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La sangre de los sacrificios era el alimento del caldero. Le daba calor al oro y vida al destino que señalaban las figuras. Mientras el caldero tuviese sangre, todas las gentes del pueblo de los hombres verdaderos la tendrían. El caldero era el corazón secreto del pueblo.

El caldero era también el vértice de todos los cambios y de todas las mutaciones: presidía, colocado sobre la peña, los ritos de la vida. Reflejaba el fuego de las primeras hogueras, cuando se invocaba la cosecha, cuando se animaba a despuntar al cereal y a granar a las bellotas, a las nueces. En todas las ceremonias, para la noche de verano y para la de invierno, para la investidura de la mocedad y para las bodas, para el nombre de los hijos de la gente y para los banquetes de las exequias, el caldero reflejaba el resplandor de las hogueras encendidas en el pináculo del poblado, aquellas hogueras que eran una gozosa comunicación con las otras gentes: ya que, al cabo de un breve espacio de tiempo, se iban encendiendo en la negra lejanía las hogueras de los demás poblados, llenando la oscuridad de nuevas y potentes estrellas.

Sí, el narrador hablará del caldero de oro, suscitará en los oyentes la evocación de su presencia mágica y maravillosa. Luego, hablará de aquella época azarosa, cuando los invasores iban acercándose al pueblo cada vez más. Señalará cómo, en aquellos tiempos, se habían escuchado ya muchas historias sobre los invasores; y cómo las gentes de los pueblos de ambas orillas escuchaban aquellas historias con risas, sin interés, considerándolas un tema ajeno, que no les preocupaba.

En las fiestas, cuando venían los jóvenes del otro lado del río con sus caballos para competir, se hablaba de los invasores de Oriente con burla, sin considerar jamás que pudiesen resultar una amenaza para ellos, porque su afán de dominio parecía satisfacerse de sobra con haber sojuzgado a los pueblos del trigo, al socaire de pactos muy complicados, que pretendían aparecer como acuerdos amistosos.

Aquellos guerreros necesitaban una magia muy complicada para luchar: tenían que ponerse juntos, de mayor a menor, con aquellos escudos suyos rectangulares, pesadísimos, propios de guerreros excesivamente cautelosos, andando acompasadamente, bien pegados los unos a los otros.

Se conservaba una larga canción de burla compuesta por un bardo de la otra orilla, ya muerto, que les había visto hacía muchos años pelear en la llanura. Todos coreaban entre risas el estribillo de la canción:

No es guerra sino acarreo:
así la hormiga penosamente avanza.
No hay furia sino cavar cavar cavar
(tal que los topos).
Caminata perenne sobre los pies cansados,
se proclaman guerreros y sólo son rebaño.

Después, el narrador se referirá a vosotros, concretamente a ti y a los guerreros de tu pueblo, de tu tiempo. Describirá el lugar donde nacisteis; hablará del sol brillando en el río que corre por el valle, al pie de las peñas donde se encararnan los poblados; describirá los matices del tiempo mientras la Gran Serpiente gira y pasa la nieve, y retoñan las hojas, y pasa el calor, y las hojas amarillean; hablará de tu gente, del tío-señor-tío (que perdió tres dedos de una mano en una guerra, y al que el Herrero Maestro le hizo una mano de hierro que era tan fuerte como la de verdad), de la Vieja Abuela, que conocía las virtudes y los maleficios de las hierbas y de las setas, de las aguas con la luz del sol, con la de la luna y con la del lucero; hablará del tiempo de tu niñez, irá enumerando una tras otra las artes del pueblo, que tú aprendiste: las de la tierra, las de las bestias, la, de la pesca, las de levantar paredes, las de techar, y todas las artes de la pelea.

Hablará luego del tiempo en que floreciste en tu pubertad y fuiste aceptado entre los mozos: ahora su voz será más lenta, él mismo se regocijará en su relato. Contará cómo, la noche de verano, bajó el mozo mayor con los mozos nuevos y os hizo bañaros en el río. Chapoteasteis con alborozo entre las aguas, os empujabais unos a otros, para evadir las feroces ahogadillas con que el mozo mayor castigaba el descuido de su presencia. Aquella agua se llevaba vuestro espíritu de niños, os traía desde las montañas el nuevo espíritu que desde entonces os impregnaría. Al salir del agua, el mozo mayor os ordenó borrar los senderos y abrir las cancelas de las Bebes para que escapase el ganado que permanecía ocasionalmente en algunos prados. Os llevasteis un carro que había quedado, sin duda por descuido, fuera del cobijo de un hórreo y lo colgasteis de un aliso, a la orilla del río, tras grandes esfuerzos que se iban en súbitas explosiones de risa contenida. Fue noche de mucho trabajo: también era preciso escurrirse por los vanos de las puertas con paso sigiloso y furtivo, lentamente, eludiendo a los durmientes (quedando largo rato inmóviles cuando un niño llora y su madre, de pronto despierta, le calma, o cuando un perro gruñe) como espectros entre los alientos familiares y cálidos de las chozas, para encontrar los lugares precisos donde robar la ceniza del hogar, las carnes curadas, los huevos, las natas de la leche, los quesos, pues con todo ello, al día siguiente, debíais hacer la ofrenda y el festejo de los mozos antiguos.

Y acaso el narrador, tras contar las peripecias de esa ceremonia, relate a los oyentes algunas peculiaridades de otros ritos, de las competiciones que tú, el guerrero vencido, evocas ahora mientras las nubes recorren el cielo estrellado: aquellos juegos de la mocedad, los corros de lucha, las carreras, los bolos.

Tú nunca tuviste pericia para la lucha cuerpo a cuerpo, pero eras hábil con las bolas y una vez venciste al pueblo de la otra orilla en la carrera.

Aquí el narrador entenebrecerá sin duda la voz: todos los jinetes eran expertos, pero tú pesabas entonces muy poco y montabas el caballo más veloz de la gente, el caballo que solía usar el tío-señor-tío, que era de tu madre. Ahora mismo sientes entre tus piernas su galope. En las plumas del gallo, que era un gallo multicolor, se encendía el sol poniente como haciendo honor a los valles occidentales de donde el gallo procedía. Llegaste el primero y, aunque temías no acertar, tu mano encontró con precisión la cabeza del gallo que colgaba y la arrancó de un tirón desesperado, ayudado por el ímpetu de la carrera: el gallo expiró entre violentos aletazos y su sangre se esparcía por el aire, mientras todos te aclamaban.

Todas estas ensoñaciones te deparan un calor suave que mantiene a la muerte todavía a unos pasos de ti: pero la sabes ahí, agachada en lo oscuro, preparada en su mano la hoz con que ha de segar el tallo de tu vida.

Y, sin embargo, no es este un momento de tristeza, porque estás viéndote alegre, vencedor, en el momento en que un bardo relata tu historia a otros oídos atentos, respetuosos. El narrador no ha llegado todavía a los sucesos tristes. No hay humedad en los ojos, que ahora sólo reflejan, con las llamas, la fruición de los oyentes.

Tú eres la materia de una historia que alguien está contando, de una historia gloriosa, el motivo sobre el que se urden y entretejen los adornos de un relato, y tú mismo te complaces en contártela ahora como si fuese ajena, como si no la recordases, como si la conocieses por primera vez.