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De pronto, la chica siente miedo. Al dolor, a la decepción, a la pérdida. Tal vez no sea una buena idea, después de todo. No deberían acostarse juntos todavía. Tendrían que prolongar indefinidamente ese estado de extraña inocencia en el que se encuentran. Con besos que son acontecimientos. Con caricias por debajo de las bragas y fantasías y música y pretensiones y nada más. No quiere dejar de ser una niña (nunca querrá dejar de serlo; sin embargo, eso tampoco ella lo sabe en este momento). No quiere que su vagina se ensanche tras el coito hasta hacerse tan grande como un túnel, hasta que pueda entrar cualquier cosa por ella. Trenes, fugitivos, cualquier cosa. Ah, cualquier cosa no, por favor. Ella no quiere. No quiere volverse viciosa ni arrebatada ni madura.

Desea quedarse estancada en este momento de su vida. Un bosque congelado, una reserva natural. Inmóvil, sin cambiar nunca. Como una postal, una fotografía perfecta. Quiere que ocurra ahora. Ahora que ignora tantas cosas, que es inoportuna, torpe y vital. Quiere mantenerse intacta, dormida en una de las cimas del paraíso, y permanecer así por los siglos de los siglos para que todo el mundo pueda mirarla, apreciar la maravilla.

– ¿Qué te pasa? -le pregunta Ulises, y deja correr morosamente la mano por su espalda, va bajando por su cintura, un poco más y otro poco.

¿Qué le pasa? ¿Niñerías? ¿Miedo? ¿Confusión? Vértigo, tal vez. Le gustaría llamar a Vili y pedirle su opinión, pero probablemente se enfadaría con ella, le diría que ya es mayor de edad, que prefiere no estar al tanto, y luego no dejaría de mirarla enfurruñado, en silencio, de forma rara, durante meses y meses. Además, Ulises no la dejaría llamarlo. Volvería a besarla en la oreja, le pediría que lo olvidara y ella lo haría.

– Venga, Penélope… -La mano va bajando, un poco más, otro poco. Resulta difícil andar así por la calle; la gente empezará a mirarlos; cualquiera que se ponga detrás de ellos podrá verle a la chica la ropa interior-. ¿Tienes miedo?

– No. -Siente un pánico que la paraliza.

– Mi padre no está en casa, no vuelve hasta el lunes. Iremos a mi habitación. No tienes nada que temer. Pondré música, y tengo… bueno, ya sabes.

– No, no sé.

– Preservativos.

– Ya. Tenemos que preservarnos.

Aunque el amor no pueda protegerse, en realidad.

No consigue andar bien, apenas si puede dar un paso sin sentir que se le doblarán las piernas y caerá arrodillada en mitad de la acera, como una potrilla que acaba de nacer.

Mira el rostro de la gente con la que se cruzan al pasar. Todos parecen estar afligidos por padecimientos atroces. Ulises la besa en el cuello, y Penélope mira a las estrellas, un poco compungida. Ulises saborea su cuello, da pequeñas chupadas a la piel limpia y perfecta. Ella nota la barbita suave y rubia de él arañando ahí, irritándola lenta y enloquecedoramente.

– Podría comerte -dice él-. Eres como un melocotón. Llegaría hasta el hueso. Y lo roería como un perro hambriento.

Están a punto de tropezar con otras personas que andan por la acera en sentido contrario. ¿Por qué cuando una está enamorada toda la gente con la que se cruza parece ir en sentido contrario?

– Cogeremos un taxi -dice Ulises.

– Por mí… -Penélope empieza a estar mareada, le gustaría irse a casa corriendo, dejarlo allí plantado. Que se jodan los chicos, como dice Vili, que se la machaquen con una piedra.

– Llegaremos antes, no quiero que te canses ni que te pongas nerviosa. -Ulises saca la mano de debajo de su falda, suelta las pequeñas bragas de algodón de la chica, que tenía enredadas entre los dedos.

– Por mí no hace falta, de hecho creo, creo…

Ulises se aleja un poco de Penélope, pisa la calzada, otea la calle en busca de la luz verde de un taxi. Es tan guapo, y tiene ese aire tan decidido, que mirarlo resulta insoportablemente grato.

– No sé por qué, siempre que necesitas un taxi en esta jodida ciudad… no hay manera -refunfuña, dice algo en alemán, por lo bajo.

Penélope se acerca a la pared de un edificio próximo mientras lo espera. Necesita apoyar la espalda contra algo. Cualquier cosa sólida que evite que se caiga redonda en el suelo. Algo que la mantenga despierta y en posición vertical. No se lo puede creer. No puede creerse que se sienta así de mal, débil y aterrorizada, cuando ha sido ella la que ha propuesto hacerlo. Ulises nunca la ha presionado, jamás ha insinuado que deberían darse prisa en hacerlo, dice que ni siquiera le parece que hacerlo sea algo importante. Ella sabe que es verdad, que él no miente, que no disimula. Sabe que puede esperarla todo el tiempo que Penélope desee. Pero también teme que busque a otra. Sabe que lo hará, que lo ha hecho o que no tardará mucho en pensarlo. Sospecha que tiene a otra chica. Otras incluso. Que tiene una multitud de chicas entre los quince y los setenta y cinco años (a Ulises la edad de las mujeres no es algo que le preocupe o que le moleste, precisamente), que tiene a su disposición un montón de mujeres apasionadas que no le dan tantas vueltas a las cosas como hace Penélope. Que disfrutan de su cuerpo y saben cómo hacer gozar a un hombre. Sí, las tiene por ahí, escondidas en alguna parte, tiene en alguna parte a todas esas chicas complacientes y alegres, sencillas, siempre abiertas de piernas, pasándose la lengua por los labios.

No cree que él sea virgen como ella.

A Penélope le resulta difícil imaginarlo.

«Los chicos se buscan pronto la vida», le dice Vili. Y añade que él también fue chico y por eso lo sabe, de buena tinta. Dice que los hombres sólo piensan en ir esparciendo por ahí su semilla y lo mismo les da si cae sobre diosas o paralíticas, sobre vacas o en medio de un campo rebosante de amapolas.

Ulises y Penélope han crecido juntos, se han besado, han rodado con las piernas entrelazadas por el suelo, conocen sus cuerpos y sus lenguas, cada rincón de piel del otro, han trenzado miles de veces sus pensamientos y sus manos, ¿qué necesidad habría de consumar un acto así de carnal, de implacable, de infligir esa herida sin remedio en el cuerpo de Penélope, si no fuese porque ella teme que podría perderlo?

Está bien, piensa Penélope, está bien. No lo perderé, no puedo perder a este hombre. Éste es mi hombre y no voy a perderlo.

Ulises consigue que se detenga un taxi y le abre la puerta para que entre ella primero.

Le apoya la mano en las caderas mientras la chica pasa y se acomoda en el vehículo. Huele a humo de habanos, y la radio está conectada en una emisora deportiva.

Él le coge las manos con sus manos mientras le dice al taxista la dirección. Le cuenta los dedos uno por uno, los de las dos manos de Penélope, que tiemblan un poco.

– ¿Cómo estás? -le pregunta-. ¿Estás tranquila?

Penélope deja escapar un gemido apenas audible. Le gustaría hacer pedazos la realidad. Rasgarla con sus uñas como si fuera un póster de papel policromado, y luego patearla acusadoramente dando gritos de guerra.

– No sé, tengo… Tengo la boca seca -dice.

– Cuando lleguemos a casa te pondré algo de beber. Una Pepsi bien fría. Con mucho hielo.

– Sí. Eso.

El taxi se detiene frente al edificio, Ulises paga la carrera, baja del coche, se acerca hasta la puerta de Penélope. Penélope todavía sigue sentada dentro del automóvil, no ha hecho ni un solo ademán que indique que piensa moverse y salir de allí algún día.

– Venga, melocotoncito -dice él, y le abre la portezuela, le tiende la mano con una sonrisa. Sonríe pocas veces de manera tan abierta. ¿Por qué, entonces, Penélope no consigue apreciar del todo esa sonrisa?

Cuando entran, la casa está a oscuras y él enciende una lamparilla china que hay sobre el aparador del vestíbulo.

Su habitación da a la calle, pero es una calle tranquila, apenas pasa algún coche de cuando en cuando, y están en un séptimo piso. El alumbrado callejero se cuela débilmente dentro del dormitorio y forma surcos de borrosa luz amarilla que parecen estar acechando a Penélope, igual que rayos justicieros.