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Entonces me puse las gafas y comprendí.

Las ventanas no tenían vidrios y los marcos estaban, cuando no podridos, calcinados. Lo que había tomado por sombras sobre las ventanas del ala derecha eran manchas de tizne. Y los pájaros que hacían piruetas en el cielo no descendían en picado detrás de la casa, sino dentro de ella. El edificio no tenía tejado. No era una casa, era su estructura.

Volví a quitarme las gafas y el lugar se transformó en una impecable casa isabelina. ¿Sería posible sentir alguna inquietante amenaza si el cielo estuviera teñido de añil y la luna desapareciera de repente detrás de las nubes? Tal vez. Pero dibujada contra aquel cielo azul, la casa era la imagen de la inocencia.

Una barrera bloqueaba el camino. Tenía colgado un aviso. «Peligro. No pasar». Al reparar en la ranura donde convergían las dos secciones de la barrera, retiré una, entré y la volví a colocar en su sitio.

Después de doblar la fría esquina fui a parar a la fachada de la casa Entre el primer y el segundo saliente seis escalones bajos y anchos conducían a una puerta de madera de doble hoja. Los escalones estaban flanqueados por dos pedestales bajos sobre los que descansaban sendos gatos enormes, esculpidos en un material oscuro y lustroso. Las curvas de su anatomía estaban talladas con tanto realismo que cuando deslicé mis dedos por la superficie de uno de ellos casi esperé tocar pelo y la fría dureza de la piedra me sobresaltó.

La ventana de la planta baja del tercer saliente era la que tenía las manchas de tizne más oscuras. Encaramada a un trozo caído de mampostería, alcancé la altura suficiente para asomarme al interior. Aquella visión me produjo un profundo desasosiego. El concepto de habitación reúne algo universal, algo familiar para todos. Aunque mi dormitorio sobre la librería, mi dormitorio de la infancia en casa de mis padres y mi dormitorio en casa de la señorita Winter difieren enormemente, los tres comparten ciertos elementos, elementos que permanecen invariables en todas partes y para todas las personas. Hasta un campamento temporal tiene algo en lo alto para resguardar de la intemperie, un espacio para que la persona entre, se mueva y salga, y algo que le permite diferenciar el interior del exterior. Allí no había nada de eso.

Las vigas se habían desmoronado, algunas solo por un extremo, de tal manera que cortaban el espacio en diagonal y descansaban sobre los montones de mampostería, carpintería y demás materiales confusos que llenaban la habitación hasta la altura de la ventana. Viejos nidos de pájaro ocupaban algunos rincones y recovecos. Probablemente los pájaros habían llevado semillas consigo; la nieve y la lluvia habían entrado a raudales junto con la luz del sol, así que por increíble que pareciera en ese espacio ruinoso estaban creciendo plantas; divisé las ramas marrones de una budelia y saúcos larguiruchos que apuntaban hacia la luz. La hiedra trepaba por las paredes como si fuera el dibujo de un papel pintado. Estirando el cuello miré hacia arriba y ante mi vista se abrió un oscuro túnel. Las cuatro paredes seguían intactas, pero no vi ningún techo, solo cuatro vigas gruesas espaciadas de un modo irregular seguidas de otro espacio vacío coronado por algunas vigas más, y así sucesivamente. Al final del túnel había luz. Era el cielo.

Ni siquiera un fantasma podría sobrevivir en aquel lugar.

Resultaba casi imposible imaginar que en otros tiempos allí había habido cortinajes, tapices, muebles y cuadros; que arañas de luces habían iluminado lo que ahora iluminaba el sol. ¿Qué había sido esa estancia? ¿Un salón, una sala de música, un comedor?

Escruté la masa de escombros apiñada en la habitación. Entre el revoltijo de materiales irreconocibles que en otra época habían formado un hogar algo atrajo mi atención. Al principio me había parecido una viga medio caída, pero no era lo bastante gruesa, y tenía aspecto de haber estado sujeta a la pared. Ahí había otra, y otra. Estos tablones parecían tener muescas a intervalos regulares, como sí otros trozos de madera hubieran estado en otros tiempos unidos a ellos formando ángulos rectos. De hecho allí, en un rincón, descansaba un tablón donde esos trozos seguían presentes.

Un escalofrío me subió por la espalda.

Esas vigas eran estanterías. Ese revoltijo de naturaleza y arquitectura desmoronada era una biblioteca.

En algún momento, sin darme cuenta, había cruzado la ventana sin cristal.

Avancé con cuidado, tanteando el suelo a cada paso. Miré en rincones y grietas, pero no vi ningún libro. Aunque tampoco esperara verlos, pues nunca sobrevivirían en esas condiciones, no había podido resistir la tentación de echar un vistazo.

Durante unos minutos me concentré en hacer fotografías. Fotografié los marcos de las ventanas, las tablas de madera que antaño habían sostenido libros, la pesada puerta de roble y su colosal marco.

Tratando de obtener el mejor encuadre de la gran chimenea de piedra, estaba inclinando un poco el torso hacia un lado cuando me detuve. Tragué saliva, noté los latidos ligeramente acelerados de mi corazón. ¿Había oído algo? ¿Había sentido algo? ¿Se había alterado la disposición de los escombros bajo mis pies? Pero no. No era nada. Aun así, crucé con tiento hasta el otro lado de la habitación, donde había un boquete en la mampostería lo bastante grande para atravesarlo.

Fui a parar al vestíbulo principal, donde se erigía la alta puerta de doble hoja que había visto desde el exterior. La escalera, al ser de piedra, había sobrevivido al incendio. Un amplio arco ascendente; el pasamanos y la balaustrada cubiertos de hiedra; pero las sólidas líneas de su arquitectura estaban limpias; una curva grácil que se ensanchaba en la base como una caracola. Una especie de elegante apóstrofo invertido.

La escalera subía hasta una galería que en otra época probablemente había abarcado todo el ancho del vestíbulo. A un lado solo había un borde de tablas de madera dentadas y una pendiente hasta el suelo de piedra de la planta baja. El otro lado estaba casi completo. Restos de un pasamanos a lo largo de la galería y un pasillo. Un techo, manchado pero intacto; un suelo, e incluso puertas. Era la primera zona de la casa que había visto que parecía haber escapado a la destrucción total. Parecía un lugar habitable.

Hice unas fotos rápidas y, tanteando cada nueva tabla bajo mis pies antes de trasladar el peso del cuerpo, avancé cautelosamente por el pasillo.

El pomo de la primera puerta se abrió a un precipicio, ramas y un cielo azul. Ni paredes, ni techo, ni suelo, solo aire fresco del exterior.

Cerré la puerta y seguí caminando por el pasillo, decidida a no dejarme intimidar por los peligros del lugar. Vigilando en todo momento dónde pisaba, alcancé la segunda puerta. Giré el pomo y dejé que la puerta se abriera por su propio impulso.

¡Había movimiento!

¡Mi hermana!

Casi di un paso hacia ella.

Casi.

Entonces lo comprendí: era un espejo, empañado por la mugre y salpicado de manchas oscuras que semejaban tinta.

Miré el suelo que había estado a punto de pisar. No había tablas, solo una pendiente en caída de seis metros sobre duras losas de piedra.

Aunque ya era consciente de lo que había visto, mi corazón seguía desbocado. Levanté la mirada y allí estaba ella; una chiquilla de rostro pálido y ojos oscuros, una figura indefinida, confusa, temblando dentro del viejo marco.

Ella me había visto. Tenía una mano anhelante tendida hacia mí, como si yo solo tuviera que dar unos pasos para cogerla. Y bien mirado, ¿no sería esa la solución más sencilla, dar unos pasos y reunirme finalmente con ella?

¿Cuánto tiempo me quedé observándola mientras me esperaba?

– No -susurré, pero su brazo seguía haciéndome señas-. Lo siento. -Dejó caer el brazo lentamente.

Entonces levantó la cámara y me hizo una foto.

Lo lamenté por ella. Las fotos hechas a través de un cristal nunca salen. Lo sé muy bien; lo he probado muchas veces.