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Sus dedos largos y pálidos tocaban esos documentos con delicada reverencia, con el asombro incrédulo de que de verdad existieran, con la incertidumbre de que pudieran perderse. Tantos años viviendo en un país del que sólo deseaba irse y visitar otro que él sólo conocía por los libros y la música, por los nombres sonoros de las partituras que aprendía sin ninguna dificultad en el Conservatorio, tanto miedo en vísperas de la decisión final, cuando saltó por la ventana del lavabo de un camerino para que no lo vieran sus compañeros de gira por España ni los agentes de la policía política que los vigilaban, tanto tiempo esperando, haciendo declaraciones en despachos policiales y presentando papeles, viviendo en albergues de la Cruz Roja o en pensiones ínfimas, con el miedo permanente a ser expulsados o, peor aún, repatriado, qué horrorosa palabra, me dijo, sin dinero, sin identidad, en tierra de nadie, entre la vida de la que había escapado y la que no llegaba a empezar, despojado de las seguridades y privilegios que disfrutó como pianista de renombre en su país, inseguro sobre las expectativas de emprender aquí una nueva carrera, siendo un desconocido.

La expresión deslumbrada de quien sostuvo mucho tiempo un sueño y logró realizarlo contrastaba en su cara, en su mirada, en su presencia general, con los síntomas de una melancólica y gradual capitulación ante las adversidades de la realidad que trajo consigo el cumplimiento del sueño. Había sido un niño prodigio en el conservatorio de Bucarest o de Sofía, y su colección de recortes y programas atestiguaba una carrera distinguida por salas de conciertos del este de Europa. Pero ahora perdía mañanas enteras en la antesala de mi oficina aguardando la decisión sobre un contrato que le garantizaría, como máximo, dos o tres actuaciones en centros culturales de la periferia, en salones de actos con mala acústica y pianos mediocres y mal afinados.

No se permitía el desánimo, y si entraba en mi oficina y yo le decía que el gerente no iba a venir o que aún no estaban empezados los trámites para su contratación, me sonreía débilmente y me daba las gracias e inclinaba la cabeza antes de salir con una mezcla de antigua cortesía centroeuropea y de rigidez comunista, con un instinto de obediencia medrosa a cualquier funcionario que tal vez ya no perdería nunca. Era un hombre joven, menudo, que en el recuerdo ya muy débil se me presenta parecido a Román Polanski: seguramente ya no era joven, pero conservaba, igual que Polanski en las fotos, un aire invariable de juventud, una especie de viveza fugitiva en la mirada y en los ademanes, que a una cierta distancia borraban los signos de la edad ya muy marcados en los rasgos.

Daba clases particulares, buscaba y aceptaba conciertos casi en cualquier parte, cobrando muy poco, cachets a veces tan bajos que cuando hacía cuentas se decía a sí mismo, con uno de esos giros españoles que le gustaban tanto, lo comido por lo servido. Pero también se decía, menos da una piedra, y más vale pájaro en mano que ciento volando, en su concienzudo español aprendido apasionadamente en una capital de tranvías decrépitos, de inviernos larguísimos y noches prematuras, hablado a solas con una íntima felicidad de escapatoria y rebeldía, con la conciencia de que al estudiar esa lengua estaba anticipando un atributo necesario y tangible del sueño que le alimentaba la vida, igual que al aprender a tocar en el piano los pasajes más difíciles de la suite Iberia de Albéniz o la Rapsodia española de Ravel. Y ahora, aunque veía que los frutos de su sueño cumplido eran tan mezquinos, porque en España no contaban para nada los méritos de su antigua carrera de virtuoso del piano, y tenía que actuar, las raras veces que lograba un contrato, en sitios lamentables, aunque se veía en su ropa decente y gastada que vivía bajo el agobio constante de la necesidad, aun así no se permitía a sí mismo rendirse al desaliento, y seguía mostrando un entusiasmo agradecido por todas las cosas de su nuevo país, una felicidad que vista desde fuera parecía algo patética, como la de un enamorado al que sabemos que su amante desdeña o maltrata y sin embargo sigue conservando hacia ella una devoción ilimitada, fuera de proporción con los dones tan escasos que recibe.

He olvidado tantas cosas de entonces, las he querido borrar de mi memoria para que no me la infectaran de remordimiento y vergüenza, de disgusto de mí mismo. Pero ahora me acuerdo de algo que me contó ese hombre, el pianista búlgaro o rumano, no sé si en mi oficina o en uno de los bares de los callejones donde desayunábamos los empleados de baja graduación, quizás una vez que se empeñó en invitarme a un café o a una caña, para celebrar modestamente que por fin le habían contratado un concierto, o que lo había cobrado después de días o semanas de tortuosas dilaciones administrativas.

Volvía a España desde París, en un tren nocturno que llegó al amanecer a la frontera de Irán. Era la primera vez que viajaba con su nueva documentación española. Había participado en un festival benéfico de artistas de su país en el exilio. No pudo dormir en toda la noche, por culpa de la incomodidad del asiento de segunda, agravada por la descortesía de los viajeros y los revisores franceses, que casi en cada estación le forzaban a levantarse, porque su billete era el más barato y no tenía derecho a reserva. Pero estaba nervioso, sobre todo, porque era la primera vez que iba a entrar en España con su nueva documentación, el pasaporte y el carnet de identidad que le habían entregado muy poco tiempo antes. En el departamento a oscuras, entre los pasajeros que roncaban, se palpaba los bolsillos de la chaqueta y del abrigo buscando una y otra vez su billete, su pasaporte, su carnet de identidad, y cada vez le parecía que los había perdido, o que tenía un documento y le faltaba otro, y cuando los encontraba volvía a guardarlos en un sitio que le parecía más seguro, el interior de un forro o un bolsillo con cremallera de su bolsa de viaje, pero ese nuevo escondite era tan improbable que se le olvidaba si se quedaba un rato vencido por el sueño. Abría los ojos con un sobresalto, buscaba sus papeles y ahora sí que estaba seguro de haberlos perdido, o de que uno de esos ladrones que rondan los trenes nocturnos se lo habría robado. Recordaba las horas de angustia y miedo en los puestos fronterizos de los países comunistas, la revisión lentísima de papeles y los signos de alarma cuando estaba a punto de cruzar una frontera y parecía que un defecto burocrático en algún documento lo iba a dejar atrapado. Decidió no volver a dormirse, guardar todos los papeles juntos en un solo bolsillo y no volver a moverlos y ni siquiera a tocarlos. Intentaba averiguar la hora a la escasa luz violeta encendida en el techo del vagón y en las paradas se fijaba en los nombres de las estaciones queriendo calcular cuánto faltaba todavía para Irún, impaciente por llegar y también asustado, más nervioso según el tren parecía que aumentaba la velocidad al aproximarse a la frontera. Tenía, como tantas veces en su vida, la sensación de no compartir la normalidad de las personas que le rodeaban, los viajeros españoles o franceses que dormían con toda tranquilidad en el departamento, seguros del orden de las cosas, perfectamente instalados en el mundo, a diferencia de él, que siempre había tendido a sentirse un intruso, y a no dar nada por garantizado y temer siempre que sobreviniera lo imprevisto.

Derrotado por el cansancio de la noche en vela se había dormido por completo cuando el tren se detuvo con gran ruido de frenos. Abrió los ojos y al principio, todavía atrapado por las ligaduras de un mal sueño, pensó que el tren había llegado a la frontera de su antiguo país, y que los guardias de uniformes grises lo detendrían en cuanto vieran que no llevaba consigo los documentos de identidad adecuados, el pasaporte viejo que también me enseñó, una reliquia del negro pasado, la prueba material de que había existido.