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Si los Vagabundos del Dharma llegan a tener alguna vez aquí, en Norteamérica, hermanos legos que lleven vidas normales con sus mujeres y sus hijos y sus casas, serán como Sean Monahan.

Sean era un joven carpintero que vivía en una vieja casa de madera de lo alto del camino forestal que partía de las amontonadas casas de Corte Madera; conducía un viejo trasto, había añadido él solo un porche a la casa para que sirviera de cuarto de jugar a sus hijos, y había elegido una mujer que estaba de acuerdo con él en todos los detalles acerca de cómo disfrutar de la vida con poco dinero. A Sean le gustaba tomarse días libres y dejar el trabajo sólo para subir a la cabaña de la colina, que pertenecía a la finca que tenía arrendada, y pasarse el día meditando y estudiando los sutras budistas y tomando tazas de té y durmiendo la siesta. Su mujer era Christine, una chica muy guapa, con un pelo rubio como la miel que le caía encima de los hombros, que andaba descalza por la casa y el terreno tendiendo la ropa y cociendo su propio pan y pasteles. Era experta en preparar una comida con nada. El año anterior, Japhy le había regalado por su cumpleaños una bolsa de cinco kilos de harina, y les encantó el regalo. En realidad, Sean era un patriarca de la antigüedad; aunque sólo tenía veintidós años, llevaba una larga barba como la de San José, y entre ella podían vérsele sus blancos dientes de perla cuando sonreía, y brillar sus jóvenes ojos azules. Ya tenían dos hijitas, que también andaban descalzas por la casa y el terreno y empezaban a saber cuidar de sí mismas. La casa de Sean tenía esteras de esparto por el suelo, y también se rogaba al que entraba en ella que se descalzase. Tenía montones de libros y su único lujo era un aparato de alta fidelidad donde ponía su excelente colección de discos indios y de flamenco y de jazz. Tenía hasta discos chinos y japoneses. La mesa para comer era baja, lacada en negro, una mesa de estilo japonés, y para comer en casa de Sean uno no sólo tenía que quedarse en calcetines, también debía sentarse en las esteras como pudiera. Christine era buenísima haciendo sopas y bizcochos deliciosos.

Cuando llegué allí aquel mediodía, después de apearme del autobús y de subir como un par de kilómetros por la cuesta de alquitrán, Christine me obligó a sentarme inmediatamente delante de una sopa caliente y un pan también caliente con mantequilla. Era una criatura adorable.

– Sean y Japhy están trabajando en Sausalito. Volverán a casa hacia las cinco.

– Voy a subir a la cabaña y echar una ojeada y esperaré allí.

– Bueno, pero si quieres puedes quedarte aquí y poner el tocadiscos.

– Temo estorbarte.

– No me estorbarás, todo lo que tengo que hacer es tender esta ropa y preparar algo de pan para esta noche y remendar unas cuantas cosas.

Con una mujer como ésta, Sean, que sólo trabajaba ocasionalmente de carpintero, había conseguido reunir unos cuantos miles de dólares en el banco. Y, lo mismo que un patriarca de la antigüedad, era generoso, siempre insistiendo en darte de comer, y si había doce personas en la casa, organizaba un banquete (sencillo pero delicioso) en la mesa de fuera, y siempre con un garrafón de vino tinto. Sin embargo, era un arreglo colectivo; era muy estricto con respecto a eso; hacía una colecta para el vino, y si venía gente, como siempre sucedía, a pasar un largo fin de semana, se esperaba que trajeran comida o dinero para comida. Luego, por la noche, bajo los árboles y las estrellas de su terreno, con todo el mundo bien alimentado y bebiendo vino tinto, Sean sacaba su guitarra y cantaba canciones folk. Cuando me cansaba de aquello, subía a la colina y me iba a dormir.

Después de almorzar y hablar un rato con Christine, subí a la colina. La ladera, muy empinada, se iniciaba casi en la misma puerta de atrás. Había grandes abetos y otras clases de pinos, y en la finca pegada a la de Sean, un prado de ensueño con flores silvestres y dos hermosos bayos cuyos esbeltos cuellos se inclinaban sobre la jugosa hierba bajo el caliente sol.

"¡Muchacho, esto va a ser todavía mejor que el bosque de Carolina del Norte!", pensé, empezando a subir. En la ladera era donde Sean y Japhy habían talado tres eucaliptos enormes y los habían cortado (excepto los troncos) con una sierra mecánica. Ahora los troncos estaban preparados y vi que habían empezado a partirlos con cuñas y mazas y hachas de doble filo. La pequeña senda que subía a la colina era tan empinada que casi había que doblarse hacia delante y caminar como un mono. Luego seguía una hilera de cipreses plantados por el anciano que había muerto en la colina años atrás. Esta hilera protegía de los vientos fríos y de las nieblas procedentes del océano que azotaban la finca. La ascensión se hacía en tres etapas: primero estaba la cerca trasera de Sean; luego, otra cerca, que formaba un pequeño parque de venados donde en realidad una noche vi venados, cinco, descansando (la zona entera era una reserva de caza mayor); y después, la cerca final y la cima de la colina cubierta de hierba con una brusca hondonada a la derecha donde la cabaña resultaba difícilmente visible bajo los árboles y los arbustos floridos. Detrás de la cabaña, una construcción sólida de tres grandes habitaciones de las que Japhy sólo ocupaba una, había mucha leña, un caballete para serrar y hachas y un retrete sin techo, simplemente un agujero en el suelo y unas tablas. Era como la primera mañana del mundo en un sitio maravilloso, con el sol filtrándose a través del denso mar de hojas, y pájaros y mariposas revoloteando, calor y suavidad, el olor de los brezos y las flores de más allá de la cerca de alambre de espino que llevaba hasta la cima de la montaña y mostraba un panorama de toda la zona de Marin County. Entré en la cabaña.

Encima de la puerta había una tabla con caracteres chinos; nunca supe lo que decía; probablemente: "¡Mara, fuera de aquí!" (Mara el Tentador). Dentro admiré la hermosa simplicidad del modo de vivir de Japhy, limpio, sensible, extrañamente rico sin haber gastado nada en la decoración. Viejos floreros de barro estallaban de ramilletes de flores cogidas en el terreno de alrededor. Sus libros ordenadamente dispuestos en las cestas de naranjas. El suelo cubierto por esteras muy baratas. Las paredes, como dije, recubiertas de arpillera, que es uno de los papeles pintados mejores que se pueden encontrar, muy atractivo y de olor agradable. Encima de la estera de Japhy había un delgado colchón con un chal de lana escocesa de Paisley tapándolo, y sobre todo eso, cuidadosamente enrollado durante el día, su saco de dormir. Detrás de una cortina de arpillera, en un armario,

estaban su mochila y otros trastos, fuera de la vista. De la arpillera de la pared colgaban hermosos grabados de antiguas pinturas chinas sobre seda, y mapas de Marin County y del noroeste de Washington y varios poemas escritos por Japhy y sujetos con chinchetas para que los leyera todo el que quisiera. El último poema superpuesto encima de los demás decía:

"Justo acaba de empezar con un colibrí deteniéndose encima del porche dos metros más allá de la puerta abierta. Luego se fue, interrumpiendo mi estudio, y vi el viejo poste de pino inclinado sobre el suelo, enredado en el gran arbusto de flores amarillas, más alto que yo, que tengo que apartar cada vez que entro. El sol formando una telaraña de sombras al atravesar sus ramas. Los gorriones coronados de blanco cantan incesantes en los árboles; un gallo, allá abajo en el valle, cacarea y cacarea. Sean Monahan, ahí fuera, a mis espaldas, lee el Sutra del Diamante al sol. Ayer leí Migración de las aves. La dorada avefría y la golondrina del Ártico son hoy esa gran abstracción a mi puerta, porque los jilgueros y petirrojos pronto se irán y los que cogen nidos se llevarán toda la nidada, y pronto, un día brumoso de abril, llegará el calor a la colina, y sin ningún libro, sabré que las aves marinas persiguen la primavera hacia el norte a lo largo de la costa: anidarán en Alaska dentro de seis semanas." Y lo firmaba: "Japhet M. Ryder, Cabaña de los Cipreses, 18, III, 56."