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Aquiles arrancó la lanza del cuerpo de Héctor. Luego se agachó para quitarle las armas. Todos los aqueos fueron corriendo para mirar, desde cerca. Por vez primera veían aquel cuerpo desnudo, sin armas. Se sentían admirados por su belleza y, pese a todo, no sabían resistirse a la tentación de golpearlo, con la espada, con la lanza. Se reían. «Pues la verdad es que Héctor ahora está más blando que cuando le pegaba fuego a nuestras naves.» Se reían y lo golpeaban. Hasta que Aquiles hizo que cesaran. Se agachó sobre Héctor, y con un cuchillo le agujereó los tobillos, justo bajo el maléolo. Por el orificio hizo pasar unas correas de cuero y las ató firmemente a su carro. Lo hizo de manera que el cuerpo quedara colgando, con la cabeza en el polvo. Luego cogió las armas de Héctor, su trofeo, y subió al carro. Fustigó a los caballos, que emprendieron el vuelo. Arrastrado por el suelo, el cuerpo de Héctor levantaba una negra nube de polvo y sangre.

Era tan bello tu rostro. Y ahora se arrastra por el suelo, con el hermoso pelo moreno que, arrancado, vuela por el polvo. Ambos habíamos nacido lejos, tú en Troya y yo en Tebas, pero un único destino nos aguardaba. Y ha sido un destino infeliz. Ahora me dejas viuda en tu casa, sumida en el más profundo dolor. El hijo que tuvimos juntos es tan pequeño todavía. Ya no podrás ayudarlo, y él no podrá ayudarte a ti. Aunque sobreviva a esta guerra, para siempre irá acompañado de pena y dolor, porque quien no tiene padre pierde a sus amigos y defiende sus bienes con dificultad. Con la vista en el suelo, el rostro surcado por las lágrimas, irá a tirar del manto de otros padres cuando busque protección, y a lo mejor alguien tendrá una mirada de piedad para él, pero será como humedecer los labios al sediento. Bien que lo llamaban los troyanos «el señor de la ciudad» a este niño, porque era hijo tuyo y sólo tú eras quien defendía esta ciudad. Héctor… El destino te ha hecho morir lejos de mí, y para mí éste será el dolor más grande para siempre, porque tus últimas palabras no han sido para mí: las habría aferrado y las habría recordado durante toda mi vida, cada día y cada noche de mí vida. Bajo las negras naves, ahora mismo, eres presa de los gusanos y tu cuerpo desnudo, que yo tanto amaba, sirve como pasto a los perros. Túnicas bellísimas y ricas, tejidas por manos de mujeres, te esperaban aquí. Iré al palacio real, las cogeré y las tiraré al fuego. Si ésta es la única pira que puedo ofrecer en tu honor, te la ofreceré. Por tu gloria, delante de todos los hombres y las mujeres de Troya.

PRÍAMO

Y todos vieron al rey revolcándose en el cieno, enloquecido por el dolor. Iba vagando de uno a otro y suplicando que lo dejaran ir a las naves de los aqueos para recuperar el cuerpo de su hijo. A ese viejo loco tuvieron que sujetarlo por la fuerza. Durante días permaneció sentado, rodeado de sus hijos, encerrado en su manto. A su alrededor, todo era pena y lamentación. Hombres y mujeres lloraban, todos, mientras pensaban constantemente en los héroes caídos. El anciano esperó a que el cieno se endureciera en su pelo y sobre su piel blanca. Luego, una noche, se levantó. Fue hasta el tálamo e hizo que llamaran a su esposa, Hécuba. Y cuando la tuvo enfrente le dijo: «Tengo que ir hasta allí. Llevaré valiosísimos presentes que suavizarán el ánimo de Aquiles. Tengo que hacerlo.» Hécuba empezó a desesperarse. «¡Dios mío! ¿Dónde está esa sabiduría que te hizo famoso? ¿Quieres ir hasta las naves, tú solo? ¿Quieres terminar delante del hombre que tantos hijos te ha matado? Ése es un hombre despiadado, ¿qué te crees, que tendrá piedad de ti, que te respetará? Quédate aquí, llorando en tu casa. Por Héctor nosotros ya no podemos hacer nada, era su destino dejar que los perros lo devoraran lejos de nosotros, víctima de ese hombre al que arrancaría yo el hígado a dentelladas.» Pero el viejo rey le respondió: «Tengo que ir allí. Y no serás tú quien me detenga. Si es mi destino que yo muera junto a las naves de los aqueos, pues bien, entonces moriré: pero no sin antes haber abrazado a mi hijo, y haber llorado mi dolor sobre él.»

Así habló, y luego hizo que abrieran los cofres más valiosos. Escogió doce vestidos hermosísimos, doce mantos, doce tapices, doce telas de lino cándido y doce túnicas. Pesó diez talentos de oro, y cogió dos trípodes brillantes, cuatro calderos y una copa maravillosa, regalo de los tracios. Después salió fuera corriendo y empezó a gritarle a toda esa gente que estaba llorando en su casa, enfurecido: "¡Marchaos de aquí, miserables, infames, ¿es que no tenéis vuestra casa para llorar en ella? ¿Tenéis que estar precisamente aquí, atormentándome? ¿No os basta con que Zeus me haya arrebatado a Héctor, que de todos mis hijos era el mejor? Sí, el mejor, me habéis oído bien. ¿Me has oído, Pa-ris? ¿Y tú, Deífobo, y vosotros, Poltes, Agatón, Heleno? Él era mi mejor hijo, miserables. ¿Por qué no habréis muerto vosotros en su lugar, eh? Yo tenía hijos valientes, pero a todos los he perdido, y sólo me quedan los peores, los vanidosos, los mentirosos, los que sólo sirven para bailar o para robar. ¿A qué esperáis, infames? Salid de aquí e id a prepararme un carro, enseguida. Tengo que ponerme en camino.» Todos temblaban, ante los gritos del viejo rey. Y tendríais que haber visto cómo salieron corriendo a preparar un carro y a cargarlo con todos los presentes, y luego las muías, y los caballos, todo… Ya nadie discutía. Cuando todo estuvo preparado llegó Hécuba. Llevaba en la mano derecha una copa llena de dulce vino. Se acercó al viejo rey y se la ofreció. «Si de verdad quieres ir», le dijo, «en contra de mí opinión, por lo menos brinda antes por Zeus, y ruégale que te permita regresar vivo.» El viejo rey cogió la copa y, ya que su esposa así se lo pedía, la elevó hacia el cielo y le rogó a Zeus que tuviera piedad, y que le permitiera encontrar amistad y compasión en el lugar al que se dirigía. Luego subió al carro. Todos los presentes los habían colocado en un segundo carro, conducido por Ideo, el heraldo Heno de sabiduría. Partieron de allí, el rey y su fiel servidor, sin escolta, sin guerreros, solos, en la oscuridad de la noche.

Cuando llegaron al río se detuvieron, para que bebieran los animales. Y fue allí cuando vieron a aquel hombre acercarse, surgido de la nada, de la oscuridad. «Huyamos, mi rey», dijo Ideo de inmediato, asustado. «Huyamos o ése nos matará.» Pero no conseguí moverme, me sentía petrificado por el miedo, veía a aquel hombre acercarse cada vez más, y no lograba hacer nada. Vino hacia mí, precisamente hacia mí, y me tendió la mano. Tenía el aspecto de un príncipe, joven y hermoso. «¿Adonde te diriges, viejo padre?», dijo. «¿No temes la furia de los aqueos, tus enemigos mortales? Si alguno de ellos te ve mientras transportas tantos tesoros, ¿qué harás? Vosotros dos ya no sois jóvenes, ¿cómo podréis defenderos si alguien os asalta? Dejad que yo os proteja, no quiero haceros daño: tú me recuerdas a mi padre.» Parecía como si un dios lo hubiera puesto en nuestro camino. Creía que nos habíamos escapado de Ilio, que la ciudad era presa de! terror, y que nosotros dos nos habíamos escapado con todas las riquezas que habíamos podido llevarnos. Sabía lo de la muerte de Héctor y pensaba que los troyanos se estaban dando a la fuga. Y cuando habló de Héctor, dijo que en el campo de batalla no era inferior a ninguno de los aqueos. «Ah, joven príncipe, pero ¿quién eres tú, que hablas de esta manera de Héctor?» Y él respondió que era uno de los mirmidones, que había venido a la guerra siguiendo a Aquiles y que ahora era uno de sus escuderos. Dijo que él había visto luchar a Héctor mil veces, y que se acordaba de cuando había atacado las naves. Y dijo que venía del campamento de los aqueos, donde todos los guerreros estaban esperando la Aurora para atacar Troya de nuevo. «Pues entonces, si vienes de allí habrás visto a Héctor. Dime la verdad, ¿está todavía en la tienda de Aquiles o ya lo han tirado para que sirva de alimento a los perros?» «Ni perros ni aves lo han devorado, viejo», respondió. «Puedes creerlo o no, pero su cuerpo ha permanecido intacto. Doce días han pasado desde que lo mataron, y sin embargo parece que acabe de morir. Cada día, al alba, Aquiles lo arrastra sin piedad alrededor de la tumba de Patroclo, para ultrajarlo, y cada día el cuerpo permanece intacto. Las heridas cicatrizan, la sangre desaparece. Algún dios está velando por él, viejo: aunque esté muerto, algún dios lo ama.» Ah, escuchaba aquellas palabras con tanta alegría en mi corazón… Le ofrecí aquella copa, la copa que había cogido para Aquiles, se la ofrecí y a cambio le pedí que intentara hacernos entrar en el campamento aqueo. «Viejo, no me pongas a prueba», dijo. «No puedo aceptar regalos tuyos sin que Aquiles lo sepa. Quien roba algo a ese hombre se enfrenta a grandes desgracias. Pero, sin esperar nada a cambio, yo te guiaré hasta él. Verás como, yendo conmigo, nadie se atreve a detenerte.» Así habló, y se subió al carro, cogiendo las riendas y fustigando a los caballos. Y cuando llegó a la fosa, y al muro, nada le dijeron los centinelas: franqueó las puertas abiertas y rápidamente nos condujo hasta la tienda de Aquiles. Era majetruosa, se sostenía con troncos de abetos y estaba rodeada por un gran patio. La puerta, enorme, era de madera. Aquel hombre la abrió y me dijo que entrara. «No es bueno que Aquiles me vea, viejo. Pero tú no tiembles, ve y arrodíllate delante de él. Espero que puedas conmover su duro corazón.» Entonces el viejo rey entró. Dejó a Ideo vigilando los carros y entró en la tienda de Aquiles. Allí había algunos hombres que se afanaban en torno a la mesa, que todavía estaba puesta. Aquiles estaba sentado en una esquina, solo. El viejo rey se le aproximó sin que nadie se diera cuenta de ello. Incluso podría haberlo asesinado. Pero, en vez de eso, cayó a sus pies y se abrazó a sus rodillas. Aquiles se quedó estupefacto, petrificado por la sorpresa. Príamo le cogió las manos, aquellas manos Terribles que a tantos de sus hijos habían matado, y se las llevó a los labios, y las besó. «Aquiles, tú ya me ves, ya soy viejo. Como tu padre, traspasé el umbral de la triste vejez. Peto al menos él estará en su tierra esperando volver a ver algún día a su hijo, de regreso desde Troya. Inmensa es en cambio mi desventura: tenía cincuenta hijos para defender mi tierra, y la guerra me los ha arrebatado a casi todos; tan sólo me quedaba Héctor, y tú lo has matado, al pie de las murallas de la ciudad de la que era el último y más heroico defensor. He venido hasta aquí para llevármelo a casa, a cambio de espléndidos presentes. Ten piedad de mí, Aquiles, en memoria de tu padre: si tienes piedad de él, ten piedad de mí que, único entre todos los padres, no me he avergonzado de besar la mano que ha matado a mi hijo.» Los ojos de Aquiles se llenaron de lágrimas. Con un gesto de su mano alejó a Príamo de sí, con dulzura. Los dos hombres lloraban, acordándose del padre, del muchacho amado, del hijo. Sus lágrimas, en aquella tienda, en aquel silencio. Luego Aquiles se levantó de su asiento, cogió al viejo rey de la mano e hizo que se levantara. Miró sus canas, la blanca barba y le dijo conmovido: «Tú, infeliz, que tantas desventuras has sufrido en tu corazón, ¿dónde has encontrado la valentía para venir hasta las naves de los aqueos y arrodillarte delante del hombre que te ha matado a tantos hijos valerosos? Tienes un corazón fuerte, Príamo. Siéntate aquí, en mi asiento. Olvidemos juntos la angustia, porque de nada sirven tantas lágrimas. Es el sino de los hombres vivir en e¡ dolor, y sólo los dioses viven felices. Es la suerte, inescrutable, la que reparte el bien y el mal. Mi padre, Peleo, era un hombre afortunado, el primero entre todos los hombres, rey en su tierra, esposo de una mujer que era una diosa: y sin embargo la suerte tan sólo le concedió un único hijo, nacido para reinar, y ahora ese hijo, lejos de él, corre veloz hacia su destino de muerte, sembrando la ruina entre sus enemigos. Y tú, que fuiste tan feliz antaño, rey de una vasta tierra, padre de muchos hijos, dueño de una inmensa riqueza, ahora te ves obligado a despertarte cada día rodeado por la guerra y por la muerte. Sé fuerte, viejo, y no te atormentes: llorar a tu hijo no le devolverá la vida.» Y con un gesto invitó al viejo rey a sentarse, en su asiento. Pero él no quiso, dijo que quería ver el cuerpo de su hijo, con sus propios ojos, que eso era lo único que quería: no quería sentarse, quería a su hijo. Aquiles lo miró crispado. «Ahora no me irrites, viejo. Te devolveré a tu hijo, porque si has llegado vivo hasta aquí quiere decir que ha sido un dios el que te ha guiado, y yo no quiero molestar a los dioses. Pero no me irrites, porque soy capaz hasta de desobedecer a los dioses.» El viejo rey tembló de miedo entonces, y se sentó, tal y como se le había ordenado. Aquiles salió de su tienda, con sus hombres. Fue a coger los valiosos presentes que Príamo había elegido para él. Y dos telas de lino y una túnica dejó sobre el carro, para que envolvieran con ellas el cuerpo de Héctor cuando estuviera preparado para que lo llevaran de regreso a casa. Luego llamó a las esclavas y les ordenó que lavaran y ungieran el cadáver del héroe, y que hicieran todo eso apartadas, para que los ojos de Príamo no lo vieran y no tuvieran que sufrir. Cuando el cuerpo estuvo preparado, el propio Aquiles lo cogió en sus brazos, lo levantó en vilo y lo depositó sobre el lecho fúnebre. Luego volvió a la tienda y se sentó frente a Príamo. «Tu hijo, viejo, te ha sido devuelto, como tú querías. Al amanecer lo verás y te lo podrás llevar de aquí. Y ahora te ordeno que comas conmigo.» Prepararon una especie de banquete fúnebre, y cuando hubieron acabado la comida, permanecimos allí, el uno frente al otro, hablando en la noche. No conseguía no admirar su belleza, parecía un dios. Y él me escuchaba con atención, en silencio, subyugado por mis palabras. Aunque pueda parecer increíble, pasamos todo aquel tiempo admirándonos. Tanto fue así que, al final, olvidándome de dónde estaba y de por qué estaba allí, le pedí un lecho, porque hacía días que no dormía, aturdido por el dolor: y me lo prepararon, con valiosas alfombras y mantas de púrpura, en una esquina, para que ninguno de los demás aqueos pudiera verme. Cuando todo estuvo preparado, Aquiles se acercó a mí y me dijo: «Detendremos la guerra para que tengas tiempo de honrar a tu hijo, viejo rey.» Y luego me cogió la mano, y me la estrechó, y ya no tuve miedo.