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– A mí todos los indios estos me parecen iguales -fue su escasamente alentadora respuesta.

– Inténtalo, si no te incomoda mucho -le pedí.

Cruzó una mirada, más bien furibunda, con su subordinada, que asistía muda a nuestra conversación. Me arrepentí de haberle apretado de esa forma, no fuera luego a pagarlo con ella.

Por fortuna, los dioses parecían continuar de nuestro lado. Los tres niños venezolanos vivían en una zona apartada del centro del pueblo. Si era donde a Churruca le parecía, y debía serlo, por allí había un par de almacenes de chatarra.

– ¿Puedes dejarme a un par de hombres? -le pedí-. No sé muy bien con lo que podemos encontrarnos.

– Claro -dijo, de mala gana; y dirigiéndose a la guardia, le ordenó-: Cuervo, ve tú, con Mendoza.

– A sus órdenes, mi sargento -gritó Cuervo, con un taconazo.

Cuando estuvimos en la calle, lejos de su jefe, intenté establecer alguna confianza con ella. O por lo menos aflojar la tensión.

– ¿Es siempre así?

Cuervo dudó. Debía de estar bien escaldada.

– ¿Puedo ser sincera, mi sargento?

– Por favor.

– Es una lástima -dijo-. Éste podría ser un sitio de puta madre. Gente normal, tranquila, a sus cosas. Incluso los indios, como él los llama. Pero éste ve fantasmas por todas partes.

– Debo advertiros que esta vez es posible que los haya.

Cuervo se encajó la teresiana a inspiró hondo.

– Bueno, para eso estamos, ¿no?

Una chica arrojada, no cabía duda. Para aquel tipo era un lujo disponer de ella. Lástima que no supiera aprovecharla.

Las dos casas estaban juntas. Ya tenían años, y a su alrededor había proliferado un sinfín de chamizos auxiliares. Había coches viejos y nuevos, restos de electrodomésticos, y en la valla de una de ellas, un letrero pintado a mano: "Se compra ierro, cobre, cinz".

Llamamos al timbre de una de las casas. Al cabo de medio minuto, largo, se abrió la puerta. Era una mujer.

– ¿Está su marido? -grité.

– Momento, por favor.

Desapareció y cerró la puerta. Transcurrieron otros quince o veinte segundos. La puerta volvió a abrirse y apareció un hombre en el umbral. Consulté con Chamorro, en voz baja.

– ¿Tú qué dices?

– Segura, al cien por cien -murmuró, casi sin mover los labios.

– Cuervo, preparados -ordené.

El hombre vino despacio hasta la puerta. Sonriendo.

– ¿Qué se les ofrece, compadres?

No le di tiempo a reaccionar. En cuanto lo tuve a mano, le enganché la muñeca con las esposas y lo amarré a la valla.

– No digas ni una palabra -le advertí; y lo tomó en serio, porque es lo que conviene cuando tienes cuatro pistolas apuntándote-. ¿Están por aquí tus compañeros de negocio?

– Sólo uno, en la casa de al lado -musitó. Había palidecido.

En las películas a los asesinos los cazan siempre a tiro limpio, en operaciones espectaculares. Aquélla no lo fue en absoluto. Pillamos al otro cagando, literalmente. En el registro que luego autorizó el juez, intervinimos dos millones de pesetas, dos pistolas, ningún 38. Debían de haberse deshecho de él, vendiéndolo en el mercado de armas calientes.

Esa misma tarde, la gente de Churruca enganchó al tercero. Así es como rueda la bola, cuando la suerte no se pone de uñas.

7. Un asunto rutinario

Los interrogatorios unas veces son fáciles y otras veces no tanto. El de nuestros tres venezolanos pasó por todas las modalidades. Al principio se mostraron duros, en plan gente bragada, sin dejar de recurrir al victimismo, que también sirve. El que parecía más listo se quejaba:

– Esto es una injusticia, no se puede detener a la gente por ser de otro país, cuando uno trabaja honradamente. Ustedes los españoles son unos racistas, aunque siempre anden presumiendo de lo contrario.

– Oh, no, señor Manrique -me opuse-. Se está equivocando usted. Mi compañera tiene apadrinados a un niño peruano y a otro de Burundi y yo estoy a punto de apadrinar a uno de Kenia. Incluso pienso enviarle postales.

Se quedó descolocado. Es lo que uno debe intentar, todo el tiempo. Por eso, después de hacerle repetir por tercera vez que no conocía ni tenía puta idea de quién era Marcos Larrea, le pedí a Chamorro:

– Trae el vídeo, anda.

Le pusimos las imágenes. Las de él entrando con los otros dos en la pizzería de Getafe. Las de Marcos Larrea entrando poco después. Las de los cuatro saliendo juntos. Lo encajó en silencio, impasible.

– ¿Usted y sus amigos suelen ligar en las pizzerías con hombres a los que no conocen? -le pregunté, suavemente.

– A mí no me llama maricón ni usted ni nadie -saltó.

Bien, bien. Se estaba calentando. A partir de ahí, vendría la luz.

– No digo que no le gusten también las mujeres. Uno puede hacer a todo, y no por eso ser menos hombre.

– Usted se tragará esa mierda que acaba de decir, cuando ponga el culo. Yo sólo follo con mujeres.

Meneé la cabeza.

– No hable así, por favor. Mi compañera fue a un colegio de monjas y es muy sensible. Además, a partir de ahora lo de follar se le va a poner chungo, como no cambie de apetencias. Una vez al mes, si le toca una prisión enrollada y se porta bien. Y si su mujer no le deja, claro.

Aquí, Manrique optó por callarse.

– Vamos, señor Manrique -le apreté-, no sea chiquillo.

– No sé de qué mierda me están hablando ni pienso confesar nada. No tienen ninguna prueba. No veo en ese vídeo a nadie matando a nadie.

El mismo disco, más o menos, fue el que pusieron los otros tres, por mucho que les apretamos. Nos reunimos a deliberar.

– En una de las casas, cuando hacíamos el registro, había una mujer mayor -recordé-. Si no me equivoco era la madre de Manrique.

– ¿Y? -dudó Chamorro.

– Es un macho. ¿Qué tal si le damos en el orgullo?

No fue muy difícil arreglar que Manrique estuviera en el lugar oportuno, hora y media después, para ver pasar esposada a su anciana madre. La tratamos con toda consideración, pero una madre esposada es siempre una madre esposada, y a un hijo la imagen le hace efecto.

– ¿Qué coño estáis haciendo, hijos de puta? -gritó Manrique.

Diez minutos después, estábamos de nuevo con él en el cuarto de interrogatorios. No es un cuarto acogedor. Tiene la mugre y el olor de la mucha mala gente que ha pasado por allí, porque no podemos pintarlo con la frecuencia que querríamos. A Manrique, agotada la furia inicial, parecían habérsele conectado de nuevo los circuitos del cerebro. Dejé que fuera Chamorro quien acabara de traerlo al cajón.

– La verdad, señor Manrique -le dijo-, no veo cómo puede soportar la vergüenza de ver a su pobre madre aquí, por culpa de su chulería. Me parece que es usted de los que son muy hombres para largar y pegarle a una mujer, por ejemplo, pero no para dejarse volar los huevos cuando meten la pata y les pillan. Eso es ser hombre, en mi opinión. Pero usted no, a usted ni siquiera le importa que su madre pague los platos rotos.

Debo decir que oír a Chamorro emplear aquel lenguaje, al que en su conversación habitual no recurría, me impresionó incluso a mí.

– Lo que estáis haciendo es ilegal. Os denunciaré -lloriqueó el tipo.

– Denuncia, hombre -le invitó Chamorro-. ¿Qué quieres que hagamos? Registramos una casa, encontramos dos armas, ninguno de los habitantes tiene permiso. En un principio pensamos que los pistoleros sois vosotros, ya sé que es un prejuicio, pero bueno, la inercia. Y ahora resulta que nunca habéis roto un plato. Y entonces tenemos que preguntarnos: ¿Oye, no será que la pistolera es la vieja? Piénsalo, es lo lógico.

– Está bien, zorra, cállate ya -se derrumbó, al fin-. Me rindo. Pero quiero que la soltéis, en seguida.

– Eso depende de tu actuación, cariño. Y por cierto, si vuelves a faltarme al respeto te juro que mamá se pasa detenida setenta y una horas y cincuenta y nueve minutos. ¿Lo vas entendiendo?