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– Su libro lo tengo yo. Y a mí sí han intentado jugármela, anoche y esta mañana.

La Ponte no parecía muy convencido.

– Tú lo has dicho: jugártela… ¿Por qué no te mató Rochefort?

– No lo sé -añadió un gesto de ignorancia; él mismo se había formulado ya esa pregunta-. Tuvo dos veces la ocasión, pero no lo hizo… En cuanto a que Varo Borja siga vivo, tampoco sabría qué decir. No contesta a mis llamadas telefónicas.

– Eso lo convierte en candidato a estar muerto. O en sospechoso.

– Varo Borja es sospechoso por definición, y dispone de medios para haberlo organizado todo -señaló a la chica que seguía leyendo, ajena en apariencia a la conversación-. Seguro que ella podría aclarárnoslo, si quisiera.

– ¿Y no quiere? -No.

– Pues denúnciala. Si asesinan gente, eso tiene un nombre: cómplice.

– ¿Denunciarla?… Estoy metido hasta el cuello en esto, Flavio. Igual que tú.

La chica había interrumpido su lectura, sosteniendo la mirada de ambos, imperturbable, sin abrir la boca más que para sorber un poco de naranjada. Sus ojos iban del uno al otro, reflejándolos sucesivamente. Por fin se detuvieron en Corso.

– ¿De verdad te fías de ella? -inquirió La Ponte. -Depende de para qué. Anoche peleó por mí, y lo hizo muy bien.

El librero compuso una mueca, perplejo, observando a la chica. Sin duda intentaba imaginarla ejerciendo de guardaespaldas. También debía de preguntarse hasta dónde habrían intimado ella y Corso, porque éste lo vio evaluar con mirada experta lo que la trenca dejaba a la vista, mientras se acariciaba la barba. Lo que sí parecía claro era hasta dónde estaba dispuesto a llegar el propio La Ponte si la chica le daba una oportunidad, a pesar de las muchas sospechas que le infundía. Incluso en momentos como aquél, el ex secretario general de la Hermandad de Arponeros de Nantucket era de los que siempre anhelan regresar al útero. A cualquier útero.

– Es demasiado guapa – La Ponte movía la cabeza a modo de conclusión-. Y demasiado joven. Demasiado para ti.

Sonrió Corso al oír aquello.

– Te sorprendería saber lo vieja que parece a veces.

El librero chasqueó la lengua, escéptico.

– Regalos así no caen del cielo.

La chica había asistido al diálogo, silenciosa. Y ahora, por primera vez en el día, la vieron sonreír, como si acabase de oír un chiste divertido.

– Hablas demasiado, Flavio Comotellames -le dijo a La Ponte, que parpadeó con desasosiego. La sonrisa de ella se hizo más aguda, semejante a la de un chico malvado-. De cualquier modo, lo que haya entre Corso y yo no es asunto tuyo.

Era la primera vez que le dirigía la palabra al librero. Tras un breve desconcierto, éste se volvió hacia su amigo, azarado, en inútil busca de apoyo; pero el cazador de libros se limitó a sonreír de nuevo.

– Creo que estoy de más aquí – La Ponte hizo ademán de levantarse, indeciso, sin llegar a consumar el gesto. Siguió así hasta que Corso le dio un golpe en el brazo con el revés de la mano. Un golpe seco y amistoso.

– No seas idiota. Ella está de nuestra parte.

La Ponte se relajó un poco, pero seguía sin mostrarse convencido.

– Pues que lo demuestre. Contándote lo que sabe.

Corso se volvió hacia la chica para mirar su boca entreabierta, el cuello tibio, confortable. Se preguntó si aún olería a calor y a fiebre, abstrayéndose por un momento en el recuerdo. Los dos reflejos verdes, con toda la luz de la mañana, sostenían su mirada como de costumbre, indolentes y tranquilos. Y la sonrisa, cargada un momento atrás de desdén para La Ponte, se tornaba distinta. Era otra vez un aliento apenas perceptible; una palabra silenciosa, solidaria y cómplice.

– Hablábamos de Varo Borja -dijo Corso-. ¿Lo conoces?

Se borró el gesto de los labios; otra vez volvía el soldado cansado, indiferente. Pero antes, por un segundo, el cazador de libros creyó percibir un destello de desdén en su mirada. Corso apoyaba una mano en el mármol de la mesa:

– Podría haber estado utilizándome -añadió-. Y haberte puesto a ti tras mi pista… -de pronto esa posibilidad le parecía absurda. No imaginaba al bibliófilo millonario recurriendo a esa muchacha para tenderle una trampa-… O tal vez sus agentes son Rochefort y Milady.

Ella no respondió, volviendo a enfrascarse en la lectura de Los tres mosqueteros. Pero el nombre de Milady había removido la herida en el orgullo de La Ponte, que apuró el café de su taza mientras levantaba un dedo de la otra mano en el aire.

– Ésa es la parte que menos entiendo -dijo-. La conexión Dumas… ¿Qué tiene que ver mi Vino de Anjou con todo esto?

– El Vino de Anjou no es tuyo sino accidentalmente -Corso se había quitado las gafas y las miraba al trasluz, preguntándose si con tanto ajetreo el cristal roto iba a aguantar-. Ése es el punto más oscuro; pero hay varias coincidencias interesantes: al cardenal Richelieu, el personaje perverso de Los tres mosqueteros, le gustaban los libros de artes ocultas. Los pactos con el diablo proporcionan poder, y Richelieu fue el hombre más poderoso de Francia. Y para redondear el dramatis personae, resulta que, en el texto de Dumas, el cardenal tiene dos agentes fieles que secundan sus órdenes: el conde de Rochefort y Milady de Winter. Ella es rubia, maligna, con su flor de lis grabada por el verdugo. Él es moreno, con una cicatriz en la cara… ¿Te das cuenta? Ambos tienen una marca. Y, puestos a buscar referencias, resulta que los servidores del diablo, según el Apocalipsis, se reconocen por la marca de la Bestia.

La chica bebió otro sorbo de naranjada sin levantar la cabeza del libro, pero La Ponte se estremeció igual que si acabase de oler a chamusquina, con el pensamiento pintado en la cara: una cosa era liarse con una rubia imponente y otra muy distinta un aquelarre entre las ingles. Lo vieron palparse, incómodo.

– Joder. Espero que no sea contagioso.

Corso le dirigió una mirada escasamente compasiva.

– Demasiadas coincidencias, ¿verdad?… Pues hay más -le había echado el aliento a los lentes y limpiaba el cristal intacto con una servilleta de papel-. En Los tres mosqueteros, resulta que Milady ha sido mujer de Athos, el amigo de d'Artagnan. Cuando Athos descubre que su esposa está marcada por el verdugo, decide ejecutar él mismo la sentencia. La ahorca y la deja por muerta, pero ella sobrevive, etc. -se ajustó las gafas sobre la nariz-. Alguien tiene que estar disfrutando mucho con todo esto.

– Comprendo a Athos -dijo La Ponte, fruncido el ceño, sin duda con la cuenta impagada del hotel Crillon en la memoria-. También me gustaría echarle el guante. Ahorcarla. Como ese mosquetero a su mujer.

– O como Liana Taillefer a su marido. Lamento herir tu vanidad, Flavio, pero nunca le interesaste lo más mínimo. Sólo quería recuperar el manuscrito que te vendió el muerto.

– La muy zorra -murmuró La Ponte, rencoroso-. Seguro que se lo cargó ella. Ayudada por el fulano del bigote y el tajo en la cara.

– Lo que sigo sin comprender -proseguía Corso- es la relación entre Los tres mosqueteros y Las Nueve Puertas… Sólo se me ocurre que Alejandro Dumas también se sienta en la cima del mundo. Conoce el éxito y el poder que él desea: la fama, el dinero y las mujeres. Todo le sale redondo en la vida, como si gozara de un privilegio, de un pacto especial. Y cuando fallece, su hijo, el otro Dumas, le dedica un epitafio curioso: «Ha muerto como ha vivido; sin darse cuenta».

La Ponte le dirigió una mirada incrédula:

– ¿Insinúas que Alejandro Dumas había vendido su alma al diablo?

– No insinúo nada. Intento descifrar el folletín que alguien está escribiendo a mi costa… Lo evidente es que todo empieza cuando Enrique Taillefer decide vender el manuscrito Dumas. El misterio arranca de ahí. Su presunto suicidio, mi visita a su viuda, el primer encuentro con Rochefort… Y el encargo de Varo Borja.