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Ulises enciende el tocadiscos, baja el volumen hasta que la música no es más que un susurro acariciador, degradado.

– Te traeré tu bebida -le da un beso en la mejilla-. ¿Tienes ganas de ir al baño? No quiero que luego me digas que te estás meando. Te conozco, gatita -le guiña un ojo y le da otro beso, esta vez en la boca. Se va a la cocina.

Penélope conoce esta habitación tan bien como la suya propia. Ha estado aquí innumerables veces. Ha hecho bocadillos para ella y para el padre de Ulises, ha repasado los temas de los exámenes, ha posado en sujetador para que la retrate Ulises, se ha refugiado del mal humor de su madre, incluso ha dormido en esa cama en más de una ocasión. Ahora, no obstante, cree que ha entrado en un espacio insondable y desconocido, lleno de peligros. Un espacio profundo como el cosmos. Ésta es la cueva del dragón. El cubil del zorro. El escondrijo de la serpiente. Cada rincón está plagado de presagios sombríos. El aire que se respira aquí le quema los labios.

Se siente atontada. Quizás hubiera debido beber algo. Un whisky. Cerveza alemana. Sangría. Un par de litros de algo que pudiera entonarla.

Va al cuarto de baño, se sube la falda, se baja las bragas y se sienta a orinar. ¿Debería lavarse? ¿Tiene que usar el bidé como una prostituta francesa, o sería mejor una ducha?

Se huele los brazos, se quita las bragas y las olfatea como si buscara un rastro, frota su nariz contra la parte humedecida que ha llevado pegada al pubis hasta hace un segundo. No huele mal -huele a algo tierno, fecundo y escondido-, claro que es su propio olor, y eso no cuenta. Se dará una ducha, pase lo que pase una ducha no puede sentarle mal, el agua sobre su piel apaciguará este volcán de locura e inquietud que siente.

Abre el grifo y se desnuda. El agua es purificadora. El agua caliente arrasa las inmundicias por muy incrustadas que estén donde sea. Siente vértigo, cierra los ojos y piensa que el agua es un chorro de lava hirviendo y ella un árbol a punto de florecer en primavera.

– Penélope… ¿dónde estás? -Ulises entra en el baño, deja el vaso encima de una repisa, corre despacito la cortina de la ducha-. He llamado a la puerta, pero no me oías.

La mira desnuda bajo el agua. La mira como siempre la mira, como ella piensa que únicamente la mira a ella, y a nadie más.

– Estás temblando, ¿está fría el agua?

– Eh, no… No, no está fría.

– Tienes miedo -dice él-. No tenemos por qué hacer nada si tienes miedo. Si tú no quieres, no tenemos por qué hacer nada, te lo he dicho muchas veces.

Penélope se da la vuelta, cara a la pared, frente a frente con los azulejos del baño, decorados con motivos marinos. Barcos de vela. Ostras con perla. Olitas de mar. El agua le entra por los ojos y todo le parece ondulante y acuático, inestable.

– Sí, sí quiero. Quiero hacer contigo el amor. No voy a aplazar esto más. Quiero que tú seas el primero. Y también el último -dice de espaldas a Ulises-. Te quiero. Te, te… te he elegido, ¿entiendes?

Ulises entra en la ducha, al lado de ella, y se pone bajo el chorro del agua. Está vestido, sus zapatos sueltan chorretones negros al disolverse la porquería de las suelas en el agua caliente. Los pies de Penélope se ensucian al ser lamidos por esa hediondez.

– Cariño, cariño… -dice.

Le coge la cara entre las manos y la besa en los ojos, le pasa la lengua despacio por las cejas y baja hasta llegar a esa pequeña curva respingona que queda entre la nariz y el labio superior. Entonces la besa en la boca. La boca de ella busca la de él, frágil, vehemente.

Ulises se desnuda y deja caer la ropa y los zapatos, que atoran el sumidero en unos segundos. Cortan el agua y salen de allí. Él revuelve el armario hasta dar con una toalla limpia, y seca a Penélope despacio. El pelo, las axilas, las ingles, los pies. Igual que a una muñeca. La coge en brazos y salen al pasillo.

Él es fuerte. Ella sabe que es fuerte. Lo quiere así. Los techos son altísimos, el inmueble es antiguo.

– ¿Estás bien? -le pregunta.

– No. Sí. -Todavía está mojada, el pelo le chorrea un poco y cada vez que una gota rebota contra el suelo, la madera parece que cruje o que chisporrotea, a punto de incendiarse.

– No tengas miedo, te quiero, no voy a hacerte daño. Yo nunca te haría daño, lo sabes, ¿no?

– Sí. No.

Los engaños de los sentidos. La gran mentira de la carne mortal se pone en marcha. Penélope acurruca la cabeza contra el cuello de Ulises y le susurra que lo ama. Que lo ama y que lo ama.

Un estremecimiento la sacude. Su sangre es joven y ardiente. Lo ama y lo ama. Eso es lo que ocurre, nada más. Ulises la deja sobre la cama, tendida, puesta a secar. Un sueño empapado de labios rojos. Bonita y joven, asustada como una cervatilla.

Le besa los dedos de los pies. Se los cuenta igual que le cuenta los dedos de las manos, lo hace con la lengua. Uno, dos, cinco. Y otra vez uno, dos, cinco.

– Me haces cosquillas -dice Penélope-. No empieces.

Él va subiendo piernas arriba. Su lengua, sus músculos tensos que están esperando algo. Sus hombros de boxeador juvenil. Sus manos. No puede haber otras manos como las suyas en el mundo. ¿Qué hace con sus manos? ¿Dónde ha aprendido todo esto? Que nadie se atreva a decirle que en los libros. Todo no está en los libros. En los libros no puede haber ni una pequeña parte de todo lo que existe, de todo lo que es, de todo lo que hay, de todo lo que hubo, de todo lo que ha sido.

¿Dónde ha aprendido Ulises a hacer esto?

Ella se está derrumbando. La invade un torbellino de pensamientos equívocos. Quiere moverse, ayudarle, pero se siente absurdamente paralizada por la excitación, sobrecogida por lo que está ocurriendo. Debería hacer algo. Tocarlo, acariciarlo. Lo ha acariciado muchas veces. En ocasiones ha tocado incluso su pene -largo, sonrosado, huidizo, un animal extraño con el que nunca ha sabido qué hacer-, le ha besado la espalda, la cintura, los huevos. Pero ahora no puede hacer nada. La inmovilidad es su refugio en medio de la tormenta de estas sensaciones. Permanece atenta a cada lengüetazo, a cada pulsión de la yema de los dedos de Ulises, los está disfrutando.

¿Han pasado minutos, horas, días desde que están aquí, solos en este cuarto? Inmensidades de tiempo, en cualquier caso.

Él le besa el pecho. Acaricia con los labios sus pezones. Se han arrugado hasta convertirse en dos botones pequeños e insolentes.

Jadea.

– Podría comerte -dice Ulises-. Pero no te comeré.

Ulises le levanta las caderas con sus manos. Sus dedos, ¿dónde están ahora sus dedos? Penélope no puede ver, no distingue quién es quién. Delirios erráticos, redundancia. Su pensamiento está lleno de olores y sólo hay eso. La polla de él no es más que un espacio imaginario que penetra -suave, muy suavemente- dentro de su cuerpo, que es otro espacio imaginario.

El dolor -discreto, persistente y humillante- no puede evitar que Penélope deje escapar una espiración satisfecha. Está viviendo una fantasía tan densa que parece real. No es capaz de desligar el daño del goce, de hacer con ellos dos montoncitos separados: Garbanzos negros, garbanzos blancos.

Él sale de su cuerpo pronto.

– Tranquila, ¿te ha dolido? -le pregunta con la boca encima de su boca; se están respirando-. Tranquila, tranquila… Esto es el amor.

Y ella no sabe que lo que él dice es cierto.

Ulises no se ha corrido, tampoco lo hará luego. No quiere saciarse, no es eso. No, no es eso. Sólo quiere que ella sepa lo que es el amor, está dispuesto a enseñárselo.

Mete la cabeza entre las piernas de Penélope. ¿Qué pretende? Nunca nadie había puesto su lengua ahí. Nadie en toda la vida. Era un sitio inaccesible. La más alta cumbre, el más hondo abismo. Qué sensación tan tierna, tan vulgar. Penélope es una uva verde y jugosa, y Ulises la está chupando, exprimiendo, comiéndosela. Agarra la cabeza de él, la presiona un poco contra su vientre.