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Arriba se apaga la luz de la habitación y los pasos, la voz de Olvido, me devuelven a la doméstica bonanza de la casa.

– Ya está la cama -dice desde la puerta-. Y entra aquí, no cojas frío.

Obedezco.

– ¿No trajiste ropa?

– La tengo en el coche -respondo.

Salgo ahora a la noche de la calle, menos luminosa que la de la huerta. El perro ladra mirando las sombras de las otras casas. Saco el maletín y luego llamo al perro, haciéndole entrar en la casa antes de cerrar el portón y atrancarlo, en un ademán que me devuelve también con precisión los gestos de otras noches lejanas.

Vuelvo a la cocina, me siento a la mesa, en el mismo sitio que lo hice cuando llegué, y Olvido me sirve la cena. Igual que antes, se sienta frente a mí y me mira mientras como.

– ¿No tomas nada tú?

– Come y calla -responde, risueña.

Cuando termino, recoge mis platos y cubiertos. Es entonces cuando se sirve otro tazón de café con leche, que miga con pan parsimoniosamente.

Yo la contemplo otra vez con embeleso y me voy sintiendo gozosamente cansado, soñoliento. Cuando ella se pone a fregar los cacharros, subo a mi habitación.

La llamábamos la habitación del espejo porque tenía un armario de luna. La cama era metálica, muy alta. Sobre la cabecera había un gran cuadro de la Virgen del Camino.

Me introduzco al fin en la cama, hundiéndome en el colchón, y apago la luz apretando el botón de la pera que cuelga entre los barrotes.

Ahora el silencio vuelve a tener el contrapunto de la lluvia y mi olfato registra con placer ese olor venerable a ropa, a maderas añejas.

Estoy flotando en una suave modorra cuando se abre la puerta.

– Qué pasa -exclamo-. ¿Eres tú, Olvido?

– Chist -dice ella-. Soy yo.

Oigo sus pasos atravesar a oscuras la habitación, siento sus manos tanteando la colcha, tanteando mis piernas. Ha levantado el embozo y se mete en la cama, acercando al mío su gran cuerpo. La cama cruje y quedamos pegados el uno al otro.

– Tengo miedo, tan sola -musita Olvido.

Aunque la luz sea tan escasa (porque es de noche)

Aunque la luz sea tan escasa (porque es de noche), es suficiente testimonio de tu lenta recuperación de la conciencia: la vas descubriendo poco a poco, como si ascendieses, sujeto de una cuerda, desde el fondo oscuro de una sima.

Intentas moverte sin conseguirlo y quedas así, boca arriba, mirando el cielo por el que se deslizan velozmente las nubes, ocultando intermitentemente las estrellas, tan brillantes en el frío, que al cabo de unos instantes de inmóvil contemplación parecen crecer y hacer más vivos sus destellos, como las nubes parecen hacerse cada vez más grandes, conviniendo el trenzado de sus gruesos volúmenes en los intestinos de alguna bestia inmensa muerta también allá arriba.

Al hilo del despertar, vas asumiendo el silencio que te rodea y la soledad de tu propio abandono como testimonios inequívocos de la derrota: la batalla debió terminar hace tiempo, acaso cuando los últimos reflejos de poniente, pero tú no lo supiste.

Sientes en las entrañas un dolor cada vez más agudo y comprendes que estás malherido, que te estás muriendo. Esto es, pues, morirse, piensas. Ir reduciendo de tamaño en la noche, mientras tu dolor convierte todo lo que te rodea en la imagen de su ámbito más concreto, y el universo no humano parece alzarse sobre ti como una presencia viva, como se alza un cuerpo humano junto a ese sapo que cruza la senda y que comprende de pronto la enorme presencia a su lado.

Entre el viento, que vuela sobre ti con rachas violentas, te llegan unos rumores muy precisos: chasquidos, rezongos, gorgoteos; cuando el viento reposa, los sonidos son claros y cercanos. Sólo un ignorante los confundiría con el meneo de las ramas o las corrientes del agua: son oliscadas, lametones, mordiscos. Los lobos han bajado a cebarse, mastican. Tú también has sido lobo y sabes que los lobos no respetan a los guerreros vencidos.

Has sido lobo como has sido trucha, como has sido golondrina de pecho amarillo, y toro mugidor, y gallo de mil gallinas, y cigüeña, y rebeco. En el fluir infinito de la vida has sido muchas vidas distintas, vidas que no recuerdas pero que mantuvieron a través de los tiempos tu sustancia.

Acaso tú también una noche has arrancado pedazos de carne del cuerpo de un guerrero moribundo y los has tragado con avidez, sin conocer que alguna vez serias consciente de ese posible pasado, cuando tus avatares culminasen en ser uno más entre los hombres verdaderos, uno más entre la gente del caldero de oro.

Hoy yaces vencido y, aunque sigues sujetando el escudo en una mano y la lanza en la otra (sientes en las palmas el tacto familiar de la madera y del cuero, resaltando en el frío, tan precisos como si los contemplases), lo haces solamente en la inercia de un gesto instintivo, ya sin firmeza alguna. Percibes en todos tus miembros la llegada de la muerte como la oscura melodía de una balada que se comprende sin oír, cantada con voces de negrura y no de sonido.

Tu propio cuerpo aquí tirado, abandonado al hambre de las bestias salvajes, indica que el resultado de la batalla ha sido desfavorable. Las sombras se han hecho aún más espesas en torno al futuro de tu pueblo. Esta noche, la sangre de los caballos no llenará el caldero, ni la sangre de los enemigos. No habrá fiesta a la luz del fuego, con cantos y danzas. Sin duda, ahora mismo, en la montaña, sin guerreros ya, las mujeres preparan la huida, la retirada a los ocultos escondites de los picos, seguras de que sus hombres no regresarán. Y te parece verlas, con los niños y los ganados, cargadas de fardos, sólo bultos en la noche como los de las peñas y los árboles.

Desde una época lejana, ahora se desentraña en ti, con todas sus circunstancias, tu propia historia. Tiene esa minuciosidad de los relatos que se cuentan junto al fuego en las noches de hilar.

El relato está comenzando. El narrador habla lentamente y los rostros de todos se vuelven hacia él. Habla de vosotros, los guardadores del caldero de oro. Ha señalado, poniendo mucho énfasis en su discurso, cómo aquella gloriosa custodia motivaba que vuestra presencia fuese sagrada entre todas las gentes del pueblo de los hombres verdaderos, en ambas orillas.

El caldero había venido con el pueblo, hacía mucho tiempo. Con los abuelos de los antiguos, mucho antes incluso de que fuesen viejas las noticias de los invasores venidos de donde nace el sol.

El narrador contará, como hacía el tío-señor-tío cuando erais niños tú y los guerreros de tu tiempo, la historia del caldero.

Tenía mucha magia, mucho poder. La mano del orfebre (un orfebre sin duda divino) había simbolizado en sus figuras la historia del pueblo, desde la dominación de las cosas y de los animales hasta la diseminación por los valles, las montañas y los ríos. La historia de su pasado, pero también la de su futuro: su destino. Había en el caldero figuras arcanas, enigmáticas, cuyo significado nadie podía descifrar: el gran torso que sostenía dos caballos, que era acaso el monte original donde nacieran los primeros hombres y los primeros caballos; los jinetes que cabalgaban aquellas truchas gigantescas en misterioso viaje; los portadores cornudos de las ruedas, que eran quizá el sol y las estrellas; la mujer que abre su sexo con las manos, que acaso es la luna; ese nadador que es también volador, nadador en el espacio.

Transportado a través de los tiempos, correspondía la guarda del caldero a una gente cada tres generaciones, y la gente que lo custodiaba era honrada por las demás gentes del pueblo: tenía el privilegio de los sacrificios (cuando, como ahora, había una guerra que afectaba a todos, o cuando los grandes cataclismos asolaban la tierra -aludes, riadas, la peste de las bestias-, o cuando nacían solamente niños o solamente niñas durante un largo período), ponía las condiciones en los juegos (marcaba los mojones en las carreras, cuidaba los gallos expiatorios) y daba fe de las suertes de prados y bosques, en los repartos que se hacían también cada tres generaciones.