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Bajó del tren apretando muy fuerte en una mano su bolsa de viaje y en la otra su pasaporte español. Previamente se había asegurado de que llevaba bien accesibles en el bolsillo todos los documentos del proceso de nacionalización, por si le hacía falta presentarlos. Se puso en la cola, en el lado español de la frontera, delante de la cabina donde había dos guardias civiles con cara de aburrimiento o de sueño. Usted no se lo creerá, porque en toda su vida habrá tenido miedo en una frontera, pero a mí me temblaban las piernas, y cuando fui a decirles buenos días a los guardias noté que se me había secado la saliva. Entonces, cuando se acercaba a la cabina con la boca seca y las palmas de las manos sudadas, con una sensación creciente de flojera en las piernas, ocurrió lo que aún seguía recordando con asombro y gratitud, lo que ningún otro viajero se habría parado a advertir. Miraba a uno de los guardias al acercarse a él, y le parecía que el guardia le devolvía una mirada de sospecha o recelo. Pero se armó de valor, como aquella otra vez que había saltado por la ventana de un lavabo, y adelantó con la máxima naturalidad que le fue posible el pasaporte, abierto cuidadosamente por la página en la que estaba su foto, preparado para dar explicaciones sobre la discordancia entre su nacionalidad y su nombre, para aportar rápidamente la documentación necesaria. Pero el guardia, sin mirar siquiera el pasaporte, sin fijarse en su cara, le hizo un gesto de urgencia con la mano, le dijo que pasara con una cierta rudeza española, y ese gesto de la mano y las dos palabras ásperas que le dijo el guardia civil le parecieron la bienvenida más hermosa que había recibido nunca, la señal indudable de su ciudadanía. Imitaba ante mí el ademán del guardia con su mano delgada y blanca de músico, todavía agradecido, maravillado del regalo que ninguno de los demás pasajeros amodorrados del tren habría sabido apreciar, repitiendo como un conjuro las palabras del guardia, venga, pase, joder, la jota fuerte que tanto le costaba imitar, y que pronunciaba con pulcritud y orgullo, como cada una de las palabras de la lengua que ahora no era ya la de los libros y los ensueños de la imaginación, sino la de su vida práctica y diaria.

Aparecían y desaparecían las caras de los desconocidos, en la sala de espera, o al otro lado de la mesa de mi oficina, y yo solía mirarlas con tan poca atención como escuchaba sus palabras, peticiones o exigencias de cosas que no estaba en mi mano conceder, y que no me importaban nada, aunque había aprendido a poner un gesto como de escuchar muy cuidadosamente, profesionalmente, tomando notas a veces, o fingiéndolo, dibujando monigotes o signos en la hoja en blanco que tenía delante de mí, en el interior de una carpeta de expediente, mientras informaba sobre trámites necesarios, inventaba explicaciones impersonales para el retraso en un pago que sin duda estaría a punto de llegar, aunque mi intervención no pudiera acelerarlo, si bien era posible que una palabra a tiempo del gerente obrase un efecto benéfico, en caso de que él, tan ocupado en tareas de más relieve y responsabilidad, accediera a tomarse un poco más de interés en el asunto. Siempre esperaba, cobijado en mi paréntesis de espacio y tiempo como en una madriguera, pero lo que estaba esperando más allá de la próxima carta era muy confuso para mí, una niebla de vaguedades e indecisiones que no me ocupaba en disipar. Permanecía inmóvil, en la provisionalidad de mi espera, encogido en el interior menos accesible de mí mismo, en una quietud como la del que ha escuchado el despertador y sabe que tiene que levantarse, pero se concede unos minutos, un solo minuto antes de abrir los ojos y saltar de la cama. No sabía si estaba esperando el regreso de la que me escribía las cartas, porque mientras vivía a este lado del mar y en la misma ciudad que yo tampoco me hizo demasiado caso, o al menos no por mucho tiempo. Nunca la sentí más lejos de mí, más inexpugnable, que las pocas veces que la tuve entre mis brazos. Si la buscaba me huía, pero si abandonaba desalentado la búsqueda era ella la que se acercaba a mí, siempre como una promesa intacta, borrándome del alma el resentimiento y la inseguridad, y haciéndome desearla otra vez tanto que iba codicioso y entregado hacia ella como hacia un imán, y en un instante, apenas la rozaba, ya estaba huyéndome de nuevo. Estando ahora tan lejos era cuando la sentía más próxima a mí, en la distancia y en las cartas, en mi ignorancia casi absoluta sobre la vida que llevaba.

En realidad no era más tangible para mí que las mujeres del cine en blanco y negro, que me subyugaban hasta despertarme una especie de quimérico enamoramiento, la nómina completa y previsible, Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Gene Tierney, Ava Gardner, Rita Hayworth. En Gilda, que vi tantas veces, Rita Hayworth huye de Glenn Ford y de Buenos Aires y en un cabaret de Montevideo, vestida de blanco, canta y baila una canción que se titula Amado mío.

Amado mío
Love me forever
And let forever
Begin tonight.

En la película Montevideo no es nada más que un nombre, ni siquiera un decorado o una de esas falsas panorámicas delante de las cuales hablan los actores o fingen conducir un coche. La mujer que apareció una mañana en la sala de espera de mi oficina, con un niño en brazos, con un bolsón lleno de títeres, había huido de Montevideo a Buenos Aires en 1974, y cuatro años después de Buenos Aires a Madrid, embarazada, aunque todavía sin saberlo, esperando un hijo de un hombre al que se habían llevado una noche militares o policías de paisano y del que ya no volvió a saber más. Mientras hablábamos, el niño jugaba con los muñecos de madera de su madre, sentado en el suelo de mi oficina, y ella lo vigilaba de soslayo, con un desasosiego que no se apaciguaba ni un instante, consumida de pánico y de urgencias secretas, una mujer de treinta y tantos años con el pelo y los ojos muy negros, el pelo con una lisura y un brillo de crin, los ojos grandes, muy subrayados de rimmel, con un punto de exageración italiana, también en la nariz y en la boca, las manos fuertes, un poco masculinas, diestras en el manejo de hilos y muñecos, que inopinadamente sacó en una gran brazada de la bolsa y se puso a manejar delante de mí, después de conectar un radiocassette que también llevaba consigo en su equipaje de buhonero. Sobre el metal gris de la mesa y la confusión de mis papeles Caperucita Roja se internaba en un bosque dando saltitos al ritmo de la música del radiocassette y el lobo la acechaba detrás de una pila de expedientes, y la voz fuertemente acentuada del Río de la Plata contaba la historia y se desdoblaba en otras voces, la voz aguda de la niña, el vozarrón sombrío del Lobo, la voz cascada y regañona de la abuela. El niño se había puesto en pie y se acercaba como hechizado a la mesa, que le llegaba a la altura de los ojos, hechizado y medroso, como temiendo que el lobo también pudiera estar acechándole a él, sin mirar ni un instante las manos de su madre ni los hilos de los que colgaban los muñecos.

La demostración no duró más de dos o tres minutos, y cuando la música llegó al tachunda final y la cinta se detuvo los muñecos hicieron una gran reverencia al unísono y se quedaron caídos y desmadejados sobre los papeles de mi mesa, pero el niño seguía mirándolos con sus ojos de asombro, esperando que revivieran. Ya viste, dijo la mujer, en cualquier parte puedo montar mi tingladito, guardó los muñecos y el radiocassette en la bolsa y el niño enseguida volvió a sacarlos uno por uno, examinándolos despacio, como queriendo averiguar el secreto de su vitalidad extinguida, tan absorto en ellos y en sí mismo que no reparaba en mí ni en su madre, ni miraba una sola vez a su alrededor, a la oficina más bien desastrada en la que se encontraba, tan inhóspita acaso como el cuarto de pensión en el que los dos vivían desde su llegada a la ciudad, con el apuro de no saber durante cuánto tiempo podrían pagarla, me dijo la madre, urgiéndome nerviosamente a que le organizara una gira de actuaciones por las escuelas infantiles, por las aulas de párvulos de los colegios públicos.