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Y hablando de higiene, Marcos, el mayor de los tres tíos de Camino Gutiérrez, resultó ser con mucho el más atildado y el más simpático de los tres. También el menos dócil. Al final, tuvimos que ir a verle al pequeño negocio de ultramarinos que regentaba en la plaza del pueblo. Llamó a última hora diciendo que se le había puesto enferma la dependienta y que no podía abandonarlo. Me pareció excesivo amenazarle para hacerle ir a la casa-cuartel por narices, así que nos resignamos y a eso de las seis y veinte nos personamos en su tienda. Estaba solo y nos recibió como si, en vez de los guardias que iban a interrogarle en relación con el asesinato de su sobrina, fuéramos la visita que esperaba para ayudarle a sacudirse el aburrimiento. Tratando de hacerle ver el cariz oficial de la entrevista, le enseñé antes de nada mi identificación:

– Soy el sargento Vila, y ésta es mi compañera, Virginia. Trataremos de robarle el menor tiempo posible.

– No se apure. Estoy a su disposición, sargento -dijo, borrando la sonrisa de su rostro pero sin perder por ello la cordialidad.

Recorrí la tienda de una ojeada.

– ¿El negocio es suyo?

– Sí -respondió-. Sólo da para ir tirando, pero por lo menos me defiendo. No me arrepiento de haberme gastado en ponerlo la indemnización que me dieron cuando cerraron la mina.

– ¿Era usted minero?

– Sí. El peor trabajo que hay. No lo echo de menos. Y eso que me metí ahí porque no me gustaba el trabajo del campo. Ya ve. A veces uno sale de Málaga para meterse en Malagón.

No sé si fue por el clima relajado que la aparente bonhomía de Marcos contribuía a crear, o si me dejé llevar por el cansancio que me producía la repetición. El hecho es que decidí no merodear con él como lo había hecho con sus hermanos:

– Bien, señor Gutiérrez. Supongo que a estas alturas de la tarde ya sabe lo que vamos a preguntarle.

Marcos esbozó una sonrisa triste.

– Alguna idea tengo.

– ¿Y qué tiene que decirnos?

– Que me hago cargo. Vienen ustedes de Madrid, a un pueblo pequeño donde han matado a una cría. No tienen ninguna pista, y la madre de la pobre chica les da una, que además les encaja con la idea que se hacen en la capital de la gente de los pueblos. Todos somos unos animales, y no es de extrañar que nos dé por matarnos dentro de la familia, con motivo o sin motivo.

Le observé con interés. No sólo parecía tener mucho más mundo que sus hermanos, sino también bastante más ingenio. Suele ser laborioso interrogar a alguien así, aunque si el ingenio no va acompañado de aplomo, lleva en seguida a despeñarse. Pero tampoco de aplomo parecía que Marcos anduviera falto.

– Es la primera vez que venimos a este pueblo -admití, tratando de resultar conciliador-. Pero no es la primera vez que tenemos que movernos en un ambiente como éste. De hecho, todos los crímenes que resolvemos tienen que ver de una u otra forma con el medio rural, que es el que a nosotros nos toca. No le digo que no tengamos algún prejuicio, pero le aseguro que ése que menciona no lo tenemos. Procuramos guiarnos por la información que encontramos, y cuando nos falta, buscarla. Por eso estamos aquí. Y eso es lo que queremos de usted. Información.

– Pregunten lo que quieran y yo les responderé lo que sepa.

Saqué el paquete de chicles y me metí uno en la boca. Antes de guardarlo, le tendí uno. Mientras lo hacía, trataba de imaginar cómo me las iba a arreglar para recuperarlo cuando lo hubiera mascado. Pero no me dio tiempo a profundizar mucho en estas cavilaciones. Marcos rechazó mi ofrecimiento.

– No, gracias, no me gustan.

Volví a guardarme los chicles. Me contrariaba un poco el fracaso de mi treta, para qué lo voy a negar, pero ni mucho menos me daba por vencido. Todavía me quedaba mi último recurso.

– Supongo que usted tampoco tiene ninguna idea de quién pudo hacerle eso a su sobrina -recobré el hilo.

– No la tengo, no -respondió Marcos, sosteniéndome la mirada-. Lo único que puedo pensar es que tuvo la desgracia de encontrarse con un mal nacido. De dónde salió él, no lo sé.

Yo sabía que su hipótesis, la misma que sostenían todos, era harto improbable. Una niña de doce años es lo bastante mayor como para no irse con el primer extraño que la invite a acompañarlo, y lo más normal es que oponga resistencia si intentan llevarla por la fuerza, lo que me constaba que no había sucedido. Pero Marcos podía creer de buena fe en aquella conjetura. No tenía los datos de que yo disponía para afirmar su inconsistencia.

– Le digo lo que les he dicho a sus hermanos -advertí-. Si eso es todo lo que me cuentan, y si seguimos como hasta ahora, es decir, sin un solo testigo que viera a su sobrina la tarde en que desapareció, nos dejan desarmados. Nos volveremos a Madrid y empezaremos a mirar fichas de violadores, a comprobar quiénes estaban en libertad condicional o habían salido con permiso de la cárcel, etcétera. Un camino largo, difuso y muy poco esperanzador. Por eso les insisto en que traten de pensar y nos den algo con lo que trabajar. Aunque sea una tontería, eso ya lo comprobaremos nosotros. ¿Es que no hay nadie que se les ocurra que pudiera ir esa tarde a casa de su hermano y sacar a la niña de allí?

– Nadie. O cualquiera, sargento. Aquí nos conocemos todos. No creo que mi sobrina hubiera dejado de abrirle a nadie del pueblo. Pero de verdad que no se me ocurre quién de aquí pudo ser.

Crucé una mirada con Chamorro. La invité a que siguiese ella. Con un candor casi virginal, le preguntó a Marcos:

– ¿Podría decirnos qué hizo usted la tarde del catorce de agosto?

6. Un papel de laboratorio.

La coartada de Marcos Gutiérrez era la que cabía prever. Hasta las seis y algo había estado en la tienda. Luego había venido a buscarle su hermano Samuel para dar una vuelta por el monte. Y a las ocho y media estaba recogido en su casa. No me cabía duda de que se había preocupado de acordar la historia con su hermano. Sobre todo porque era curioso que llegara a su casa justo a la misma hora que Samuel nos había dicho que había llegado a la suya, cuando antes Marcos había tenido que pasarse por la tienda para hacer la caja, según él mismo nos contó. Pero que se hubieran concertado para decirnos lo mismo no quería decir que mintieran. No a los efectos que a nosotros nos importaban.

También Marcos, antes de marcharnos, nos dejó patente el cariño que sentía por la pequeña Camino. No lloró, como sus dos hermanos, pero quiso que supiéramos hasta qué punto mantenía una relación estrecha con su sobrina:

– Muchas tardes venía a la tienda y me ayudaba. Era muy dispuesta y tenía mucha gracia con las clientas. Lo que son los críos. Se sabía todos los precios de memoria. Dios, qué perra vida.

Marcos salió a despedirnos a la puerta de la tienda. Con la luz que había en la calle, pude observar con ventaja sus hombros. Por fortuna, tengo buena vista, y Marcos Gutiérrez tenía el mismo problema que la mayoría de los hombres de su edad.

– Le ha caído algo ahí -dije, mientras hacía como que le limpiaba el hombro-. Ah, no es nada, un poco de polvo.

– Gracias -dijo Marcos, con ese azoramiento que siempre le produce a uno que otro le descubra alguna mácula en su aspecto.

Para entonces, tenía ya bien aferrado entre el índice y el pulgar un cabello de nuestro sospechoso. Siempre le queda a uno esa posibilidad, cuando falla el chicle. Sólo es necesario que el cabello esté entero, hasta la raíz. Como sucede con los cabellos desprendidos o con los que uno pueda arrancar. Esto último es más difícil y violento, pero siempre cabe decirle al tipo que tiene algo en la cabeza y sacárselo así. Puedo atestiguar que es factible.

– Bolsita -le dije a Chamorro, cuando estuvimos aposentados en el interior del coche.

– ¿Lo conseguiste?

– ¿Acaso lo dudabas?

– Algún día alguien se va a dar cuenta y se te va a enfadar.