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Don Elías se había puesto verde; pero no pestañeó siquiera, y siguió hablando con un labrador que hacía minutos le dirigía la palabra sombrero en mano, el cual (dicho sea con perdón) se cubrió apresuradamente al ver llegar a Manuel Venegas.

Soledad, en quien todos tenían clavada la vista, permaneció mucho más impasible que el viejo, pues ni aun el color llegó a alterársele y, a fin de no cruzar su mirada con la del imprudente mancebo ni con las del inconsiderado gentío, fijó los ojos en la imagen del Niño Jesús, no simulando ciertamente una devoción extemporánea, sino estar como distraída…

A cualquier hombre de mundo y conocedor del corazón humano le habrían causado miedo el abismo de negaciones y la feroz voluntad que no podía menos de haber en el fondo de aquella indiferencia o de aquel disimulo que no dejaba asomar ningún indicio de emoción a los celestiales ojos de la niña, cuando la tragedia tendía su cetro de serpientes sobre ella y sobre su padre… Pero Manuel la amaba así; la amaba como quiera que fuese; tenía la intuición, la fe, la evidencia de que aquel alma insondable era suya, y, en cuanto al coro, más artista siempre que verdaderamente sensible, se contentaba con admirar la encantadora actitud, propia de un ángel, de la imperturbable Dolorosa, sin descender a otra clase de estudios.

En tal situación, y cuando el público comenzaba ya a mostrar impaciencia porque no surgía ningún conflicto de que asustarse, Manuel se volvió tranquilamente hacia la comisión que presidía la rifa, y con voz clara y entera, que altero todos los corazones, dijo señalando a Soledad:

– ¡Cien reales por bailar con aquella señora!

La llamada señora fingió no haberle oído; pero don Elías se puso en pie, rojo de furia, y contestó inmediatamente:

– ¡Mil reales por que no baile con él!

Un recio murmullo, semejante a un trueno de tormenta próxima, cundió por todo el anfiteatro, y las gentes que estaban más lejos se acercaron a presenciar aquella aterradora subasta.

Soledad dejó de mirar al Niño Jesús, y, bajando los ojos al suelo, tiró a su padre de la levita, como para que se sentase y no siguiera el altercado.

Manuel había ya respondido:

– ¡Cien duros por bailar con ella!

Y se deslió la faja, de cuya punta sacó un puñado de monedas de oro.

El público lanzó un rugido de aprobación.

El avaro vaciló un momento… Notáronlo todos, y comenzaron a mirarse y a sonreír maliciosamente.

– ¡Ciento diez por que no baile! -exclamó al fin el pobre don Elías.

– ¡Aprieta, Manuel, que yo te ayudo! -exclamaron algunos mozos de medio pelo.

– ¡Aprieta, hijo, y cuenta con mi paga de este mes! -añadió un capitán retirado, cubierto de canas-. ¡Yo me batí en Talavera al lado de tu padre!

Manuel sonrió tranquilamente, y repuso, sacando otro puñado de oro:

– ¡Quinientos duros por que baile conmigo!

– ¡Bien! ¡Bien! -gritó casi todo el concurso.

Y hasta se oyeron palmadas y vivas al Niño de la Bola…

Soledad, que había conseguido sentar a su padre a fuerza de tirones (tanto más eficaces cuanto más altas eran las pujas de Manuel), se puso en pie al oír la última proposición, y comenzó a anudarse a la espalda las puntas de la cruzada mantilla, como determinándose a bailar.

El riojano quiso contenerla…, pero mil voces se alzaron a un tiempo mismo, diciéndole en variedad de tonos:

– ¡Eso se impide con dinero!

– ¡La cofradía no puede perjudicarse!

– ¡El Niño Jesús no debe perder los diez mil reales que se le han ofrecido!

– ¡O usted puja, o la Dolorosa baila con Manuel Venegas!

– ¡Saque usted sus millones, don Elías! ¿Para cuándo los guarda usted?

– ¡Aquí de los rumbosos, señor Caifás!

El usurero tenía sudores de muerte; pero al cabo de espantosa batalla, pudo más el odio que la avaricia, y, levantándose indignado, exclamó con rabioso acento:

– ¡Basta ya de bromas! ¡Acabemos de una vez! ¡Dos mil duros por que no baile mi hija! Soledad, vámonos a casa… Señor mayordomo, puede usted venir a cobrar inmediatamente.

Aquella violentísima puja era la puñalada del cobarde, ¡segura, mortal, sin salvación posible! ¡Manuel no tenía tanto dinero ahorrado!

Conociólo el huérfano y se quedó como estúpido…

– ¡Déjalo, hombre!… ¡Déjalo!…, ¡que en el infierno las pagará todas juntas!

– Manuel, no insistas, que el viejo quiere pillarte una proposición que no puedas pagar…

– Vete, Manuel, que la muchacha quería bailar contigo, y lo demás no debe importarte tanto…

Tales cosas comenzaron a decir al corrido mancebo los mismos que se habían declarado sus fiadores…

Sólo el capitán retirado exclamó todavía, temblando de cólera:

– ¡Dispón de mi paga de dos meses! ¡Comeré demonios vivos!

Manuel no oía ninguna de estas cosas, y la gente comenzó a creerle anonadado, vencido, digno de lástima…

Pero don Trinidad Muley, que conocía mejor que nadie a su pupilo, y que lo veía inmóvil, mudo, con los labios blancos, siguiendo los movimientos de don Elías como si acechase la oportunidad de saltar sobre él y despedazarlo, corrió al lado del joven, y le dijo con grande imperio.

– Manuel…, ¡vete a casa! ¡Yo te lo mando!

El hijo del héroe bramó de angustia, como brama la fiera al sentir el hierro candente del domador, y dijo con bárbara humildad.

– ¿Sin matar a ese hombre?

– Manuel, ¡vete! -replicó el cura de Santa María.

– ¡Me ha vencido con el dinero que robó a mi padre! -añadió Manuel, enfureciéndose de nuevo según que hablaba-. ¡Me ha negado a mí, al descendiente de los Venegas, al hijo del que murió por salvarle sus mal ganados millones, el que baile con su inocente hija, el que le dé un abrazo de paz entre nuestras dos razas! ¡Ah, ladrón!… ¡Asesino!… ¡Verdugo!… ¡Me la pagarás con tu sangre!

– ¡Oye, oye! -decía entre tanto el usurero a su hija, que estaba abrazada a él, colgada de su cuello, y como sirviéndole de escudo-. ¡Oye cómo me insulta y me amenaza el que ronda tu dote! ¡Oye cómo te conquista ese tramposo, en lugar de pagarme el millón que me debe!

Manuel, a quien difícilmente sujetaba don Trinidad Muley (habiendo tenido para ello que llamar en su auxilio al Niño Jesús, cuya efigie le mostraba con fervorosos ademanes y discursos), percibió las últimas palabras de don Elías, y, lejos de enfurecerse más, serenóse de pronto, con aquella rapidez de transición que le caracterizó siempre, y quedó inmóvil, suspenso, frío, como una estatua de mármol.

– ¿Yo?… ¿Yo?… ¿Yo le debo a usted un millón? -acertó a decir, finalmente, con el acento de la más noble ingenuidad.

– ¿Acaso lo ignoras? -repuso don Elías valientemente, como quien llega a su terreno-. ¿No me debía tres tu padre? ¿No le cobré dos? Pues ¡el que debe tres y paga dos, resta uno!… ¡Y tú, buen mozo; tú, que eres hijo y no has renunciado su herencia, me lo debes, como yo le debo el alma a Dios! De modo, señores… -continuó, dirigiéndose a la Hermandad-, que roda la rifa anterior es nula y debe invalidarse por completo, dado que el dinero que ofrecía ese joven era mío, como lo será todo el que adquiera en este mundo hasta que me pague el millón que me debe…

– ¡Qué hombre! ¡Qué infamias dice! ¡Y lo peor es que tiene razón! ¿No hay quien lo mate? -comenzó a murmurar la gente más temible.

– ¡Nadie lo toque! -gritó Manuel severamente-. Las cosas acaban de cambiar de aspecto, y ahora me corresponde a mí defender su vida… Yo ignoraba que era su deudor; pero, averiguado que lo soy, pues el semblante de ustedes me lo está diciendo con harta claridad, no quiero que nadie imagine que deseo la muerte de ese monstruo a fin de no pagarle… ¡Le pagaré!… ¡Ninguno se asombre de lo que digo!… ¡Le pagaré!… Tengo absoluta seguridad de que no me engaño… ¡Yo sé de lo que soy capaz! Vive, pues, tranquilo, zorro viejo y astuto, que si don Rodrigo Venegas murió entre las llamas para que no se dijese que había tratado de estafarte, su hijo hará algo más terrible y doloroso, que es no volver a ver a tu hechicera hija hasta haber ganado el millón que me reclamas. Me voy del pueblo, señores… -añadió con voz solemne, dirigiéndose al público-. Me voy de España… Pero ¡volveré! ¡Volveré con oro bastante para pagar mi deuda y ahogar después en onzas a mi deudor! ¡Volveré, sí, y vendré a este mismo sitio, tal día como hoy!…, ¡lo juro por el alma de mi padre!, a pujar la gloria de estrechar en mis brazos a ese ángel que el vil judío ha robado al cielo, a esa desgraciada que se llama su hija! ¡Ay del que la mire entre tanto! ¡Ay del que la pretenda! ¡Soledad es mía, y yo vendré a recobrarla y a matar al temerario que haya intentado siquiera atravesarse entre los dos! ¡En cuanto a ti, alma de mi alma, sé que sabrás esperarme!… ¡Adiós, Soledad de mi vida! ¡Adiós, señor cura! ¡Adiós, Niño mío!… ¡No os olvidéis de Manuel Venegas!…