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Se marchó cuando empezaba a anochecer. Buscó en el bolsillo del pantalón una moneda y la dejó sobre la mesa como exigua propina. Cuando sentí que, a mis espaldas, la puerta se cerraba, no supe si ponerme a reír o a llorar. Respiré aliviado. Era tan intensa la sensación de libertad, de problema finiquitado, que temí despertar la curiosidad de los que estaban en el bar. Los dos hombres seguían junto a la barra hablando a media voz (en modo alguno discutiendo), con todo el tiempo del mundo a su disposición. El camarero tenía un cigarrillo en los labios y observaba a la mujer que de vez en cuando levantaba la vista de su revista y le sonreía. La mujer debía de andar por la treintena y su perfil era muy hermoso. Parecía una griega pensativa. O una griega renegada. Me sentí, de improviso, con hambre y feliz. Le hice una seña al camarero. Pedí un bocadillo de jamón serrano y una cerveza. Cuando me lo sirvió intercambiamos unas palabras. Después traté de seguir leyendo pero era incapaz, así que decidí esperar a Romero comiendo y bebiendo y mirando el mar desde la ventana.

Al cabo de un rato llegó Romero y nos marchamos. AI principio pareció que nos alejábamos del edificio de Wieder pero en realidad sólo estábamos dando un rodeo. ¿Es él?, preguntó Romero. Sí, le dije. ¿Sin ninguna duda? Sin ninguna duda. Iba a añadir algo más, consideraciones éticas y estéticas sobre el paso del tiempo (una estupidez, pues el tiempo, en lo que a Wieder concernía, era como una roca), pero Romero apuró el paso. Está trabajando, pensé. Estamos trabajando, pensé con horror. Dimos vueltas por calles y callejones, siempre en silencio, hasta que el edificio de Wieder se recortó contra el cielo iluminado por la luna. Singular, distinto de los demás edificios que ante su presencia parecían encogerse, difuminarse, tocado por una vara mágica o por una soledad más potente que la del resto.

De pronto entramos en un parque, pequeño y frondoso como un jardín botánico. Romero me señaló un banco casi oculto por las ramas. Espéreme aquí, dijo. Al principio me senté con docilidad. Luego busqué su cara en la oscuridad. ¿Lo va a matar?, murmuré. Romero hizo un gesto que no pude ver. Espéreme aquí o váyase a la estación de Blanes y coja el primer tren. Nos veremos más tarde en Barcelona. Es mejor que no lo mate, dije.

Una cosa así nos puede arruinar, a usted y a mí, y además es innecesario, ese tipo ya no le va a hacer daño a nadie. A mí no me va a arruinar, dijo Romero, al contrario, me va a capitalizar. En cuanto a que no puede hacer daño a nadie, qué le voy a decir, la verdad es que no lo sabemos, no lo podemos saber, ni usted ni yo somos Dios, sólo hacemos lo que podemos. Nada más. No podía verle el rostro pero por la voz (una voz que surgía de un cuerpo completamente inmóvil) supe que estaba esforzándose por ser convincente. No vale la pena, insistí, todo se acabó. Ya nadie hará daño a nadie. Romero me palmeó el hombro. En esto es mejor que no se meta, dijo. Ahora vuelvo.

Me quedé sentado observando los arbustos oscuros, las ramas que se entrelazaban e intersecaban tejiendo un dibujo al azar del viento mientras escuchaba las pisadas de Romero que se alejaba. Encendí un cigarrillo y me puse a pensar en cuestiones sin importancia. El tiempo, por ejemplo. El calentamiento de la Tierra. Las estrellas cada vez más distantes.

Traté de pensar en Wieder, traté de imaginarlo solo en su piso, que elegí impersonal, en la cuarta planta de un edificio de ocho plantas vacío, mirando la televisión o sentado en un sillón, bebiendo, mientras la sombra de Romero se deslizaba sin titubear hacia su encuentro. Traté de imaginarme a Wieder, digo, pero no pude. O no quise.

Media hora después Romero regresó. Debajo del brazo traía una carpeta con papeles, de esas que usan los escolares y que se cierran con elásticos. Los papeles abultaban, pero no demasiado. La carpeta era verde, como los arbustos del parque, y estaba ajada. Eso era todo. Romero no parecía distinto. No parecía ni mejor ni peor que antes. Respiraba sin dificultad. Al mirarlo me pareció idéntico a Edward G. Robinson. Como si Edward G. Robinson hubiera entrado en una máquina de moler carne y hubiera salido transformado: más flaco, la piel más oscura, más pelo, pero con los mismos labios, la misma nariz y sobre todo los mismos ojos. Ojos que saben. Ojos que creen en todas las posibilidades pero que al mismo tiempo saben que nada tiene remedio. Vamonos, dijo. Tomamos el autobús que enlaza Lloret con la estación de Blanes y luego el tren a Barcelona. Durante el viaje Romero intentó hablar en un par de ocasiones. En una alabó la estética «francamente moderna» de los trenes españoles. En la otra dijo que era una pena, pero que no iba a poder ver un partido del Barcelona en el Camp Nou. Yo no dije nada o contesté con monosílabos. No estaba para conversaciones. Recuerdo que la noche, por la ventanilla del tren, era hermosa y serena. En algunas estaciones subían muchachos y muchachas que bajaban en el pueblo siguiente, como si estuvieran jugando. Probablemente se dirigían a discotecas próximas, atraídos por el precio y la cercanía. Todos eran menores de edad y algunos tenían pinta de héroes. Se les veía felices. Después nos detuvimos en una estación más grande y subió un grupo de trabajadores que podían haber sido sus padres. Y después, pero no sé cuándo, atravesamos varios túneles y alguien gritó, una adolescente, cuando las luces del vagón se apagaron. Miré entonces la cara de Romero, se le veía igual que siempre. Finalmente, cuando llegamos a la estación de Plaza Cataluña pudimos hablar. Le pregunté cómo había sido. Como son estas cosas, pues, dijo Romero, difíciles.

Fuimos andando hasta mi casa. Allí abrió su maleta, extrajo un sobre y me lo alargó. En el sobre había trescientas mil pesetas. No necesito tanto dinero, dije después de contarlo. Es suyo, dijo Romero mientras guardaba la carpeta entre su ropa y después volvía a cerrar la maleta. Se lo ha ganado. Yo no he ganado nada, dije. Romero no contestó, entró a la cocina y puso agua a hervir. ¿Adonde va?, le pregunté. A París, dijo, tengo vuelo a las doce; esta noche quiero dormir en mi cama. Nos tomamos un último té y más tarde lo acompañé a la calle. Durante un rato estuvimos esperando a que pasara un taxi, de pie en el bordillo de la acera, sin saber qué decirnos. Nunca me había ocurrido algo semejante, le confesé. No es cierto, dijo Romero muy suavemente, nos han ocurrido cosas peores, piénselo un poco. Puede ser, admití, pero este asunto ha sido particularmente espantoso. Espantoso, repitió Romero como si paladeara la palabra. Luego se rió por lo bajo, con una risa de conejo, y dijo claro, cómo no iba a ser espantoso. Yo no tenía ganas de reírme, pero también me reí. Romero miraba el cielo, las luces de los edificios, las luces de los automóviles, los anuncios luminosos y parecía pequeño y cansado. Dentro de muy poco, supuse, cumpliría sesenta años. Yo ya había pasado los cuarenta. Un taxi se detuvo junto a nosotros. Cuídese, mi amigo, dijo finalmente y se marchó.