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Pero, si se trata de mi sexualidad, me doy cuenta de que ni una sola vez Viernes ha despertado en mí una tentación sodomita. En primer lugar porque ha llegado demasiado tarde: mi sexualidad se había vuelto ya elemental y se volvía hacia Speranza. Pero, sobre todo, se debe a que Venus no salió de las aguas y arribó a mis costas para seducirme, sino para conducirme a la fuerza hacia su padre Ouranos. No se trataba, por tanto, de hacerme regresar hacia amores humanos sino, sin salir de lo elemental, cambiar de elemento. Es lo que ha sucedido hoy. Mis amores con Speranza se inspiraban todavía en gran parte en modelos humanos. En una palabra: yo fecundaba a esta tierra, como lo habría hecho con una esposa. Viernes me ha forzado a una conversión más radical. La voluptuosidad brutal que traspasa los riñones del amante, se ha transformado para mí en un júbilo dulce que me envuelve y me lleva de los pies a la cabeza durante todo el tiempo en que el sol-dios me baña con sus rayos. Y no se trata de una pérdida de sustancia que siempre deja al animal triste post coitum. Mis amores uranianos me llenan, por el contrario, de una energía vital que me da fuerzas para todo un día y toda una noche. Si fuera preciso traducir en términos humanos este coito solar, sería más bien bajo caracteres femeninos: como la esposa del cielo es como habría que definirme. Pero ese antropomorfismo es un contrasentido. En realidad, en el grado al que Viernes y yo hemos accedido, la diferencia de sexos ha quedado superada y Viernes puede identificarse con Venus, del mismo modo que puede decirse en el lenguaje humano que yo me abro a la fecundación del Astro Mayor.

Log-book.- La luna llena derrama una luz tan viva que puedo escribir estas líneas sin la ayuda de una lámpara. Viernes duerme, hecho una bola a mis pies. La atmósfera irreal, la abolición de todas las cosas familiares en torno mío, toda esta carencia proporcionan a mis ideas una ligereza, una gratuidad, que redimen de su fugacidad. Esta meditación no será más que agua de borrajas. Ave spiritu, ¡las ideas que van a morir te saludan!

En el cielo aborrascado por su radiación el Gran Astro Alucinado flota como una gota gigantesca y viscosa. Su forma geométrica es impecable, pero su materia se halla agitada por un torbellino que evoca una creación intestina en pleno trabajo. En su blancura albuminosa se dibujan figuras vagas que desaparecen lentamente, miembros diseminados se recomponen, rostros que sonríen durante un instante; luego todo concluye en un remolino lechoso. De pronto los torbellinos aceleran su rotación hasta el punto de parecer inmóviles. Parece prevalecer una especie de congelación lunar, por el propio exceso de su temblor. Poco a poco las líneas encabalgadas que allí se dibujan se van precisando. Dos focos ocupan los polos contrapuestos del huevo. Un juego de arabescos se propaga de uno a otro. Los focos son ahora cabezas, el arabesco la conjunción de dos cuerpos. Dos seres semejantes, unos gemelos se están gestando en la luna; unos gemelos nacen de la luna. Anudados el uno al otro, se remueven con lentitud, como si despertaran de un sueño secular. Sus movimientos, que al principio parecen caricias mullidas y soñadoras, adquieren un sentido completamente opuesto: tratan ahora de separarse el uno del otro. Cada uno lucha con su sombra, espesa y obsesiva, como un niño con las húmedas tinieblas maternas. En cuanto se desprenden el uno del otro, se yerguen absortos y solitarios y tanteando reemprenden el camino de su intimidad fraterna. En el huevo de Leda, fecundado por el Cisne jupiterino, nacieron los Dióscuros, gemelos de la ciudad solar. Son hermanos con mucha más intensidad que los gemelos humanos, porque comparten la misma alma. Los gemelos humanos son pluránimes. Los Gemelos son unánimes. Por eso su carne posee una densidad extraordinaria, ya que se halla dos veces menos penetrada por el espíritu y es, por tanto, dos veces menos porosa, dos veces más pesada y más carne que la de los gemelos. Y de ahí proceden su eterna juventud, su inhumana belleza. Hay en ellos algo del cristal, del metal, algo de las brillantes superficies barnizadas, un resplandor que no es vivo. Se debe a que no son eslabones de una cadena que se extiende de generación en generación a través de las vicisitudes de la historia. Son los Dióscuros, seres caídos del cielo como meteoros, salidos de una generación vertical, abrupta. Su padre, el Sol, les bendice y su fuego les bendice y les confiere la eternidad.

Una nubecilla, nacida en el occidente, viene a tapar el huevo de Leda. Viernes dirige hacia mí un rostro perdido y pronuncia varias frases incoherentes con una voz extraordinariamente rápida y luego se sumerge de nuevo en su sueño, con las piernas perezosamente plegadas bajo su vientre, los puños cerrados, colocados a un lado y a otro de su negra cabeza. Venus, el Cisne, Leda, los Dióscuros…, tanteo en busca de mí mismo en un bosque de alegorías.

Capítulo XI

Viernes recogía flores de mirto para hacer con ellas agua de ángeles, cuando percibió un punto blanco en el horizonte por la zona de levante. Inmediatamente saltó de rama en rama hasta llegar al suelo y corrió sin detenerse para prevenir a Robinsón, que en ese momento terminaba de afeitarse la barba. Si a Robinsón le emocionó la noticia, no dejó que se trasluciera.

– Vamos a tener visita -dijo sencillamente-, razón de más para que termine mi aseo.

Viernes, excitadísimo, subió a la cima del picacho rocoso. Llevaba consigo el catalejo y con él apuntó hacia el navío, que ahora era claramente visible. Se trataba de una goleta provista de gavia, con arboladura alta y esbelta. Repleta de velas, debía alcanzar unos doce o trece nudos impulsada por una fuerte brisa del sudeste que la lanzaba directamente hacia la costa pantanosa de Speranza. Viernes se apresuró a comunicar todas aquellas precisiones a Robinsón, que ponía en orden su cabellera revuelta con un gran peine de concha. Después regresó a su observatorio. El capitán debía haberse dado cuenta de que la costa no era abordable por ese lado de la isla, porque cambiaba el rumbo. La botavara barrió el puente y el buque reemprendió la marcha amurado a estribor. Después capeó y avanzó sólo con las velas pequeñas paralelo a la costa.

Viernes fue a avisar a Robinsón de que el visitante doblaba las dunas de levante y que probablemente iba a anclar en la Bahía de la Salvación. Lo más importante era reconocer su nacionalidad. Robinsón se adentró con Viernes hasta la última fila de árboles que lindaba ya con la playa y dirigió el catalejo hacia el buque que viraba de bordo y se detenía, cara al viento, a dos cables de la orilla. Algunos segundos después podía oírse el claro tintineo de la cadena del ancla rechinando en el escobén.

Robinsón no conocía aquel tipo de barco, que debía ser de reciente construcción, pero identificó a sus compatriotas por la bandera de la Unión Jack izada en el palo de mesana. Entonces avanzó algunos pasos a través de la playa, como habría hecho un soberano que saliera a acoger a unos extranjeros de visita en su tierra. Allí, no muy lejos, una chalupa cargada de hombres lanzaba al aire sus serviolas y luego tocaba el agua, con una estela irisada. En seguida los remos golpearon las aguas.

Robinsón midió mentalmente el peso extraordinario que adquirían los pocos instantes que quedaban antes de que el hombre de la proa tanteara en las rocas con su botador. Como un moribundo antes de entregar su alma, podía ver en una sola visión panorámica toda su vida en la isla, el Evasión, la ciénaga, la organización frenética de Speranza, la gruta, la loma, la llegada de Viernes, la explosión y, sobre todo, aquella vasta playa del tiempo, virgen de cualquier medida, en la que se había producido su metamorfosis solar en una tranquila dicha.