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Al llegar a la unidad me tropecé con sus dos miembros más madrugadores. El taciturno alférez Gracia, que exploraba con ahínco un listado de llamadas de teléfono móvil, y mi usual compañera de fatigas, la cabo Chamorro, que estaba colocando en un expediente el resultado por ahora fallido de unos perfiles genéticos. Los habíamos pedido en relación con uno de esos muertos que suelen darnos, una muchacha que había aparecido descuartizada tres años atrás en una cuneta de una población turística de Alicante. Algún día, sostenía desafiante Chamorro, a todos los hombres nos obligarían a depositar nuestro perfil genético en un ordenador, para poder cruzarlo al instante con cualquier resto de semen encontrado en cualquier víctima o lugar de un crimen. Pero mientras la sociedad no adoptara tan juiciosa y útil providencia, nos veíamos forzados a buscar a tientas, a localizar a algún tipo que pudiera ser el propietario de la basurilla seminal y a conseguir que se le sacara el material biológico pertinente con mandato de un juez, si no acertábamos a hacerlo con astucia. Luego tocaba pedir al laboratorio que hiciera el cruce con la muestra original, procedimiento lento y costoso que la mayor parte de las veces, como había sucedido con aquellos análisis, resultaba negativo. Pero en fin, ése era nuestro negocio, y nuestra obligación, no desanimarnos aunque no se vislumbrara ninguna perspectiva.

– A tus órdenes, mi alférez -le dije a Gracia, que me respondió con un murmullo inaudible, quizá el mismo bisbiseo con que iba señalando ciertos números en el listado; y mirando a Chamorro, le anuncié, al tiempo que le tendía el periódico-: Página 19, nuevas razones para el exterminio de todos los individuos con cromosoma XY, salvo unos pocos seleccionados genéticamente y recluidos en granjas para usarlos sólo como material reproductor.

Chamorro me buscó recelosa los ojos. Su cerebro, aunque ya bien despierto, procesaba aún mi rebuscado comentario. Y lo hizo bien, como de costumbre. Sin alterar el gesto, declaró:

– Nunca he propuesto que se haga eso. Bastaría con amputaros los brazos a todos al nacer. Y a algunos, otra cosa.

– Cada día estás más intuitiva, Virginia -observé-. Léelo, porque la cosa va de amputaciones, precisamente.

Chamorro dejó lo que estaba haciendo y, muy ceremoniosamente, cogió el periódico, buscó la página que le había indicado y leyó en silencio la noticia. Conocía su velocidad de lectura, por lo que deduje que se había quedado mirando la fotografía de la víctima un rato después de haber concluido con el texto.

– Sandra Navarro -dijo-. Treinta y cuatro años. Hace sólo quince, creería en que viniera un chico bueno, fuerte y guapo a hacerla feliz. ¿En qué punto del camino se encontró con esto y se dio cuenta de que ese personaje no era de su cuento sino de otro?

– Chamorro, no seas melodramática. Ni la vida de Sandra ni la tuya ni la mía son un cuento. La vida es mugre, cosas a medias y gente que no sabe estar a la altura. Lo malo es cuando a alguien se le va la olla y decide rebasar el nivel de mugre habitual.

– Aquí lo dice -siguió Chamorro, como si no me hubiera oído-. Mira, llevaban seis años casados. ¿No se supone que es a los siete cuando se os pelan los cables y os volvéis bobos?

Me quedé un instante meditando. Chamorro conocía mi historia particular. No en detalle, porque de ciertos asuntos no hablo más de lo que me parece que es imprescindible hacerlo, pero sí lo suficiente como para que su pregunta pudiera tener segundas o terceras lecturas. Sin embargo, hace muchos años que adopté como regla creer en principio en la buena fe de la gente, aun estando siempre preparado para descubrir que cualquier ser humano que me cruzo pueda carecer, eventual o permanentemente, de ese atributo. Y de mi compañera me constaba la bondad por muchos casos y razones que no es el momento de recordar.

– No sé, Virginia, yo siempre he sido bobo y mi matrimonio duró ocho años. Supongo que soy una de esas rebabas de la estadística que sirven para compensar otras rebabas para que al final salga el promedio. Así que sólo puedo hablar de oídas. En todo caso, si éste fuera un asunto que por la razón que fuera nos cayese en suerte, que ya me imagino que no, porque el tipo habrá confesado y para eso no necesitan a dos comemierdas como nosotros, no diría yo que tu actitud es la que se espera de una buena profesional. Estás reduciéndolo todo a una caricatura. Deberías tenerle a esa muerta el respeto de contemplar la posibilidad de que su vida haya acabado prematuramente por razones complejas.

A Chamorro se le endureció un poco el semblante. Pero quizá no era contra mí, sino contra sí misma. Por haberme puesto en disposición de afearle algo que sabía que a mí podía complacerme afearle y que a ella, en cambio, le reventaba que le imputaran. Con todo y estas reyertas dialécticas matinales, Chamorro y yo, al cabo de los años de patear caminos y calles, dormir poco y tratar con homicidas, nos habíamos cogido cariño. Aquello era una especie de gimnasia, como la de esa gente que justo después de despegarse del lecho, incomprensiblemente, se pone a hacer flexiones.

– En todo caso -rompí aquel tenso silencio-, tampoco tiene mucho sentido que le demos vueltas, porque ésa nunca va a ser nuestra muerta, ya te digo. Aunque los colegas de Toledo tengan a más de la mitad de la unidad de vacaciones, que la tendrán, esta noche le están poniendo al cafre entre las manos al juez. Orden de prisión incondicional y a esperar al jurado dentro de un añito. Una valerosa abogada de oficio se fajará ante el tribunal, y la chica saldrá en la tele local unos días, para orgullo de su mami, porque sea cual sea la razón, a una madre siempre la enorgullece que su hija salga en la tele, pero no conseguirá nada más que un veredicto unánimemente condenatorio, y a otra cosa mariposa.

– ¿Por qué abogada? -preguntó Chamorro, con cierto mosqueo.

– Ahora todo son abogadas. O juezas, o fiscalas. Para trabajar con leyes hay que saber leer textos largos, y la mayoría de los varones de las nuevas generaciones ya sólo sabe leer cosas cortas, como el nombre de Raúl en la parte posterior de la camiseta.

Siempre he sido un pésimo augur. Justo entonces entró el capitán y, sin pararse a darnos los buenos días, dijo:

– Vila, Chamorro. Venid a mi despacho. Os vais a Toledo.

2. Carpintero, no leñador.

Con el comandante Pereira de vacaciones, el capitán Rosell hacía de jefe de grupo y repartidor de juego. A él le había llegado la llamada del coronel muy de mañana, y ahora, según la prerrogativa de su rango, le estaba pasando a la tropa, o sea, nosotros, la patata ardiente y pringosa que había que comerse. No es que Rosell fuera, por cierto, el típico señorito. Más de una vez lo había tenido a mi lado en el coche, hincándose una madrugada de mierda frente a la casa de un sospechoso, y por eso me sabía cosas como que le gustaba King Crimson, que de chaval era un as cascando peonzas y que había perdido la virginidad a los quince años con una primita de moral endeble, tres años mayor que él y que respondía al desconcertante nombre de Eduvigis. Pero aquel agosto hacia de jefe de la tienda, y era su derecho y su deber seguir allí mientras nosotros cogíamos carretera y manta. Antes de despacharnos, de todas formas, nos instruyó sobre el caso, hasta donde le era posible con la información de que disponía.

– Bueno, pues parece que hay un poco de mal rollito, pese a lo que habréis pensado leyendo los periódicos -explicó-. Fue el maromo el que dio el aviso. Y cuando se presentaron los del puesto, se lo encontraron arrodillado al lado de la difunta. La había tapado con una manta y miraba el bulto con aire ausente. Parecía haber echado alguna lágrima, pero entonces no estaba llorando. Sólo la miraba. Les costó despegarle de allí, y también que empezase a hablar. Y aquí viene el principio del problema. En ningún momento se confesó culpable. Les dijo, y es lo que sostiene después de toda la noche dándole caña, que volvió del trabajo y se la encontró así. Que la tapó y marcó el 062, y que eso es todo lo que sabe. Que no tiene ni idea ni de quién lo hizo, ni cómo.