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Era el grumete Jaan quien servía la mesa, medio sumergido en un inmenso mandil blanco. Su diminuto rostro huesudo, salpicado de pecas, se adelgazaba todavía más bajo la masa de sus cabellos leonados y Robinsón buscaba inútilmente la mirada de sus ojos, tan claros, que se podría creer que el día se veía a través de su cabeza. Tampoco él prestaba atención al náufrago, absorbido por entero en su terror de cometer alguna infracción. Tras algunas frases rápidas en las que ponía una contenida vehemencia, el capitán se encerraba después en un silencio que parecía hostil o despectivo y Robinsón pensaba en un sitiado que, tras haber resistido sin reaccionar el acoso del enemigo, se decide por fin a efectuar una salida y corre inmediatamente a encerrarse de nuevo en su fortaleza, después de inflingirle graves pérdidas. Aquellos silencios eran llenados por el parloteo del segundo, Joseph, volcado completamente a la vida práctica y a los progresos técnicos de la navegación, y que experimentaba visiblemente con respecto a su superior una admiración reforzada por la más total incomprensión. Al terminar el almuerzo fue él quien condujo a Robinsón a la cabina de mandos, mientras el capitán se retiraba a su camarote. Quería hacerle los honores de un instrumento introducido recientemente en la navegación: el sextante, gracias al cual, por un sistema de doble reflexión, se podía medir la altura del sol por encima del horizonte con una exactitud incomparablemente mayor que la que se lograba con el tradicional quart de nonante. Robinsón siguió con interés la entusiasta demostración de Joseph y manejaba con satisfacción el hermoso objeto de cobre, de caoba y marfil que había sido extraído de su estuche, y admiraba la vivacidad de espíritu de aquel hombre, en otros momentos tan limitado. Se daba cuenta de que la inteligencia y la tontería pueden habitar en la misma cabeza sin influenciarse en absoluto, como el agua y el aceite se superponen sin mezclarse. Hablando de alidada, limbo, vernier o espejos, Joseph resplandecía de inteligencia. Sin embargo, era él mismo quien explicaba hacía sólo unos instantes, con marcados guiños de ojos dirigidos a Jaan, que el niño haría mal si se quejaba de ser enderezado a latigazos, cuando tenía por madre a una ramera de marineros.

El sol comenzaba a declinar. Era la hora en que Robinsón acostumbraba a exponerse a sus rayos para acumular su energía calurosa antes de que las sombras se extendieran y la brisa marina hiciera cuchichear entre sí a los eucaliptos de la playa. A una sugerencia de Joseph se tumbó sobre la toldilla, a la sombra del cataviento, y contempló durante largo rato la flecha del mástil de la gavia escribir signos invisibles en el cielo azul donde se había perdido una delgada y creciente luna de porcelana traslúcida. Girando un poco la cabeza, podía ver a Speranza, línea de arena dorada a ras de las olas, derroche de verdor y caos rocoso. Fue allí donde tomó conciencia de la decisión, que iba madurando inexorablemente dentro de él, de dejar que partiera de nuevo el Whitebird y quedarse en la isla con Viernes. Más aún que por todo lo que le separaba de los hombres de aquel navío, se veía empujado por su rechazo aterrado del torbellino de tiempo, degradante y mortal, que ellos segregaban a su alrededor y en el cual vivían. Diecinueve de diciembre de 1787. Veintiocho años, dos meses y diecinueve días. Aquellos indiscutibles datos no dejaban de llenarle de estupor. De ese modo, si él no hubiera naufragado en las costas de Speranza, sería ya casi quincuagenario. Sus cabellos serían grises y sus articulaciones crujirían. Sus hijos serían más viejos de lo que era él cuando les dejó y quizá sería incluso abuelo. Pero nada de aquello se había producido. Speranza se erguía a dos cables de distancia de aquel navío, repleto de miasmas, como luminosa negación de toda aquella siniestra degradación. En realidad era más joven hoy que aquel joven piadoso y avaro que embarcó en el Virginia. Porque no era joven de juventud biológica, putrescible y sustentador como de una especie de impulso hacia la decrepitud. Su juventud era mineral, divina, solar. Cada mañana representaba para él un primer comienzo, el comienzo absoluto de la historia del mundo. Bajo el sol-dios, Speranza vibraba en un presente perpetuo, sin pasado ni porvenir. No iba a sustraerse a ese instante eterno, situado en equilibrio en el vértice de un paroxismo de perfección, para caer en un mundo de usura, de polvo y de ruinas.

Cuando comunicó su decisión de permanecer en la isla, solamente Joseph manifestó sorpresa. Hunter nada más mostró una helada sonrisa. Seguramente agradecía, en el fondo, no tener que embarcar a dos pasajeros suplementarios en un buque, al fin y al cabo modesto, y cuyas plazas estaban rigurosamente calculadas. Tuvo la cortesía de considerar todo lo que habla sido embarcado durante la jornada, como pruebas de la generosidad de Robinsón, dueño de la isla. Le ofreció a cambio la pequeña yola de reconocimiento estibada sobre la toldilla, que se sumaba a las dos chalupas de salvamento reglamentarias. Era una canoa ligera y de buen aspecto, ideal para uno o dos hombres en tiempo calmo o incluso regular y que vendría a sustituir con ventaja a la vieja piragua de Viernes. Fue en aquella embarcación en la que Robinsón y su compañero regresaron a la isla al caer el sol.

La alegría que experimentó Robinsón al volver a tomar posesión de aquella tierra que había creído perdida para siempre era acorde con los rojizos resplandores del crepúsculo. Era inmenso, desde luego, su desahogo, pero había algo fúnebre en la paz que le rodeaba. Más aún que herido, se sentía envejecido, como si la visita del Whitebird hubiera marcado el fin de una juventud muy prolongada y dichosa. Pero ¿qué importaba? Con las primeras luces del alba el navío inglés levaría el ancla y reemprendería su carrera errante, conducido por la fantasía de su tenebroso capitán. Las aguas de la Bahía de la Salvación se volverían a cerrar sobre la estela del único navío que se había acercado a Speranza en veintiocho años. Con medias palabras, Robinsón había dejado entender que no deseaba que la existencia y la posición de aquel islote fueran reveladas por la tripulación del Whitebird. Aquella promesa iba bien con el carácter del misterioso Hunter y probablemente iba a hacerla respetar. Así se cerraría para siempre aquel paréntesis que había introducido veinticuatro horas de tumulto y desunión en la eternidad serena de los Dióscuros.

Capítulo XII

El alba era todavía blanquecina cuando Robinsón descendió de la araucaria. Se había acostumbrado a dormir hasta los últimos minutos que preceden a la salida del sol, para reducir lo más posible ese período átono, el más anodino de la jornada, ya que era el más alejado del poniente. Pero la comida inhabitual, los vinos y también una angustia sorda le habían producido un sueño febril, destrozado por bruscos despertares y por breves, pero estériles, insomnios. Acostado, rodeado de tinieblas, había sido desarmada presa de ideas fijas y de obsesiones torturadoras. Había tenido que levantarse precipitadamente para sacudirse aquella jauría imaginaria.

Dio algunos pasos por la playa. Como ya esperaba, el Whitebird había desaparecido. El agua era gris bajo el cielo descolorido. Un rocío abundante pesaba sobre las plantas que se curvaban desconsoladas bajo aquella luz pálida, sin estridencias y sin sombras, de una lucidez desgarradora. Los pájaros guardaban un silencio gélido. Robinsón sintió que se abría dentro de sí un abismo de desesperación, una cisterna sonora y negra de donde subía -como si fuera un espíritu deletéreo- una náusea que le llenó la boca de hilillos de saliva. Una ola se estiraba con suavidad sobre la playa, jugaba un momento con un cangrejo muerto y se retiraba, decepcionada. En sólo unos minutos, en una hora como mucho, se levantaría el sol y llenaría de vida y de alegría a todas las cosas y al propio Robinsón. No había más que aguantar hasta ese momento y resistir la tentación de ir a despertar a Viernes.