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Carlos Wieder, mientras tanto, seguía en el cielo luchando contra los elementos. Sólo un puñado de amigos y dos periodistas que en sus ratos libres escribían poemas surrealistas (o superrealistas, como solían decir utilizando un españolismo más bien gilipollas) siguieron desde la pista espejeante de lluvia, en una estampa que parecía sacada de una película de la Segunda Guerra Mundial, las evoluciones del avioncito debajo de la tormenta. Por lo que respecta a Wieder, acaso no se diera cuenta de que su público se había tornado tan exiguo.

Escribió, o pensó que escribía: La muerte es mi corazón. Y después: Toma mi corazón. Y después su nombre: Carlos Wieder, sin temerle a la lluvia ni a los relámpagos. Sin temerle, sobre todo, a la incoherencia.

Y después ya no tenía humo para escribir (desde hacía un rato el humo que escapaba del fuselaje daba la impresión, más que de escritura, de incendio, un incendio que se fundía con la lluvia) pero escribió: La muerte es resurrección y los fieles que permanecían abajo no entendieron nada pero entendieron que Wieder estaba escribiendo algo, comprendieron o creyeron comprender la voluntad del piloto y supieron que aunque no entendieran nada estaban asistiendo a un acto único, a un evento importante para el arte del futuro. Después Carlos Wieder aterrizó sin ningún problema (quienes lo vieron dicen que sudaba como si acabara de salir de una sauna), se llevó una reprimenda del oficial de la torre de control y de algunos altos mandos que aún deambulaban por entre los restos del cóctel y tras beber, de pie, una cerveza (no habló con nadie, contestó las preguntas que se le hicieron con monosílabos), se marchó al departamento de Providencia a preparar el segundo acto de su gala santiaguina.

Todo lo anterior tal vez ocurrió así. Tal vez no. Puede que los generales de la Fuerza Aérea Chilena no llevaran a sus mujeres. Puede que en el aeródromo Capitán Lindstrom jamás se hubiera escenificado un recital de poesía aérea. Tal vez Wieder escribió su poema en el cielo de Santiago sin pedir permiso a nadie, sin avisar a nadie, aunque esto es más improbable. Tal vez aquel día ni siquiera llovió sobre Santiago, aunque hay testigos (ociosos que miraban hacia arriba sentados en el banco de un parque, solitarios asomados a una ventana) que aún recuerdan las palabras en el cielo y posteriormente la lluvia purificadera. Pero tal vez todo ocurrió de otra manera. Las alucinaciones, en 1974, no eran infrecuentes.

La exposición fotográfica en el departamento, sin embargo, ocurrió tal y como a continuación se explica.

Los primeros invitados llegaron a las nueve de la noche. La mayoría eran amigos desde la adolescencia y hacía tiempo que no se reunían. A las once había unas veinte personas, todas razonablemente ebrias. Todavía nadie había entrado al cuarto de huéspedes en donde dormía Wieder y en cuyas paredes pensaba exponer las fotos al criterio de sus amigos. El teniente Julio César Muñoz Cano, que años después publicaría el libro Con la soga al cuello, especie de narración autobiográfica y autofustigadora sobre su actuación en los primeros años de gobierno golpista, escribe que Carlos Wieder se comportaba de manera normal (o tal vez anormal: estaba mucho más tranquilo que de costumbre, incluso humilde, con el rostro como permanentemente acabado de lavar), atendía a los invitados como si la casa fuera suya (la camaradería era total, demasiado buena, demasiado ideal, escribe Muñoz Cano), saludaba con cariño a los compañeros de promoción a quienes no veía desde hacía mucho, condescendía a comentar los incidentes de aquella mañana en el aeródromo sin darles y sin darse mayor importancia, soportaba de buen grado las bromas usuales (a veces pesadas, a veces francamente de mal gusto) en este tipo de reuniones. De vez en cuando desaparecía, se encerraba en el cuarto (y esta vez sí que el cuarto estaba cerrado con llave), pero sus ausencias nunca duraban mucho.

Por fin, a las doce de la noche en punto, pidió silencio subido a una silla en medio del living y dijo (palabras textuales, según Muñoz Cano) que ya era hora de empaparse un poco con el nuevo arte. Otra vez era el Wieder de siempre, dominante, seguro, con los ojos como separados del cuerpo, como si miraran desde otro planeta. Después se abrió paso hasta la puerta de su cuarto y fue dejando pasar a sus invitados uno por uno. Uno por uno, señores, el arte de Chile no admite aglomeraciones. Cuando dijo esto (según Muñoz Cano), Wieder empleó un tono jocoso y miró a su padre, a quien hizo un guiño con el ojo izquierdo y después con el ojo derecho. Como si de nuevo con doce años de edad le hiciera una señal secreta. El padre mostraba un rostro apacible y sonrió a su hijo.

La primera en entrar fue Tatiana von Beck Iraola, como era lógico dada su condición de mujer y su carácter impulsivo y caprichoso. La Tatiana, escribe Muñoz Cano, era nieta, hija y hermana de militares y a su manera un tanto alocada una mujer independiente, que siempre hacía lo que quería, salía con quien se le antojaba y tenía opiniones estrambóticas, muchas veces contradictorias, pero a menudo originales. Años después se casó con un pediatra, se fueron a vivir a La Serena y tuvo seis hijos. La Tatiana de aquella noche, recuerda Muñoz Cano con melancolía ligeramente teñida de horror, era una muchacha hermosa y confiada y entró en el cuarto con la esperanza de encontrar retratos heroicos o aburridas fotografías de los cielos de Chile.

La habitación estaba iluminada de la forma usual. Ni una lámpara de más, ni un foco extra que realzara la visión de las fotos. La habitación no debía semejar una galería de arte sino precisamente una habitación, una pieza prestada, el habitáculo de paso de un joven. Por supuesto, no hubo luces de colores como alguien dijo, ni música de tambores saliendo de un radiocasete oculto bajo la cama. El ambiente debía ser casual, normal, sin estridencias.

Afuera, la fiesta proseguía. Los jóvenes bebían como jóvenes y como triunfadores y además aguantaban la bebida como chilenos. Las risas eran contagiosas, recuerda Muñoz Cano, ajenas a cualquier amenaza, a cualquier sombra. En alguna parte un trío se puso a cantar abrazados, acompañados por la guitarra de uno de ellos. Apoyados en las paredes, en grupos de dos o de tres, algunos hablaban sobre el futuro o sobre el amor. Todos estaban contentos de estar allí, en la fiesta del piloto poeta; estaban contentos de ser lo que eran y de ser, además, amigos de Carlos Wieder, aunque no lo entendieran del todo, aunque notaran la diferencia que existía entre ellos y él. En el pasillo la cola se deshacía a cada instante; a unos se les acababa el alcohol e iban a por más, otros se trababan en reafirmaciones de amistad y de lealtad eternas que los llevaban, como una ola protectora, otra vez al living, de donde volvían, mareados, con los pómulos colorados, a recuperar su lugar en la cola. El humo, sobre todo en el pasillo, era considerable. Wieder permanecía de pie en el quicio de la puerta. Dos tenientes discutían y se empujaban (pero suavemente) en el baño al fondo del pasillo. El padre de Wieder era de los pocos que estaban serios y firmes en la cola. Muñoz Cano se movía, según confesión propia, arriba y abajo, nervioso y lleno de oscuros presagios. Los dos reporteros surrealistas (o superrealistas) dialogaban con el dueño de la casa. En alguna de sus idas y venidas Muñoz Cano consiguió oír algunas palabras: hablaban de viajes, el Mediterráneo, Miami, playas cálidas, botes de pescadores, mujeres exuberantes.

No había pasado un minuto cuando Tatiana von Beck volvió a salir. Estaba pálida y desencajada. Todos la vieron. Ella miró a Wieder -parecía como si le fuera a decir algo pero no encontrara las palabras- y luego trató de llegar al baño. No pudo. Vomitó en el pasillo y después, trastabillándose, se fue del departamento ayudada por un oficial que galantemente se ofreció a acompañarla hasta su casa pese a las protestas de la Von Beck que prefería irse sola.