Lupi dijo que os disparaban. Tú, paradójicamente, habías recuperado la serenidad.
– No, Lupi, creo que no disparan.
El empezó a hablar:
– Llegamos sin novedad, por el canal. Todo estaba callado, no había un alma. Había luz donde los guardianes. Los chicos dejaron los bultos y fueron hacia allí. Se pusieron delante de la puerta.
Se echó a llorar de pronto, sorprendiéndote. Lloraba con enormes gemidos, que casi le impedían seguir hablando, con grandes pucheros angustiosos, limpiándose los ojos con la manga de un brazo.
– Entonces sonó un ruido que yo tomé por un trueno. Pero era una ráfaga de tiros. Ese chico y yo nos habíamos quedado con los bultos, junto al canal, y vimos que los disparos salían de detrás de nosotros, de encima-de una caseta grande como un transformador.
Los neumáticos resbalaban suavemente sobre la humedad de la carretera.
– Ráfagas de tiros. Los chicos cayeron al suelo, sin tiempo para nada, y quedaron allí, sin un grito. Sólo la Camino se quejaba. Como un gato, como un niñín.
El otro coche mantenía la distancia. Tú pensaste que acaso fuese una falsa alarma, que quizá no os viniese persiguiendo.
– Entonces, el chico ese se fue corriendo hasta ella, gritando.
Lloraba otra vez con voces graves como mugidos. -Le dispararon también a él.
Lloraba hasta que sus gemidos no dejaban entender lo que decía.
– Tiros y tiros, pero él iba desarmado, iba por ayudar a la negrita.
Ahora, el otro coche se iba acercando cada vez más.
– Yo qué iba a hacer. Di media vuelta, eché a correr por el canal. Me tiraron, me dieron en este brazo.
El otro coche estaba cada vez más cerca, y sus focos se aplastaban poderosos contra vuestro retrovisor. Lupi volvió la cabeza, con un gesto que reflejó dolor en la exclamación, otra vez repetida:
– Tú pisa, pisa.
– Ya no puedo pisar más.
– Cabrones.
– A lo mejor no son ellos.
Guardó silencio. El coche se acercó más: la luz de sus faros te deslumbraba por el retrovisor haciendo brillar la cara de Lupi, mojada de lágrimas. Al cabo de unos instantes, os adelantó, veloz. Era un jeep de la Planta.
Frenaste de golpe. Gritaste.
– Fuera.
El jeep se detuvo unos metros más adelante. Cuando ellos saltaban también del vehículo, ya vosotros corríais por entre lo oscuro, ladera abajo, hacia el río. Gritaron algo y vuestro alrededor quedó envuelto en un resplandor amarillo.
Me he imaginado a la muchacha gimiendo
Me he imaginado a la muchacha gimiendo, con un quejido como de gato tirada también en lo oscuro.
La esperábamos aquel día y la contemplamos mientras se acercaba, pedaleando en la bici. La vuelvo a ver envuelta en el reverbero del sol, entre las sombras de la calle, aquellas sombras pegadas a las fachadas como largos telones negros, y en aquel contraste con la luminosidad del mediodía comprendo ahora una clara señal premonitoria: ella significaba también un anuncio, un mensaje, brillante su vestido entre las sombras densas y verticales, resaltando entre la intensa claridad de su cuerpo su faz y sus manos oscuras.
Hay un hilo sutil que enlaza aquella imagen de la muchacha acercándose a nosotros sobre la bicicleta, como un augurio, con ella misma gimiendo, caída en la noche, y con nosotros mismos aquí, desplomados en la oscuridad.
Era grande: llevaba unos pantalones de pana, una cazadora de cuero artificial y una gran boina sobre los cabellos rizados.
Yo estaba sentado al sol, junto a la portalada, y Lupi trasteaba con unas piezas. Se saludaron. Yo cerré el libro, lo dejé sobre el poyo y me acerqué a ellos. La muchacha preguntaba si la avería había sido muy complicada.
– Según y cómo -dijo Lupi, mirándola con intención.
Ella quería saber qué había sido exactamente. Lupi rodeó la furgoneta y abrió las portezuelas.
– Estuve buscando las herramientas del coche, revolviendo aquí un poco.
Movió las mantas, pero la muchacha no manifestó ninguna señal de preocupación. Entonces, Lupi separó la manta. -Y me encontré esto.
Ahora sí que se sorprendió la muchacha: dio un respingo, y miró a Lupi con los ojos muy abiertos. El continuó, con sarcasmo:
– No me digas que las usáis para escardar.
Era un día soleado de otoño. Uno de esos días en que consigue el sol imponerse todavía sobre las primeras lluvias pero que, pese a la apariencia de estío postrimero, hay en todo una evidente intuición invernal.
En el pueblo, se vivían entonces insólitas novedades, que habían comenzado con la gran explosión, la madrugada de la patrona, cuando todos nos despertamos y yo pensé, como los demás, que se trataba de un cohete de especial potencia. Entraba por el ventanuco la suave claridad del alba y había refrescado. Tras un breve silencio, los pájaros continuaron sus primeros gorjeos. Lupi se había sentado en la cama y sostenía el despertador en la mano.
(Pero no era ningún anuncio de la fiesta: por la mañana, en la gran explanada destinada a las instalaciones de la Planta, pudimos contemplar cómo se había esparcido la chatarra de una de aquellas enormes excavadoras, destripada por la explosión. Y unos días después de la destrucción de la excavadora, los anónimos saboteadores robaron una carga de explosivos y volaron uno de los puertos del río, anegando la parte inferior de la excavación y anulando, al parecer, el trabajo de todo un mes.)
Una muchacha grande, viva, de voz fuerte. Me apena imaginármela llorando entre lo oscuro, derrotada. Entonces no dijo nada. Inmóvil, miraba alternativamente a Lupi y el arma. Lupi tapó otra vez y cerró las portezuelas.
– ¿Qué te parece?
La muchacha pertenecía a la comunidad de labradores bisoños. Les habíamos visto a todos juntos una vez, en aquella manifestación contra la Planta en la que ellos fueron los únicos protagonistas, ondeando ante el decrépito ayuntamiento una pancarta cuyo adorno principal consistía en una calavera encima de dos tibias cruzadas. Por el color de su piel, la muchacha se singularizaba entre el resto del grupo.
Recuperó la serenidad:
– No sé nada de eso. Tendré que hablar con los demás.
(A pesar de todo, las obras continuaron. A los trabajadores habituales, que vestían monos y cascos verdes, se incorporó una pequeña tropa de policías de la empresa con armas y uniforme azul oscuro. También se volvió más numerosa la dotación de la casa-cuartel. Y todos asistíamos con admiración al desarrollo de aquellas grandes obras: la explanada era tan extensa que, desde un extremo, los chopos que flanqueaban el otro lado se veían como modestos matorrales. Luego, cuando comenzaron la torre, la admiración se convirtió en estupefacción: nadie había visto nunca una estructura tan alta, una estructura que parecía querer llegar hasta las nubes. Las gentes del pueblo miraban todo aquello sin comprensión ni criterio, aunque las hojas volanderas, nocturnamente repartidas bajo las puertas, vaticinaban un futuro nefasto, asegurando que nadie compraría las legumbres, la leche, la remolacha y el ganado cuando la Planta estuviese en funcionamiento. Y los alrededores del pueblo, antes tan dispuestos a la serenidad de los lentos paseos, fueron llenándose de ruidos, de voces, de desechos, fueron recibiendo, sobre su tradicional estampa, otra máscara que delimitaba poderosamente la nueva caracterización. Cuando me subía hasta el castro y me sentaba a contemplar el paisaje, encontraba sin poder evitarlo aquella estructura gigantesca creciendo de día en día. Empecé entonces a reflexionar en mi futuro y a plantearme la conveniencia de marchar a otro sitio, de avanzar acaso río arriba en busca de esa identidad rural que aquí se estaba arruinando. Pero mi venida al pueblo del abuelo había sido, precisamente, para reencontrar unos lugares que yo creía verdaderos por haberlos vivido intensamente; y, desde ese punto de vista, ningún otro podía reemplazarlos. Y del mismo modo que asumí en su día el telegrama del abuelo como una suerte de signo mágico que anunciaba una transformación en mi vida, acepté también que la construcción de la Planta era una señal de cambio; y su propio cuerpo enorme, estrepitoso en el paisaje, le daba a la sugestión aquella de cambio un aire trágico inevitable. Y, sorprendentemente, ahora que comenzaba a ser consciente de todos aquellos cambios, a ver con lucidez cómo el pueblo se disolvía en su propio pasado, innominado e invisible, una abulia familiar despertaba de nuevo en mi ánimo y me sentía devuelto a aquella aceptación pacífica y neutra de un insoslayable devenir, una aceptación contra la que solamente me he rebelado en contadas ocasiones, muy niño, cuando quería saber la verdad de lo que yo era, y que las verdades fuesen concretas y abarcables, que no tuviesen recovecos, que se captasen de una sola mirada. Porque una verdad más compleja, amplia, permitía los claroscuros, las ambigüedades, las sombras, podía ser interpolada de mentiras disfrazadas.)