras voces eran murmullos en la luz menguante.

– ¿Quién era exactamente la señora Love?

– La señora que me acogió. Me dio su apellido. Me dio su libro de recetas. En realidad, me lo dio todo.

Asentí.

Recogí mi cámara de fotos.

– Creo que es hora de irme. Debería intentar fotografiar la iglesia antes de que la luz se vaya del todo. Muchas gracias por la merienda.

– Yo tampoco tardaré en marcharme. Ha sido un verdadero placer conocerte, Margaret. ¿Vendrás otro día?

– No vives realmente aquí, ¿verdad? -pregunté con voz dudosa.

Aurelius rió. Era un dulzor oscuro, sustancioso, como el bizcocho.

– Dios mío, no. Tengo una casa allí. -Señaló el bosque-. Vengo aquí por las tardes. Para… bueno, digamos que para meditar.

– Van a derribar la casa. Supongo que ya lo sabes.

– Lo sé. -Aurelius acarició el gato algo distraído, pero con cariño-. Es una pena, ¿no crees? Echaré de menos este viejo caserón. De hecho, cuando te oí pensé que eras uno de ellos, un perito o algo parecido. Pero ha resultado que no.

– No, no soy perito. Estoy escribiendo un libro sobre alguien que vivió aquí.

– ¿Las muchachas de Angelfield?

– Sí.

Aurelius asintió pensativamente con la cabeza.

– ¿Sabías que eran gemelas? Debe de ser increíble. -Por un momento su mirada viajó muy lejos-. ¿Vendrás otro día, Margaret? -preguntó mientras yo recogía mi bolsa.

– Tengo que hacerlo.

Se llevó una mano al bolsillo y sacó una tarjeta. Aurelius Love, servicio de catering tradicional inglés para bodas, bautizos y fiestas. Me señaló la dirección y el número de teléfono.

– Llámame cuando vuelvas por aquí. Te invitaré a mi casa y te preparé una merienda de verdad.

Antes de separarnos, Aurelius me cogió la mano y le dio unas palmaditas suaves, a la antigua usanza. Luego su enorme cuerpo subió elegantemente la enorme escalinata y cerró las pesadas puertas tras de sí.

Bajé lentamente por el camino en dirección a la iglesia, con la mente ocupada por el extraño que acababa de conocer y del que me había hecho amiga. Era algo inusitado en mí. Y al cruzar la puerta del cementerio me dije que quizá la extraña fuera yo. ¿Eran solo imaginaciones mías o desde que había conocido a la señorita Winter yo no era la misma?