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Lo del horror y lo de la ignominia fueron exclamaciones involuntarias…; del teólogo la primera, y del capitán la segunda…

En apoyo del concepto de éste, bien que desvirtuando su oportunidad, agregó entonces un padre de familias:

– ¿De qué os asombráis, caballeros? ¡Antonio Arregui es un cobardón, que no se ha atrevido a pasar la última noche en su casa, ni aun en el pueblo!… ¡Antonio Arregui huyó vergonzosamente ayer tarde, al tener noticias de que llegaba el Niño de la Bola! Yo mismo lo vi salir a caballo, río arriba, a cosa de las cuatro y media, y por cierro que iba furioso…

– Pues ¡añada usted -expuso una criada- que ésta es la hora en que no ha regresado todavía!… ¡Yo vengo del mercado, y no está en él, como todas las mañanas, haciendo la compra para sus operarios de la Sierra!

– Señores, ¡seamos justos!… -exclamó un comerciante de origen burgalés-. ¡Antonio Arregui es incapaz de huir!… Si se marchó ayer tarde fue porque recibió aviso de que… algún malintencionado sin duda… había roto por varios sitios la acequia que mueve los batanes de su fábrica… Pero ¡a aquella hora nadie sabía en el pueblo que ese tal Niño de la Bola se hallase en estas cercanías!

– ¡Lo sabía don Trinidad Muley! ¡Lo sabía la señá María Josefa! -prorrumpieron varios vecinos

– Pues ¡no lo sabía él!… -replicó el comerciante-. Yo le vi al marchar, y sólo pensaba en sus destruidas acequias… En fin, apuesto doble contra sencillo, a que tan luego como se entere de lo que ocurre, lo tenemos de vuelta en la población, resuelto a no dejarse avasallar por nadie… ¡Yo conozco a los riojanos!

La conversación entraba en mal camino, y estimándolo así un viejo, de oficio buñolero, que tenía su tienda en la misma plaza, tocó muy oportunamente otro resorte, y contó que aquella mañana, antes de la salida del sol, había estado don Trinidad Muley llamando más de media hora en casa de su antiguo pupilo, sin conseguir que le contestasen; lo cual probaba que Manuel, al recogerse pocos momentos antes, había dado orden a Basilia (la hermana de Polonia) de no abrir ni responder a persona alguna, aunque echaran la puerta abajo.

– ¡Me alegro! -murmuró a este propósito un discípulo de Vitriolo, dirigiéndose a media voz a sus camaradas-. ¡Así no habrá podido ese fanático de misa y olla acobardar con sus letanías al hijo de don Rodrigo, como lo acobardó la famosa tarde de la rifa! ¡Temiéndome estoy que el Niño Jesús de Santa María de la Cabeza represente demasiado papel en este caso de honra! ¡Los curas no perdonan medio de acreditar a sus santos y de hacer negocio!

El buñolero había seguido entre tanto refiriendo que don Trinidad Muley, cansado de llamar en balde, se retiró a su casa muy entristecido, no sin lamentarse con todos los transeúntes de que las grandes funciones que lo amarraban aquel día a su iglesia le impidiesen prevenir cualquier mal paso de su querido Manuel, y diciendo con sentidas voces: «Espero en Dios y en la Virgen que las buenas almas de la ciudad suplirán mi ausencia de algunas horas…»

– ¡Prevenir! -se aventuró a exponer en voz alta otro discípulo de Vitriolo-. ¡Eso es contrario a la libertad! ¡Reconozco el lenguaje apostólico, incompatible con la Constitución vigente, por más que la previa censura sea muy del agrado del actual Ministerio!

Todos los circunstantes soltaron la carcajada al oír aquella salida de tono, menos el capitán, que refunfuñó despreciativamente una frase ininteligible, y menos el familiar del obispo, que juzgó ya indispensable sembrar allí algunas ideas morales y pacíficas, y lamentó lo mejor que pudo (era vizcaíno, como su ilustrísima, y hablaba mal el castellano) «la gravedad del lance que se le presentaba al señor don Antonio Arregui, cuando tan bien le iba en su matrimonio; cuando tan contento se hallaba con su fábrica, donde se le veía ir frecuentemente, acompañado de su mujer, de su hijo y de su suegra; cuando la llamada Dolorosa daba muestras de quererle y respetarle tanto, y cuando algún regidor influyente, agradecido a las grandes ventajas que el rico industrial había proporcionado al pueblo, acababa de ofrecerle la vara de alcalde para el año próximo…»

En este momento apareció Vitriolo en la puerta de su botica. La bruja se había escabullido por la puerta del patio.

Todos los mozalbetes rodearon al maestro, no en ademán de veneración o cariño, sino de una cínica confianza que rayaba en burla, diciéndole sucesivamente:

– ¡Buenos días, Palodus!

– ¡Buenos días, Espátulo!

– ¡Buenos días, Panacea!

– ¡Buenos días, Cerato-simple!

– ¡Buenos días, Papaveris-albis!

Estos y otros muchos nombres tenía el ayudante de farmacéutico… Pero el público en general había optado por darle el de Vitriolo.

– ¡Buenos días, morralla! -contestó el enemigo de Dios, regalando una repugnante risa de su fea y desaseada boca a los insolentes mozuelos.

Y ni saludó al resto del concurso, ni fue saludado por él. No podía darse mayor franqueza ni más desprecio recíproco por parte de todos.

Vitriolo tenía veintiocho años, pero manifestaba cuarenta: ¡tan marchita se hallaba su piel, tan calva su frente, tan arruinada su dentadura, tan encorvado su talle, tan turbio su mirar y tan mermada su vista! Sin rayar en monstruo, lo cual hubiera excitado compasión, sin carecer de hechura humana, ni faltarle ningún remo ni sentido, era de lo más feo que Dios ha criado. Hacía daño a los nervios el extravío de sus ojos; ofendía su sonrisa, hasta cuando no era sarcástica y burlona, y causaban náuseas su color de membrillo y su pelo de muerto, así como su total descuido en cuanto a policía y limpieza. Tenía enormes pies y manos, las piernas un poco torcidas, hundido el tórax, desagradable la voz y apestoso el hálito. Dijérase además que lo vestían sus enemigos, pues su ropa amarillenta y su corbata verde no podían ser menos adecuadas al color de su rostro, por más que tuviesen pintas o manchas de toda clase de pringues y ungüentos. Tal era el atrevido personaje que pretendió a la Dolorosa después que se hubo ausentado Manuel Venegas y antes de la aparición de Antonio Arregui, tal era el misionero de la incredulidad en aquella población de moros bautizados, tal era el inteligente mancebo de la mejor botica de la ciudad (botica cuyo titular y dueño residía casi siempre en el campo); tal era el traidor de nuestro drama.

No bien lo divisó el familiar del señor obispo, puso término a su pacífica elegía y trató de marcharse, pero Vitriolo, que lo advirtió, exclamó con su acento burlón y desapacible:

– ¡Siga usted, señor don Carmelo!… ¿Por qué se calla al verme? ¿Estaba usted profetizando, como anoche, los milagros que haría esta tarde en la procesión el verdadero Niño de la Bola? Anoche no le respondí a usted porque tenía dolor de estómago; pero hoy debo decirle que el verdadero Niño es más supuesto que el falso, y, por consiguiente, menos capaz de hacer prodigios. ¡Figúrense ustedes que la venerada efigie del tal Niño está esculpida en madera de roble, y que una vez que se le rompió la mano en que lleva el mundo se la remendó por una peseta el carpintero de aquí al lado!…

– ¡Esto no se puede sufrir! -gruñó el capitán, pidiendo una silla y sentándose en medio del corro-. ¡Yo no sé por qué viene uno adonde se dicen tantas insolencias y majaderías!…

– Tiene usted razón… Yo me voy… -dijo el alcalde-. ¡Estos diablejos lo comprometen a uno! Vamos, Martín… Y penetró en la casa de Ayuntamiento.

– ¿Ves? -observó a Vitriolo el llamado Martín, discípulo suyo, muy de notar por lo flamante y moderno de su equipo-. ¿Ves? ¡El señor alcalde ha tenido que irse!… ¡Dices cosas demasiado fuertes!…

– ¡Habló Judas! -gritó el farmacéutico-. ¡Camaradas! Ya os lo dije anoche… ¡Martín nos abandona! ¡Desde que lo han nombrado escribiente del Ayuntamiento, se ha vuelto beato!… ¡Hay que expulsarlo de nuestra comunidad! ¡El mejor día lo vamos a ver dándose golpes de pecho en las iglesias!