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– Aún no sé si todo esto es una monumental tomadura de pelo, o auténtico encaje de bolillos -dijo en voz alta, a modo de conclusión.

La Ponte había encontrado un agujero en la piel sintética del asiento, y lo agrandaba hurgando con el dedo, nervioso.

– Sea lo que sea, da muy mala espina -hablaba en voz baja a pesar del cristal antirrobo que los separaba del conductor del taxi-. Espero que sepas lo que haces.

– Eso es lo malo. Que no estoy seguro de lo que hago.

– ¿Por qué no vamos a la policía?

– ¿Y qué les digo?… ¿Que Milady y Rochefort, agentes del cardenal Richelieu, nos han robado un capítulo de Los tres mosqueteros y un libro para convocar a Lucifer? ¿Que el diablo se ha enamorado de mí, encarnándose en una veinteañera para convertirse en mi guardaespaldas?… Dime qué harías tú si fueses el comisario Maigret y yo viniera con ese argumento.

– Te haría soplar en un alcoholímetro, supongo.

– Pues fíjate.

– ¿Y Varo Borja?

– Ésa es otra -Corso soltó un gemido de agobio-. No quiero ni pensarlo, cuando sepa que perdí el libro.

El taxi se abría paso con dificultad entre el tráfico de la mañana y Corso miraba el reloj, impaciente. Por fin llegaron junto al bar-tabac donde estuvo la noche anterior, para encontrar grupos de gente curioseando en las aceras y señales de prohibido el paso en la esquina. Mientras bajaba del taxi, Corso vio también una furgoneta de la policía y un camión de bomberos. Entonces apretó los dientes, soltando una sonora blasfemia que hizo sobresaltarse a La Ponte. También el número Tres había volado.

La chica se les acercó entre la gente, con su pequeña mochila a la espalda y las manos en los bolsillos de la trenca. Aún se veía un rastro de humo en los tejados.

– El piso ardió a las tres de la madrugada -informó sin mirar a La Ponte, como si éste no existiera-. Los bomberos todavía están dentro.

– ¿Y la baronesa Ungern? -preguntó Corso.

– También dentro -la vio hacer un gesto ambiguo; no exactamente de indiferencia sino resignado, fatalista. Como si aquello hubiera estado previsto en alguna parte-. El cadáver apareció carbonizado en su despacho. El fuego empezó allí. Incendio fortuito, dicen los vecinos; una colilla mal apagada.

– La baronesa no fumaba-dijo Corso.

– Anoche fumó.

El cazador de libros echó un vistazo por encima de las cabezas que se agolpaban ante la valla policial. Apenas pudo ver nada: el extremo superior de una escala de socorro apoyada en el edificio, los destellos intermitentes de una ambulancia en la puerta. Había quepis de guardias y cascos de bomberos, y el aire olía a madera y plástico quemados. Entre los curiosos, un par de turistas norteamericanos se fotografiaba el uno al otro, posando junto al gendarme que vigilaba la barrera. Una sirena se puso en marcha en alguna parte y después se interrumpió bruscamente. Alguien entre los curiosos dijo que estaban sacando el cadáver, pero era imposible ver nada. Tampoco, se dijo Corso, habría mucho que ver.

Encontró los ojos de la chica fijos en él, sin rastro de la noche pasada. Era la de ahora una mirada atenta, práctica; un soldado moviéndose cerca del campo de batalla.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ella.

– Esperaba que tú me lo dijeras.

– No hablo de esto -por primera vez pareció fijarse en La Ponte -. ¿Quién es?

Corso se lo dijo. Después dudó un segundo, preguntándose si el otro captaría el matiz:

– La chica de que te hablé. Se llama Irene Adler.

La Ponte no captaba nada. Se limitó a mirarlos un poco desconcertado, primero a la joven y luego a su amigo, y alargó por fin, a modo de saludo, una mano que ella no vio, o hizo gesto de no ver. Estaba pendiente de Corso.

– No llevas tu bolsa -le dijo.

– No. Rochefort la consiguió por fin. Se fue con Liana Taillefer.

– ¿Quién es Liana Taillefer?

Corso la miró con dureza, pero sólo encontró serenidad en los ojos de la chica.

– ¿No conoces a la desconsolada viuda?

– No.

Sostenía el gesto sin inquietud ni sorpresa, imperturbable. Muy a su pesar, Corso estuvo a punto de creerla.

– Da igual -dijo por fin-. El caso es que se han largado.

– ¿Adónde?

– No tengo la menor idea -descubrió el colmillo en una mueca desesperada, suspicaz-. Creí que tú sabrías algo.

– No sé nada de Rochefort. Ni de esa mujer -lo dijo con indiferencia; dando a entender que en realidad aquél no era asunto suyo. Corso se sintió más confuso. Esperaba alguna emoción por su parte; entre otras cosas, ella misma se había erigido en paladín de sus intereses. O al menos que formulara un reproche, algo del tipo te está bien empleado por pasarte de listo. Pero la joven no hizo reproches. Miraba a su alrededor cual si buscara algún rostro conocido entre la gente, y él fue incapaz de adivinar si meditaba sobre lo ocurrido o tenía la cabeza en otro sitio, lejos del drama.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó sin dirigirse a nadie en particular, realmente desorientado. Agresiones aparte, había visto esfumarse uno tras otro los tres ejemplares de Las Nueve Puertas y el manuscrito Dumas. Llevaba tres cadáveres a rastras, si sumaba el suicidio de Enrique Taillefer, y había gastado una enorme cantidad de dinero que no era suyo, sino de Varo Borja… Varus, Varus: devuélveme mis legiones. Maldita fuera su propia estampa. En ese momento hubiera querido tener treinta y cinco años menos para desahogarse a lágrima viva, sentado en la acera.

– Podríamos -sugirió La Ponte – tomar un café.

Lo dijo frívolo, con una sonrisa del tipo ánimo chicos, no será para tanto, y Corso comprendió que el pobre tipo no se daba cuenta del lío enorme en que todos estaban metidos. Pero, básicamente, la idea no le pareció tan mala. Tal y como estaban las cosas no se le ocurría nada mejor.

– A ver si lo he entendido -a La Ponte le goteó un poco de café con leche por la barba mientras mojaba un trozo de croissant en su taza-. En 1666 Aristide Torchia escondió un ejemplar especial. Una especie de copia de seguridad repartida en tres libros… ¿No es eso? Con diferencias en ocho de sus nueve grabados. Y hay que reunir los originales para que el conjuro funcione… -engulló el trozo de croissant húmedo y se limpió con una servilleta de papel-. ¿Voy bien?

Estaban los tres sentados en una terraza frente a Saint-Germain-des-Prés. La Ponte se desquitaba del desayuno interrumpido en el Crillon, y la chica, que no había abandonado su actitud de mantenerse al margen, bebía una naranjada a través de una pajita mientras escuchaba en silencio. Tenía Los tres mosqueteros abierto sobre la mesa, y a veces pasaba una página, leyendo distraída, antes de levantar la cabeza para escuchar de nuevo. En cuanto a Corso, los acontecimientos le habían hecho un nudo en el estómago; imposible tragar nada.

– Vas bien -le dijo a La Ponte. Se echaba hacia atrás en la silla, las manos en los bolsillos del gabán y mirando sin ver el campanario de la iglesia-. Aunque existe la posibilidad de que la edición completa, la que fue quemada por el Santo Oficio, constara también de tres series de libros con láminas alteradas, de modo que sólo los verdaderos estudiosos del tema, los iniciados, lograsen combinar tres ejemplares correctos… -enarcó las cejas arrugando la frente con pesadumbre-. Eso ya no podremos saberlo nunca.

– ¿Y quién dice que sólo eran tres? A lo mejor imprimió cuatro, o nueve series distintas.

– En tal caso, todo esto no habrá servido para nada. Sólo hay tres libros conocidos.

– Sea como sea, alguien quiere reconstruir el libro original. Y se apodera de las láminas auténticas… – La Ponte hablaba con la boca llena; seguía engullendo el desayuno con apetito-. Pero el valor bibliófilo le trae sin cuidado. Cuando tiene los grabados correctos destruye lo demás. Y asesina a sus propietarios. Victor Fargas, en Sintra. La baronesa Ungern aquí, en París. Y Varo Borja, en Toledo… -se interrumpió con un bocado a medio masticar y miró a Corso, un poco decepcionado-. Oye, este planteamiento falla. Varo Borja sigue vivo.