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"¿Por qué andar por viaductos y raíles? -pensé-. Lo único que tengo que hacer es caminar un poco y estaré fuera del alcance de los vigilantes de la estación y, por lo mismo, de los vagabundos."

Seguí caminando por la senda principal unos cuantos kilómetros y en seguida estuve a campo abierto en pleno desierto. Mis gruesas botas eran perfectas para caminar entre maleza y piedras. Era cerca de la una de la madrugada y deseaba dormir para dejar atrás el largo viaje desde Carolina. Por fin vi una montaña a la derecha y me gustó, después de haber pasado por un largo valle con muchas luces, sin duda una cárcel o penal. "No te acerques por ahí, chaval", pensé, y luego subí por el cauce seco de un arroyo; a la luz de las estrellas, la arena y las rocas eran blancas. Subí y subí.

De pronto, me sentí encantado al darme cuenta de que estaba completamente solo y a salvo y de que nadie me iba a despertar en toda la noche. ¡Una revelación asombrosa! Y además, en la mochila tenía todo lo que necesitaba; había llenado de agua fresca mi botella de plástico en la estación de autobuses antes de ponerme en marcha. Seguí subiendo por el cauce, así que cuando al fin me di la vuelta y miré hacia atrás, distinguí todo México, todo Chihuahua, el reluciente desierto de arena brillando bajo una luna que se ponía y que era enorme y brillaba justo encima de las montañas de Chihuahua. Las vías de la Southern Pacific corren paralelas al Río Grande hasta más allá de El Paso, así que desde donde estaba, en el lado norteamericano, distinguía justo hasta el río que separa los dos países. La arena del arroyo era suave y sedosa. Desplegué mi saco de dormir y me descalcé y bebí un trago de agua y encendí la pipa y me crucé de piernas y me sentí contento. Ni el menor sonido; en el desierto todavía era invierno. Muy lejos, sólo el ruido de la estación donde maniobraban con los vagones haciendo tremendos poms que despertaban a todo El Paso, pero no a mí. Mi única compañía era aquella luna de Chihuahua que se iba hundiendo más y más según la miraba, perdiendo su blanca luz y poniéndose más y más amarilla. Sin embargo, cuando me di la vuelta para dormirme, brillaba como un foco en la cara y tuve que esconderla para poder dormir. Siguiendo con mi costumbre de poner nombre a los sitios, llamé "Quebrada del apache" a éste. De hecho, dormí bien.

Por la mañana descubrí el rastro de una serpiente de cascabel en la arena, pero podría ser del verano anterior. Había bastantes pisadas de botas de cazador. El cielo era de un azul resplandeciente aquella mañana, el sol calentaba, había muchas ramas secas para encender una hoguera. Tenía latas de cerdo y judías en mi espaciosa mochila. Desayuné como un duque. El único problema era el agua, pensé, pues me la había bebido toda y el sol calentaba y tenía sed. Subí por el seco arroyo arriba para explorarlo y llegué hasta su nacimiento, una sólida pared de roca a cuyo pie la arena era todavía más blanda y suave que la de la noche anterior. Decidí acampar allí aquella noche, después de un día muy agradable en el viejo Juárez disfrutando con las iglesias y las calles y la comida mexicana. Durante un rato pensé en dejar la mochila escondida entre las piedras, pero aun siendo poco probable, podía pasar por allí un viejo vagabundo o un cazador y encontrarla, así que me la eché a la espalda y bajé por el cauce seco del arroyo hasta la senda y caminé por ella los cinco kilómetros hasta El Paso, y dejé la mochila por veinticinco centavos en la consigna de la estación del ferrocarril. Luego crucé la ciudad caminando y llegué a la frontera, pagué veinte centavos y pasé al otro lado.

Terminó por ser un día enloquecido, aunque empezó de un modo bastante sensato en la iglesia de Santa María de Guadalupe, luego di un paseo por el mercado indio y me senté en los bancos del parque entre los alegres e infantiles mexicanos, pero después vinieron los bares y unas cuantas copas de más y grité en español a los bigotudos peones mexicanos:

– ¡Todas las granas de arena del desierto de Chihuahua son vacuidad!

Y finalmente me uní a un grupo de siniestros apaches mexicanos muy raros que me llevaron a su churretosa chabola de piedra y me pasaban yerba a la luz de unas velas e invitaron a sus amigos y todo era un montón de cabezas difuminadas por la luz de las velas y el humo. De hecho me desagradó el sitio y recordé mi perfecta quebrada de arena blanca y el sitio donde dormiría aquella noche y me despedí. Pero no querían que me fuera. Uno de ellos me robó unas cuantas cosas de mi bolsa de la compra, pero no me importó. Uno de los chicos mexicanos era marica y se había enamorado de mí y quería acompañarme a California. En Juárez ya era de noche; todos los clubs nocturnos resonaban. Fuimos a tomar una cerveza a uno donde sólo había soldados negros despatarrados con chicas en sus rodillas, un bar demencial, con rock and roll en la máquina de discos, algo así como un paraíso. El chico mexicano quería que saliéramos a la calle y chistara a los chavales norteamericanos y les dijera que sabía dónde había chicas.

– Y entonces, yo me los llevo a mi habitación, chisss, ¡y nada de chicas! -dijo el mexicano.

No pude deshacerme de él hasta la frontera. Nos dijimos adiós. Pero aquélla era la ciudad del mal y yo tenía a mi santo desierto esperándome.

Crucé la frontera caminando ansiosamente y atravesé El Paso y fui a la estación de ferrocarril, recogí la mochila, lancé un gran suspiro, y anduve sin pausa aquellos cinco kilómetros hasta el arroyo, que era bastante fácil de reconocer a la luz de la luna, y subí, mis pies haciendo aquel solitario zuap zuap de las botas de Japhy, y me di cuenta que sin duda había aprendido de Japhy el modo de expulsar a los demonios del mundo y la ciudad y de encontrar mi alma auténtica y pura, siempre que tuviera una mochila decente a la espalda. Volví a mi campamento y extendí el saco de dormir y di las gracias al Señor por todo lo que me estaba dando. En aquel momento, el recuerdo de toda aquella larga y siniestra tarde fumando marihuana con mexicanos de sombrero ladeado en un sórdido cuarto a la luz de unas velas era como un sueño, un mal sueño, igual que uno de mis sueños sobre la paja en el Arroyo del Buda, Carolina del Norte. Medité y recé. No existe en el mundo ningún lugar donde se pueda dormir tan bien como de noche en el desierto, en invierno, provisto de un buen saco de dormir caliente de pluma de pato. El silencio es tan intenso que uno puede oír rugir a su propia sangre en los oídos, aunque más fuerte que eso, y con mucho, es el misterioso ruido que yo siempre identifico con el ruido del diamante de la sabiduría, el misterioso sonido del propio silencio que es un gran Chsssssss que recuerda algo que parece haberse olvidado a causa de la tensión, algo que remite a los días del nacimiento. Me gustaría poder explicárselo a las personas a quienes quiero, a mi madre, a Japhy, pero no existen palabras que describan su nada y su pureza.

"¿Existe una verdad indudable y definida que se pueda enseñar a todos los seres vivos?", era la pregunta que probablemente se hacía Dipankara, el de grandes cejas nevadas, y su respuesta era el rumoroso silencio del diamante.