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Lupi se lavaba en el pilón, enjugando la espuma negra. Luego, se secó con un trapo.

– Perdía aceite -dijo-. Pero ya está arreglado.

Los tres nos mirábamos. Yo deseaba terminar aquella situación, salir al sol, volver a mi lectura. Pero Lupi, al parecer, encontraba en todo aquello un sabor aventurero.

– Me apetece hablar con ellos. Nos vamos contigo.

No quise contradecirle y guardé silencio. Arrastró la bicicleta de la muchacha por el manillar y, tras abrir de nuevo las portezuelas, la metió en la trasera de la furgoneta, la tumbó con cuidado y se encaramó él mismo, sentándose sobre la manta, con el cuerpo apoyado en los asientos. Yo me senté junto a la chica, que puso en marcha el motor y fue conduciendo atentamente. La voz de Lupi, atrás, la interpelaba.

– De dónde eres tú.

La muchacha le miró por el retrovisor.

– ¿Yo? Yo soy de aquí, no te vayas a creer. Hablaba con voz fuerte, mirando a Lupi de vez en cuando por el espejo.

– Mi padre vino a trabajar a las minas y luego se trajo a mamá. Aquí nacimos media familia.

Contra su piel achocolatada, resaltaban los dientes, la lengua, los ojos. Tenía un pelo fino y enmarañado, sutil como humo. Lupi se había apoyado en los respaldos de los asientos y ponía su cabeza entre los dos. Habló con vaga simpatía:

– Nosotros también somos de aquí; yo, del mismo pueblo, y éste, de la capital.

(También aquella verdad, ser de la capital, me parecía confusa e inabarcable. Envidiaba a las criadas por su origen. Cuando decían que eran de tal pueblo, yo comprendía, en el mismo nombre del pueblo, en la manera de pronunciarlo, que ellas lo abarcaban en su recuerdo con una sola mirada, de una sola vez. Sus pueblos tenían de verdad un lugar concreto e inconfundible en el mundo, unas características definidas, un río precisamente así de ancho, con una alameda en la orilla izquierda, junto al puente, más allá de las eras, y dos lomas juntas como tetas de mujer, y una iglesia con dos campanas en su espadaña, y unas calles que era posible recorrer con un paseo único y que permitían conocer plenamente las perspectivas de las casas, su fachada y su trasera, sus portales y sus cancelas, las bardas de sus corrales y las sebes de sus huertas. Porque la capital era irreconocible, inasequible. Las casas eran innumerables, las calles permitían demasiadas perspectivas para su contemplación: era imposible conocerlas del todo, saber de verdad cómo eran, y muchas permanecerían para siempre desconocidas, incluso hostiles. Ser de la capital se escurría como agua, era no ser de algún sitio. Algunas veces, al pasar por delante de una gran casa de ladrillo, sin balcones, me decían que allí había nacido yo; y yo miraba la casa con la misma impasibilidad que ella mantenía frente a mí. Mi calle, que era lo más cercano, tenía también esa ambigüedad de las cosas grandes y complejas. Por eso yo envidiaba en las criadas aquellos pueblos, aquellas aldeas que casi podía ver con mi imaginación mientras, a mis preguntas, ellas me las iban describiendo árbol por árbol, casa por casa, vecino por vecino, corral por corral, vaca por vaca. Mi envidia no era compensada siquiera por las burlas con que mi padre se admiraba de aquellos nombres tan peculiarmente remotos y pueblerinos, de aquellas cronistas tan toscas. Ser de la capital era ser de ninguna parte, y creo que fue por eso por lo que me vinculé con tanto fervor al pueblo del abuelo. El pueblo del abuelo quedaba exacto en la memoria, con sus sombras cambiantes, con sus luces distintas cada hora del día. Era posible llevarlo dentro con todas sus características, sin olvidar ninguna. Era posible recordar a todos sus vecinos. Era posible conocer las historias más relevantes, hasta tiempos lejanísimos de tan in-concretos, vivas y frescas: algún asalto de los lobos, el cadáver de un desconocido arrastrado río abajo, el incendio de alguna casa. Y, aunque ahora ya sé que somos de donde elegimos ser, me recuerdo niño, contemplando con observación rigurosa los gestos del rostro, las muecas de los ojos y del entrecejo y de la boca, de los labios, de esa criada que, al contarme las hogueras de San Juan en su pueblo, me relataba un paisaje mucho más vivo y deseable que cualquiera de los que me rodeaban en la vida cotidiana. Por eso, al aceptar el pueblo del abuelo como el mío propio, me había parecido salvarme de una orfandad irremediable.)

La muchacha dijo que se llamaba Camino y Lupi le informó de cómo nos llamábamos nosotros. Pese al asunto que se mantenía en la base de nuestra relación, la charla era cordial. Lupi hablaba ya francamente en tono de broma.

– Anda, que tú no te pondrás morena con la siega.

La chica se echó a reír. Lupi siguió hablándole, con sorna amable:

– Y cómo te dio por meterte a labradora. Porque me parece que tú sabes poco de eso.

– ¿Quién te lo dijo?

Lupi me palmeaba los hombros, como buscando mi complicidad en la burla.

– Por ahí lo dicen.

La muchacha se encogió de hombros.

– Todo se aprende -repuso.

En su juvenil confianza se evidenciaba una gran fe. Había hecho magisterio y sería la maestra de la comunidad, cuando hubiese niños. Tenía unos miembros grandes, unas manos fuertes, largas y finas. Me imagino ahora el burujo de su cuerpo en la oscuridad, y casi la oigo, quejándose, gimiendo como un gato, sobre este sonido que parece el inicio de una voz, o de un trueno.

En las palabras de Lupi latía una indiscutible cordialidad. Allí nació su amistad por aquella muchacha, que luego incluiría a toda la comunidad. Breves encuentros con ella y sus compañeros, y luego largas veladas, de las que volvía con los ojos brillantes y un ostentoso ademán de secreto, le llevaron a revolver en el desván hasta encontrar la vieja maleta de madera que llevaba una larga correa sujeta a los lados, como bandolera, aquel gran cabás donde permanecían diversos útiles de su época de minero, y a contestar con evasivas a mis preguntas por aquel súbito interés suyo en los trastos del pasado.

De modo que, cuando llegamos, había entre nosotros cierta familiaridad.

Los muchachos se atareaban dispersos por los huertos. Camino detuvo la furgoneta y nos encaminamos los tres a la casa.

Atravesamos el zaguán y seguimos un pasillo breve, hasta llegar ante una puerta de color marrón. Camino la abrió: dentro de la habitación, que no era muy grande, escribía a máquina con dos dedos un muchacho delgado, muy joven también. El sol penetraba a través de los cristales, bastante sucios, de un gran ventanal de madera

El muchacho miró a Camino interrogativamente. Ella nos señaló con la mano.

– Son los del taller. Encontraron una metralleta en el coche.

Entonces, el muchacho se puso en pie y nos contempló con evidente inquietud.

Pero aquellos meses, mientras el frío iba arreciando y la vega se desnudaba y apagaba, mientras yo creía decidir, con firmeza ya, que mi vida aquí había perdido el sentido y que era preciso iniciar otra etapa, Lupi, afirmando su secreto de forma sutilmente retadora, iba estableciendo conmigo una especie de disentimiento, después de la habitual unanimidad de tantos años.

Silencioso, construía con meticulosidad lenta y aplicada inusuales artefactos. Y yo, contemplándole mientras enrollaba aquellas bobinas de hilo dorado, mientras serraba y pulía las piezas del generador, aunque sumido en una enorme ansiedad, me sentía incapaz de marcharme.

Conocí por fin los detalles de aquella operación. Todos los planes, la confección de los dispositivos, la preparación de los cebos, mantenían a Lupi en una euforia nerviosa. El asunto se llevaría a cabo en la última noche del año.

– Oye -decidí al fin, una noche-. Os llevo yo.

En esos ojos suyos, ahora inmóviles y fríos, vuelvo a ver el brillo regocijado, bajo las cejas descoloridas. Vuelvo a contemplar aquella llamita de afecto encendida mientras yo continuaba exponiendo mi ofrecimiento: