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Roderer sonrió y bajó la cabeza. En aquel "buenos muchachos", en el gesto con que nos había abarcado a todos, Rago se las había compuesto para dejarlo afuera.

Creo que también debo incluir aquí, aunque me pese, una singular profecía que deslizó Rago en otra de sus clases. Hablaba del sistema nervioso y de las investigaciones sobre la inteligencia humana; se había burlado ya un buen rato de los que se afanan en medir de cien modos distintos el cráneo de Einstein y de los tests del cociente intelectual. Declaró luego que los diversos tipos de inteligencia se podían reducir a dos formas principales: la primera de ellas, dijo, es la inteligencia asimilativa, la inteligencia que actúa como una esponja y absorbe de inmediato todo lo que se le ofrece, que avanza confiada y encuentra naturales, evidentes, las relaciones y analogías que otros antes han establecido, que está orientada de acuerdo con el mundo y se siente en su elemento en cualquier dominio del pensamiento.

– A propósito -dijo entonces-: tenemos aquí mismo un buen ejemplo.

Vi con inquietud que miraba hacia mi banco.

– Sí, sí: usted, jovencito; no se haga el distraído. ¿No es su nombre acaso el que nos aburre desde el cuadro de honor de nuestra querida institución? ¿No es usted el que termina sus exámenes antes que nadie y le da igual que sean de Literatura o de Química, de Astronomía o de Puericultura? Ahora bien, este tipo de inteligencia se diferencia únicamente en aspectos cuantitativos de las facultades normales de cualquier persona, es sólo una acentuación de la inteligencia común: más rapidez, mayor penetración, más habilidad en las operaciones de análisis y de síntesis. Es la inteligencia de los llamados talentosos, o "capaces", que el mundo conoce por miles. No se ofenda -me dijo, encogiéndose de hombros-; es la inteligencia que mejor se aviene con la vida y es de este tipo también, después de todo, la inteligencia de los grandes sabihondos, de los humaniora. Tiene sólo dos peligros: el aburrimiento y la dispersión. La vanidad la incita a poner el pie en todos los campos y la facilidad excesiva, ya se sabe, acaba por aburrir. Pero salvados esos dos obstáculos, será usted sin duda un hombre exitoso, lo que fuera que eso signifique. En cuanto al otro tipo de inteligencia -dijo- es mucho más raro, más difícil de hallar; es una inteligencia que encuentra extrañas y muchas veces hostiles las ligaduras más comunes de la razón, los argumentos más transitados, lo sabido y comprobado. Nada es para ella "natural", nada asimila sin sentir a la vez cierto rechazo: sí, está escrito, se queja, y sin embargo no es así, no es eso. Y este rechazo es a veces tan agudo, tan paralizante, que esta inteligencia corre el riesgo de pasar por abulia, o por estupidez. Dos peligros también la amenazan, mucho más terribles: la locura y el suicidio. Cómo sobrellevar esa protesta dolorosa contra todo, esa sensación de no estar emparentado con el mundo, esa mirada que no registra sino insuficiencia y debilidad en los lazos que todos los demás encuentran necesarios. Algunos lo consiguen, sin embargo, y entonces el mundo asiste a las revelaciones más prodigiosas y el exiliado de todo enseña a los hombres a mirar de nuevo, a mirar a su modo. Son pocos, muy pocos; la humanidad los acoge otra vez en sus brazos y los llama genios. Los demás, los que quedan en el camino… -murmuró para sí- no encuentran lugar bajo el sol.

Cuatro

Desde la llegada de Roderer se había verificado ampliamente en el sector femenino de nuestra división esa curiosa ley humana según la cual el más retraído se convierte en el más solicitado; el que se aparta de todos, en el que todos buscan. Entre las chicas que se habían fijado en él, hubo una que se enamoró de verdad, con esa pasión sin disimulos, algo penosa de ver, con que suelen amar las chicas sin gracia. Su nombre era Daniela, pero desde primer año la llamábamos Maceta Rossi. Tenía, en efecto, las pantorrillas muy gruesas, unas piernas macizas que parecían no pertenecerle, porque el cuerpo, de la cintura hacia arriba, era más bien flaco. La cara volvía a ser redonda y estaba resguardada por una expresión pudorosa, siempre a punto de sobresaltarse con cualquier palabra grosera; tenía con todo alguna belleza, esa belleza blanda que no sirve demasiado y que como un pobre consuelo suaviza las facciones de las chicas gordas. Para su desgracia estaba prohibido en el Colegio que las mujeres llevaran pantalones y las medias tres cuartos remarcaban aun más su defecto.

La devoción que tenía por Roderer era tan atolondrada que solamente a él, que no atendía a nada, le pasó inadvertida. A las demás chicas les causaba gracia y también alguna indignación que Maceta Rossi hubiera, como decían, apuntado tan alto. Fueron las primeras en notar que había empezado a ir pintada al Colegio y que se había puesto a régimen. Debía ser un régimen espartano; en poco tiempo la cara se le afinó notablemente y el cuerpo, que ya era delgado, se redujo todavía más y adquirió un aspecto quebradizo no muy agradable de ver. Pero las piernas se negaban a ceder en nada y se las veía ahora mucho más desproporcionadas, como dos apéndices grotescos. Maceta Rossi, valientemente, siguió adelgazando; las piernas se mantuvieron inconmovibles. Esto era cómico, por supuesto, muy cómico. En ruedas donde se cruzaban las miradas maliciosas las chicas le aseguraban que se estaba poniendo lindísima, aunque su cara al adelgazar se había revelado insulsa y los ojos, agrandados, tenían un brillo enfermizo.

– Ahora sólo faltan las piernas -le decían-: hay que hacer ejercicio. ¡Ejercicio! -y entre todas la convencieron de que lo mejor para reducir pantorrillas era subir y bajar escaleras. A partir de entonces, en todos los recreos, Maceta Rossi subía y bajaba obedientemente la doble escalinata de mármol de la entrada. Iba con la cabeza gacha, el cuerpo encorvado, sin detenerse un instante, contando en voz baja los escalones. Los varones, al pie de la escalera, le marcábamos el paso con un estribillo infame y ella nos miraba al pasar con unos ojos temerosos, algo extraviados, y movía más rápido los labios para no perder la cuenta. Cuando estaba por llegar arriba Cufré soltaba con su diente partido dos largos silbidos de admiración y conseguía que Maceta Rossi se apretara nerviosamente la pollera contra los muslos en un gesto de pudor que nos hacía llorar de risa. Muchas veces pensé después en esta risa y en las frases hechas sobre la adolescencia. La edad de los absolutos, la edad de la contaminación necesaria, la edad en que se llora cuando los demás ríen y se ríe cuando los demás lloran. Parece casi una broma que estas frases benévolas, razonables, adultas, con que se perdonan a coro las viejas atrocidades y se limpian en el tiempo las culpas, lo aludan sin saberlo, en cada palabra. Yo también creo a veces que estábamos espoleados y que otra risa más fuerte se alzaba a nuestra espalda.

Roderer, por supuesto, no reparó en ella más que antes. Durante esa única conversación que tuvimos en el colegio recuerdo que me preguntó cuando la cruzamos en la escalera, como si hubiera allá un misterio irritante, por qué aquella chica subía y bajaba todo el tiempo. Solté una carcajada involuntaria. Porgue está enamorada de vos, se me cruzó decirle. Me encogí de hombros:

– Quiere adelgazar -dije y él asintió sin mirarla más.

El día que Maceta Rossi se desmayó había llovido por la mañana y la escalera estaba cubierta de aserrín. Cayó de a poco, aferrándose al pasamanos, rodó dos escalones y quedó tendida boca abajo. Fueron a buscar al doctor Rago, que acababa de dar clase en la planta alta. Rago nos ordenó que nos apartáramos, se arrodilló, la dio vuelta y le limpió la boca y la frente de aserrín.

– Esta chica hace días que no come -dijo y nos miró de un modo amenazante. Dos celadores la llevaron semidesvanecida a la casa. Sólo tiene que comer, decíamos nosotros, sólo comer un poco y se recupera. Pero al otro día faltó y faltó también toda la semana siguiente. Empezó a circular en voz baja el nombre de la enfermedad: anorexia, anorexia nerviosa. Cuando nos dijeron que la habían llevado al hospital todos nos volvimos a acordar de que se llamaba Daniela y decíamos ahora la pobre Daniela.