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Abrigábamos esperanzas de resolver el caso pronto, en efecto, pero teníamos al menos dos motivos para no contarles muchos pormenores: por un lado, a nadie con los nervios y los sentimientos a flor de piel se le deben crear ilusiones que luego puedan verse defraudadas; y por otro, en cualquier investigación más vale andarse con cuidado para no darle al malo la posibilidad de saber hasta dónde y cuánto sabe uno. No es que pensáramos, que no lo hicimos en ningún momento, que los padres de Camino tuvieran que ver con el crimen. Pero aquél era un pueblo muy pequeño, y cualquier cosa que les dijéramos podría llegar en seguida hasta el último rincón, o lo que es lo mismo, hasta el rincón donde estuviera agazapado el hombre a quien buscábamos.

Ya que mi compañera había asumido un trago desagradable, me pareció que yo debía asumir el otro. Tomé pues la palabra y les planteé la cuestión que, pese a todo, no debía omitir:

– Me hago cargo de que éste no es el momento más adecuado, y entiendo que tal vez no puedan decirme nada. Pero me gustaría que pensaran si se les ocurre quién puede haberlo hecho.

– ¿Cómo dice usted? -preguntó el padre, desconcertado.

– Digo que traten de pensar. Tal vez haya alguien en particular que les parezca sospechoso. Por ejemplo, alguien que hubiera molestado antes a su hija, o a otra chica.

– Y cómo vamos a saber nosotros quién lo hizo -se revolvió-. Eso tendrán que averiguarlo ustedes, que para eso son los policías, o los guardias, o lo que carallo sean. ¿No le parece a usted?

– Desde luego -traté de apaciguarle-. Y puede estar seguro de que haremos todo lo que sea necesario para dar con el culpable y hacerle pagar por esto. Pero cualquier idea que puedan darnos, cualquier detalle que les venga a la memoria, puede ser el hilo que nos lleve hasta el objetivo que perseguimos.

– Hay que joderse -bufó-. O sea, que no saben ni por dónde tirar. Así les marcha a los hijos de puta en este país. A saber cuántas habrá hecho ya éste. Irá por ahí, tan campante, y en cuanto se tropieza con alguna… Y mientras, aquí están ustedes, preguntando tonterías a la familia. No, si ya se ve que no se dan cuenta de dónde tienen la mierda hasta que la están pisando. Me c…

La voz se le quebró. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Chamorro y yo asistimos en silencio a su dolor. No es común que los familiares reaccionen con hostilidad hacia los policías, por lo menos no al principio (otra cosa es cuando van pasando las semanas sin que el caso se resuelva). Pero alguien que está bajo los efectos de la desesperación puede salir por cualquier sitio, y hay que estar preparado para bregar con lo que se presente.

– Yo sí tengo algo que contarle, sargento -intervino entonces la mujer. Su voz era pasmosamente serena y firme.

No sólo nos sorprendió a Chamorro y a mí. También su marido la miró con asombro. O quizá con algo más.

– Él no se lo dirá, porque es un cagado y porque es su familia. Pero yo sí sospecho de alguien.

El hombre, ahora supe lo que era, miraba a su esposa con terror. Y el terror lo había paralizado, pero de algún sitio sacó fuerzas para reaccionar. La conminó, de malos modos:

– Cállate y no vengas ahora con tus idioteces, que no tienes conocimiento. ¿No te das cuenta con quién estás…?

Me volví hacia él. Enfrenté sus ojos. Los bajó.

– No le haga usted caso, sargento -me pidió, pero mucho menos aguerrido que antes-. No está bien de la cabeza.

Continué observándole durante unos segundos. No añadió nada más. Busqué de nuevo los ojos de la madre. Ella no rehuyó los míos. Podía ser porque iba a decir verdad, o porque estaba loca, como sugería su marido. O quizá por ambas cosas. A menudo, hace falta estar loco para atreverse a afrontar la verdad.

– Dígame usted, señora -la invité-. Sin miedo, aunque le parezca que puede equivocarse. No se preocupe por eso. Para averiguarlo y para comprobarlo ya estamos nosotros.

– No tengo miedo a equivocarme -repuso-. Algo me lo dice aquí dentro. Ha sido uno de ellos. No sé cuál, pero uno de ellos. Todos son iguales. Todos la miraban como no se debe mirar a una sobrina. Y todos son unas malas bestias, capaces de hacer eso y más. No vaya a pensar que él es mejor, pero no creo que tuviera la sangre tan podrida como para hacerle eso a su propia hija.

– Me cago en la hos… -saltó el padre-. En qué maldita hora me crucé contigo, tú sí que tienes la sangre envenenada, so…

Había que impedir que la situación se desmandara.

– Señor, comprendo cómo se siente, pero si no es capaz de contenerse le haré salir para poder hablar a solas con su esposa.

Mi advertencia logró aplacarle. La mujer, impasible, agregó:

– Pregúnteles a ellos, a los hermanos de éste. A los tres. Pregúnteles qué pasó con mi Camino. A ver cómo le responden.

2. Pararse y templar.

Antes de dejar marchar al matrimonio, hice un discreto aparte con la madre de Camino Gutiérrez. Me pareció que era oportuno, cuando menos, preguntarle si no le preocupaba cómo podía reaccionar su marido tras haber dirigido ella nuestras sospechas hacia sus hermanos. La mujer sacudió la cabeza y respondió:

– No tiene huevos. Ya intentó ponerme una vez la mano encima y lo paré en seco. A éstos no hay que perderles nunca la cara.

La observé con una irreprimible curiosidad. Tenía buena envergadura, y unos brazos fuertes curtidos por el trabajo en el campo y con los animales. Pero su marido debía de sacarle veinte centímetros de estatura y cuarenta kilos de peso, por lo menos. Me preguntaba cómo habría sido capaz de disuadirle.

– Me pegará unas voces -explicó-, pero eso no me importa, ya no las oigo. A más no se atreve. Sabe que si me toca tendrá que acabar la faena. Porque si me deja viva, entonces lo mato yo.

Según parecía, aquella investigación nos iba a poner en relación con un paisanaje nada banal. Tengo la teoría de que el interés que puede despertar una persona depende mucho de la profundidad con que se cala en ella, porque mirados bien a fondo todos somos más o menos anormales y más o menos vulgares. Pero siendo ésa mi creencia, no la llevo al extremo de ignorar que hay a quienes la personalidad les aflora más que a otros. Por mi trabajo tengo que tratar con mucha gente, y es inevitable desarrollar la costumbre de comparar y destacar a algunos sobre el resto. Aquella mujer era de las que llamaban la atención; tanto, como escaso resultaba a primera vista su marido. Confié en que ella hubiera medido bien las fuerzas de ambos, pero por si acaso no dejé de anotarle mi número de teléfono móvil, con una recomendación:

– Si en algún momento teme algo, llámeme.

Los vi marchar, poco después, con ese raro paso unísono que en medio de la más absoluta gelidez afectiva son capaces de mantener las parejas que llevan el suficiente tiempo juntas. Los dos subieron al coche y sin que hubieran abierto la boca el hombre maniobró y enfiló la calle principal hacia la salida del pueblo.

Era un buen momento para recapitular. Llamé a Chamorro, que intercambiaba impresiones con dos de los guardias del puesto, y le propuse dar un paseo mientras ordenábamos las ideas.

– ¿Un paseo? -titubeó mi compañera.

– Sí. Así nos despejamos y exploramos un poco el lugar.

– ¿No deberíamos, más bien…?

Conocía lo bastante a Chamorro, y ella me conocía lo bastante a mí, como para que no necesitara terminar la frase. Era una trabajadora diligente, a la que le costaba demorar una tarea si tenía claro que debía hacerla. Y era evidente que había unas cuantas tareas que debíamos acometer en un futuro inmediato. Pero yo, por el contrario, creo que a veces hay que pararse y templar. No estoy seguro de que en el curso de una investigación la línea recta sea siempre el camino más corto entre dos puntos. Y tenía otra razón, puramente táctica, que no me privé de compartir con ella: