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Don Elías estrechó en sus brazos a Antonio Arregui; le besó las manos y la cara; le apellidó hijo de su alma y de su corazón; lloró de agradecimiento y de alegría, y acto seguido llamó a su martirizada mujer, que lo había oído todo detrás de la puerta, y le mandó que fuese inmediatamente en busca de su hija, pero que antes abrazase a su yerno.

La señá María Josefa llevaba ya muchos días de presentir aquel golpe, y aun de desearlo; pues a la pobre madre le era más duro vivir sin la única prenda de su corazón, y pensar que al cabo del año de noviciado la perdería definitivamente, que arrostrar los desastres a que pudiera dar motivo aquel casamiento el día del retorno, para muchas gentes improbable y para ella infalible, del tremendo Manuel Venegas. ¡Lo que la infortunada quería era ver a su hija a todas horas; que no se la quitasen; que no siguiera sepultada en un claustro! Abrazó, por consiguiente, al fabricante con cierto júbilo, procurando acallar en su corazón los presentimientos que la conmovían con siniestros vaticinios, y marchó desolada en busca de Soledad, a quien no había visto… desde la tarde anterior.

Carezco de datos para referir puntualmente las escenas que se sucedieron en la alcoba de don Elías cuando la joven regresó del convento. La señá María Josefa ha sido muy diplomática en este punto, y se ha limitado a decir que los ruegos, el llanto y las órdenes de aquel extenuado padre, que casi desde el féretro le recordaba la prometida obediencia y le amenazaba con la maldición de Dios y la suya… (a este coloquio no asistió Antonio Arregui), así como la grave y noble actitud que mostró luego el digno industrial, cuyo circunspecto semblante expresaba un amor que no retrocedía ante la muerte, pero que sena humilde esclavo del menor de los caprichos de su dulce sueño… (Improbe amor! Quid non mortaha pectora cogis?), decidieron al fin a la Dolorosa, a sacrificar las gratuitas esperanza s de Manuel Venegas, «al cual (son expresiones transmitidas por la madre) nada tenía ofrecido, ni nunca había dirigido la palabra.

Pronunció, pues, la esfinge el anhelado ;…, y pronunciólo, dicho sea en verdad, con gran admiración y espanto de todo el pueblo, y aun de nosotros mismos. Pronunciólo muy tranquila y valerosamente, según unos; a costa de una formidable convulsión, según otros…

¡Ello es que lo pronunció, mal que le pese a la escuela romántica y que ipso facto ocupó Antonio Arregui el trono de esta pendenciera ciudad, vacío desde la marcha del Niño de la Bola!

Ni faltó quien dijera entonces -y yo lo creí- que la taimada y misteriosa doncella estuvo conteniéndose hasta que su prometido se marchó al otro día a las obras de la fábrica, y que entonces fue cuando estallaron sus nervios con tal ímpetu, que se la dio por muerta durante muchas horas…, sin embargo de lo cual, no bien le advirtieron que había regresado Antonio, recobró el imperio sobre sí misma, y se mostró sosegada, apacible y hasta sonriente… Fenómenos son éstos, mi querida Luisita, que muchas veces han servido para explicar ulteriores conflictos en varios matrimonios; como, por ejemplo, la súbita felonía de mujeres que se casaron gustosas en apariencia, y que, no obstante, abrigaban en el pecho la sierpe de otra pasión inextinguible, destinada a morder un día al confiado marido en mitad del corazón y de la honra… Pero ¡yo cometería una ligereza, impropia de mi carácter, si aventurara en este punto, y con relación al caso presente, juicios o prejuicios, tanto más temerarios, cuanto que nada real y positivo se sabe ni se ha sabido nunca acerca de los sentimientos de la Dolorosa, y prefiero volver lisa y llanamente a mi pobre y concienzudo relato!

Diré, pues, en las menos palabras posibles, a fin de no fatigar al concurso, que a las pocas semanas de concertarse aquel matrimonio comenzaron a publicarse las amonestaciones; que durante su lectura todos tenían clavados los ojos en la puerta de la iglesia, esperando ver entrar al Niño de la Bola, en el ademán trágico y solemne del novio de Lucía, a desmentir y ahogar al honrado sacerdote que pregonaba tales nupcias: que, afortunadamente, no ocurrió semejante escándalo, ni ninguna otra novedad y que de este modo llegó, como todo llega en el mundo, el día prefijado para la boda.

Boda he dicho, y no la hubo… Verificóse el casamiento de noche, en la alcoba de don Elías, cuya vida estaba otra vez en mucho riesgo, pero que no consintió se aplazase el acto ni una sola hora. Nadie asistió a él más que el cura de aquella feligresía y los testigos. Yo fui uno de ellos…; ¡y nunca lo fuera, para presenciar horrores como los que allí iban a suceder! ¡No bien acabó la ceremonia nupcial, y mientras la desposada socorría a su madre, que había perdido el conocimiento y caído en tierra, oyóse un gran suspiro en el antiguo lecho del padre del Niño de la Bola, desde el cual acababa de ejercer don Elías Pérez el oficio de padrino de aquel enlace, y vimos que el viejo usurero estaba dando las boqueadas! ¡Apenas hubo tiempo de que el cura le leyese la recomendación del alma, en el propio libro que había servido poco antes para leer a los novios la Epístola de San Pablo! Don Elías expiró inmediatamente…, y (¡oh, miseria humana!, ¡oh sarcasmo del destino!, ¡oh lección de los Hados!) aquellas mismas velas encendidas para que sirviesen como de intorchas de Himeneo a la sacrificada hija fueran blandones fúnebres que alumbraron el lecho mortuorio del padre tirano que ha dado margen al conflicto en que hoy se encuentran tantos y tan sensibles corazones.

Don Trajano Pericles se enjugó el sudor al terminar aquel sublime esfuerzo de elocuencia, en que, sin pensarlo, rindió cierto culto al romanticismo, y luego añadió, por vía de clásico desahogo:

– A los nueve meses justos y cabales, Soledad dio a luz un hermoso niño.

– ¡Gracias a Dios! -no pudo menos de exclamar la forastera-. Pues, señor, me declaro partidaria acérrima del Niño de la Bola. La razón está de su parte. Soledad no tiene corazón, ni lo ha tenido nunca…

– Creo que confunde usted las especies… -respondió don Trajano-. Lo que no tiene Soledad es un corazón de heroína de novela, y mucho menos un corazón de hombre. Su corazón es pura y simplemente de mujer…

– ¡Está destornillado! -dijo doña Tecla, sonriendo en cierto modo a sus tertulios, como pidiéndoles que perdonasen a su marido.

– Pues entonces digamos que tiene un corazón de mujer que no sabe amar… -añadía entre tanto la madrileña.

– Diga usted más bien -replicó don Trajano- un corazón que ama hasta cierto punto… Yo no negaré que la Soledad ha querido siempre a Manuel Venegas. Creo más…; ahora que no nos oye mi mujer… Creo que lo quiere todavía… Pero la hija del usurero no nació para heroína; no nació para defenderse por sí propia; nació para que otros la defendieran o la conquistasen. Ella contaba, sin duda, con que el temido Niño de la Bola venciese a todos los enemigos de su amor, tanto a su padre como a los pretendientes que pudieran sobrevenir… Parecíase a esas princesas de los cuentos orientales que se dejan ganar, como un premio, por el contrincante más listo en descifrar charadas y enigmas, y se casan con él, aunque no sea muy de su gusto. Indudablemente nuestra princesa, esto es, la Dolorosa, hubiera preferido que Manuel saliese vencedor… Indudablemente lo amaba… Pero el pobre se descuidó, el pobre tardó en regresar de las Indias, el pobre no había contado con que vinieran a esta ciudad forasteros como Antonio Arregui, poco sensibles a vagas amenazas…, y la obediente joven, con más o menos dolor, y con peores o mejores reservas mentales, dejóse conquistar y llevar por don Elías, por el fabricante, por la fatalidad, por el destino…, bien que a condición de hacer luego de su capa un sayo… ¡Así procedieron en todos tiempos las hembras creadas por Dios, ya que no las creadas o falsificadas por novelistas y poetas! ¡Así procedió nuestra primera madre en el Paraíso terrenal cuando, según leemos en el Génesis…!