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– ¡El padre de Soledad! -pensó el joven retrocediendo un paso.

Don Elías alzó los ojos al propio tiempo; vio y reconoció a Manuel, y se puso más amarillo que la cera; pero no hizo movimiento alguno de que demostrase la índole de aquella emoción.

Manuel volvió a andar el paso que había desandado, y comenzó a medir al viejo de pies a cabeza y de un lado a otro, con aquella franca y valerosa mirada que le era habitual, sólo comparable a la del toro que descubre en la dehesa a un importuno y no sabe si arremeterle o perdonarlo…

El altivo viejo siguió inmóvil, mirando aparentemente hacia otra parte, pero sin perder de vista al bravo mancebo, cuyos ojos comenzaban a despedir cierta rojiza lumbre…

En tal situación, de todo punto insostenible, oyóse en el vecino olivar una dulcísima voz de mujer, que gritaba alegremente:

– ¡Papá! ¿Dónde te has metido?

– ¡Ella! -pensó Manuel, temblando como un azogado y retrocedierdo de nuevo, no ya un paso solo, sino otros muchos, bien que con perezosa lentitud…

El anciano no respondió a su hija, ni se movió de su puesto… Pero cuando vio desaparecer (siempre andando hacia atrás) al famoso Niño de la Bola, sonrió de una manera indefinible, y se dirigió al sitio donde había sonado la voz mágica, y esta vez providencial, de la que era reina y señora de aquellas dos almas enemigas.

Manuel se apostó en el camino para ver pasar a la joven a su regreso, y quién sabe si para seguirla, como de costumbre, pesárale o no le pesara al despótico anciano; pero el pobre no contaba con la remozada carroza de sus abuelos, que cruzó a escape entre nubes de polvo, no dejándole columbrar ni la más leve sombra del dulce objeto de sus ansias…

A nadie cupo después duda de que una escena tan insignificante, al parecer, y tan significativa en el fondo, contribuyó en gran parte a que don Elías y el joven Venegas cometiesen al cabo de algunas semanas las graves imprudencias que abrieron entre ellos un nuevo abismo… Y fue que desde aquel encuentro, en que no hubo colisión ni agravio alguno, ambos dejaron de considerarse tan extraños y terribles el uno para el otro como en realidad seguían siéndolo; ambos se acostumbraron a verse sin gran sobresalto en la calle o en la Catedral, y ambos llegaron, por consecuencia, a chocar de frente el día menos pensado, en las peores circunstancias que pudo excogitar el infierno para hacerlos de todo punto incompatibles…

El caso fue el siguiente:

En abril de aquel mismo año, cuando Manuel tenía diecinueve, Soledad diecisiete y medio, don Elías sesenta y ocho, la señá María Josefa cincuenta y seis, don Trinidad cuarenta, su ama de llaves cincuenta y nueve, y sesenta y tres la hermana del ama, obtuvo al fin la Dolorosa de su reanimado padre que la llevara a ver las funciones que por entonces celebraba anualmente, en la parroquia de Santa María de la Cabeza, la muy antigua Hermandad del Niño de la Bola.

Consistían (y siguen consistiendo) estas funciones en una misa con Señor manifiesto, sermón y comunión general el domingo por la mañana; solemnísima procesión por todo el barrio aquella misma tarde, y baile de rifa a la tarde siguiente, y en todas ellas solía representar, hacía tres años, mucho papel el hijo de don Rodrigo Venegas, como individuo de la cofradía y amigo particular y dos veces tocayo del Niño Jesús. Extrañóse, pues, generalmente aquel año que Manuel, aunque se hallaba en la ciudad y nunca despreciaba medio de ver a la Dolorosa, no asistiese ni a la misa ni a la procesión, donde hubiera admirado, como todo el mundo, la hermosura, lujo y donaire de la hija del prestamista, la cual estrenó aquel día dos trajes hechos en la capital por la modista de las condesas y marquesas, a cuál más rico, elegante y vistoso…

Llegó así la tarde de la rifa, o del baile de rifa, que entonces, como ahora, se celebraba en las afueras del pueblo, en una especie de arrabal de cuevas abiertas a pico sobre un anfiteatro de cerros de compacta arcilla, donde vive la gente más pobre de la población. Allí, las madres de las criadas que sirven en el casco de la ciudad colocan delante de su respectivo tugurio todas las sillas que poseen, a fin de que las ocupen los amos de sus hijas, convidados previamente a aquella fiesta, donde las señoras estiman mucho un buen sitio en que reunir tertulia al aire libre, lucir sus atavíos, ver la rifa y el baile, y hasta arrostrar las más encopetadas el deseado compromiso de bailar un poco, cual si fuesen humildes mozuelas de la clase baja.

Porque es de advertir (y ros urge decirlo bajo promesa de no añadir ni quitar nada a la estricta verdad de cosas que todavía suceden en aquella y otras comarcas de la península española) que, en tales bailes, celebrados enfrente de un altar portátil, donde se ve la efigie del festejado Santo, Virgen o Señor, tiene el público facultad amplísima de pedir y rifar, por medio de puja o subasta, así el que Fulana baile o no baile con Mengano, como el que éste no abrace, o abrace de nuevo, a aquella con quien acaba de bailar…, dado que lo que allí se baila y se ha bailado siempre es el fandango puro y neto, danza que termina de obligación, como ya sabréis, con un inexcusable abrazo de cada pareja… Los que no quieren que se realice lo que otro desea y paga, tienen que dar mayor cantidad de dinero al necesitado Santo, y de esta suerte, que bien merece tal nombre, se reúnen crecidos fondos para el culto de la venerada imagen… ¡Veinticinco ducados le costó una vez a cierto corregidor el que su esposa no bailase con el pregonero!

La mencionada tarde habían comenzado ya la rifa y la danza, con tanta más animación y júbilo, cuanto que la Dolorosa asistía por primera vez a la fiesta y ocupaba asiento preferente delante de la cueva en que el mayordomo de la Hermandad y el cura de la parroquia (don Trinidad Muley) habían plantado los reales de la presidencia, o sea el altar del Niño de la Bola. También contribuiría acaso al general contento la circunstancia de no haberse presentado tampoco en esta función el temido personaje humano del mismo sobrenombre, a cuya ausencia iban acostumbrándose ya todos, no sin cierta recóndita satisfacción de algunos, pues así les era más fácil mirar a sus anchas, y hasta dirigir alguna flor, a la hermosa hija del millonario, o conversar con éste acerca de cosas íntimas y desgraciadamente reales de un pícaro mundo donde la falta de dinero obliga muchas veces a los hombres a esconderse de sí mismos, aunque sólo sea durante pocas horas, para tener luego que andar toda la vida cuestionando con su propia conciencia, como con una implacable esposa a quien se ha hecho alguna mala pasada… Ello es que don Elías Pérez encontrábase allí tan regocijado como todo el mundo, muy atendido y bien tratado por los circunstantes, cruzando algunas palabras con ellos y hasta riéndose contra su costumbre, cual si al pobre viejo le alegrase el alma aquel tardío rayo de popularidad refleja que doraba el ocaso de su vida en el invierno precursor de su muerte. ¡Cuánto, cuánto le debía a la hija de su corazón! Y con qué embeleso se volvía hacia ella y la contemplaba, diciéndole al oído a cada instante: «¿Qué miras? ¿Te gusta aquel aderezo? ¿Te agrada aquel vestido? ¿Quieres que te compre otro igual?…»

Pronto se nubló en la frente del anciano aquella vaga luz de gloria, para no volver a brillar nunca.

– ¡Manuel Venegas viene! ¡Ya está ahí el Niño de la Bola!… -oyóse murmurar entre la muchedumbre.

Y un lúgubre presentimiento enlutó algunas almas, mientras que otras experimentaron no sé qué gratuita y poco envidiable complacencia.

Manuel llegaba efectivamente por la parte de la ciudad, sin que fuera posible confundir con otra su gallarda y apuesta figura, y no tardó en penetrar en lo más apiñado del concurso, con aire ni soberbio ni humilde, aparentando no advertir la sensación que producía, y respondiendo con leves movimientos de cabeza o brevísimas frases a las muchas personas que lo saludaban. Así avanzó hasta la mesa que servía de altar al Niño de la Bola, a quien besó los pies, dirigióle luego a don Trinidad Muley y le besó la mano, y en seguida clavó los ojos en el semblante de Soledad, con la inocente y clara osadía que acostumbraba, como quien mira lo que es suyo; como si la joven fuese su esposa, su hermana o su hija.