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Muchos años después Bibiano fue a Puerto Montt y buscó la casa paterna de Juan Stein. No encontró a nadie con ese nombre. Había un Stone y dos Steiner y tres Steen de la misma familia. El Stone lo descartó enseguida. Visitó a los dos Steiner y a los tres Steen. Estos últimos poco pudieron decirle, no eran judíos, nada sabían de ninguna familia Stein o Cherniakovski, preguntaron a Bibiano si él era judío o si había dinero en el asunto. En esa época, supongo, Puerto Montt estaba embarcada de lleno en el crecimiento económico. Los Steiner sí que eran judíos, pero su familia venía de Polonia y no de Ucrania. El primer Steiner, un ingeniero agrónomo grande y con exceso de peso, no le fue de gran ayuda. La segunda Steiner, tía del anterior y profesora de piano en el Liceo, recordaba a una viuda Stein que en 1974 se había ido a vivir a Llanquihue. Pero esta señora, declaró la pianista, no era judía. Un poco confuso, Bibiano viajó a Llanquihue. Seguramente, pensó, la profesora de piano confundía a la viuda Stein debido a su judaismo no practicante. Conociendo a Juan Stein y sus antecedentes familiares (el tío general del Ejército Rojo) no era de extrañar que fuesen ateos.

En Llanquihue no le costó mucho encontrar la casa de la viuda Stein. Era una casita de madera pintada de verde, en las afueras del pueblo. Cuando traspuso la reja un perro amistoso, de color blanco y con manchas negras como una vaca en miniatura, salió a recibirlo y al cabo de un rato, después de tocar un timbre que sonaba como una campana o que tal vez era una campana, abrió la puerta una mujer de unos treintaicinco años, una de las mujeres más guapas que Bibiano había visto nunca.

Preguntó si allí vivía la viuda Stein. Vivía, pero de eso hace mucho, contestó la mujer alegremente. Qué pena, dijo Bibiano, desde hace diez días que la ando buscando y pronto tendré que volver a Concepción. La mujer entonces lo hizo pasar, le dijo que estaba a punto de tomar once y si quería acompañarla, Bibiano dijo que sí, por supuesto, y después la mujer le confesó que la viuda Stein hacía ya tres años que había muerto. De pronto la mujer pareció entristecerse y Bibiano se dijo que la culpa era suya. La mujer había conocido a la viuda Stein y aunque nunca fueron amigas tenía una buena opinión de ella: una mujer un poco dominante, una de esas alemanas cuadradas, pero en el fondo una buena persona. Yo no la conocí, dijo Bibiano, en realidad la buscaba para darle la noticia de la muerte de su hijo, pero tal vez sea mejor así, siempre es terrible decirle a alguien que se le ha muerto un hijo. Eso es imposible, dijo la mujer. Ella sólo tenía un hijo y éste aún estaba vivo cuando ella murió, de él sí que puedo decir que fui amiga. Bibiano sintió que el pan con palta se le atragantaba. ¿Un solo hijo? Sí, un solterón muy buen mozo, no sé por qué no se casó nunca, supongo que era muy tímido. Entonces me debo haber confundido otra vez, dijo Bibiano, debemos estar hablando de dos familias Stein diferentes. ¿El hijo de la viuda ya no vive en Llanquihue? Murió el año pasado en un hospital de Valdivia, eso me dijeron, éramos amigos pero yo nunca lo fui a ver al hospital, no teníamos una amistad tan grande. ¿De qué murió? Creo que de cáncer, dijo la mujer mirando las manos de Bibiano. ¿Y era de izquierdas, verdad?, dijo Bibiano con un hilo de voz. Puede ser, dijo la mujer, repentinamente otra vez alegre, le brillaban los ojos, decía Bibiano, como no he visto brillar los ojos de nadie, era de izquierdas pero no militaba, era de la izquierda silenciosa, como tantos chilenos desde 1973. ¿No era judío, verdad? No, dijo la mujer, aunque quién sabe, a mí las cuestiones de religión la verdad es que no me interesan, pero no, no creo que fueran judíos, eran alemanes. ¿Cómo se llamaba él? Juan Stein. Juanito Stein. ¿Y qué hacía? Era profesor, aunque su afición era arreglar motores, de tractores, de cosechadoras, de pozos, de lo que fuera, un verdadero genio de los motores. Y se sacaba un buen sobresueldo con eso. A veces fabricaba él mismo las piezas de recambio. Juanito Stein. ¿Está enterrado en Valdivia? Me parece que sí, dijo la mujer y volvió a entristecerse.

Así que Bibiano fue al cementerio de Valdivia y durante todo un día, acompañado por uno de los encargados al que ofreció una buena propina, buscó la tumba de aquel Juan Stein, alto, rubio, pero que nunca salió de Chile, y por más que buscó no la halló.

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También desapareció en los últimos días de 1973 o en los primeros de 1974 Diego Soto, el gran amigo y rival de Juan Stein.

Siempre estaban juntos (aunque nunca vimos a uno en el taller del otro), siempre discutiendo de poesía aunque el cielo de Chile se cayera a pedazos, Stein alto y rubio, Soto bajito y moreno, Stein atlético y fuerte, Soto de huesos delicados, con un cuerpo en donde ya se intuían redondeces y blanduras futuras, Stein en la órbita de la poesía latinoamericana y Diego Soto traduciendo a poetas franceses que en Chile nadie conocía (y que mucho me temo siguen sin conocer). Y eso, como es natural, le daba rabia a mucha gente. ¿Cómo era posible que ese indio pequeñajo y feo tradujera y se carteara con Alain Jouffroy, Denis Roche, Marcelin Pleynet? ¿Quiénes eran, por Dios, Michel Bulteau, Matthieu Messagier, Claude Pelieu, Franck Venaille, Fierre Tilman, Daniel Biga? ¿Qué méritos tenía ese tal Georges Perec cuyos libros publicados en Denoël el huevón pretencioso de Soto paseaba de un lado a otro? El día en que se le dejó de ver deambulando por las calles de Concepción, con sus libros bajo el brazo, siempre correctamente vestido (al contrario que Stein, que vestía como un vagabundo), camino a la Facultad de Medicina o haciendo cola en algún teatro o en algún cine, cuando se evaporó en el aire, en fin, nadie lo echó de menos. A muchos les hubiera alegrado su muerte. No por cuestiones estrictamente políticas (Soto era simpatizante del Partido Socialista, pero sólo eso, simpatizante, ni siquiera un votante fiel, yo diría que un izquierdista pesimista) sino por razones de índole estética, por el placer de ver muerto a quien es más inteligente que tú y más culto que tú y carece de la astucia social de ocultarlo. Escribirlo ahora parece mentira. Pero era así, los enemigos de Soto hubieran sido capaces de perdonarle hasta su mordacidad; lo que no le perdonaron jamás fue su indiferencia. Su indiferencia y su inteligencia.

Pero Soto, igual que Stein (al que por cierto nunca más vio), reapareció exiliado en Europa. Primero estuvo en la RDA, de donde salió a la primera oportunidad tras varios sucesos desagradables. Se cuenta, en el triste folklore del exilio -en donde más de la mitad de las historias están falseadas o son sólo la sombra de la historia real-, que una noche otro chileno le dio una paliza de muerte que terminó con Soto en un hospital de Berlín con traumatismo craneal y dos costillas rotas. Después se instaló en Francia en donde subsistió dando clases de español y de inglés y traduciendo para ediciones no venales a algunos escritores singulares de Latinoamérica, casi todos de principios de siglo, cultores de lo fantástico o de lo pornográfico, entre los que se contaba el olvidado novelista de Valparaíso Pedro Pereda, que era fantástico y pornográfico al mismo tiempo, autor de un relato sobrecogedor en el que a una mujer le van creciendo o más propiamente se le van abriendo sexos y anos por todas las partes de su anatomía, ante el natural espanto de sus familiares (el relato transcurre en los años veinte, pero supongo que al menos la sorpresa hubiera sido igual en los setenta o en los noventa), y que termina recluida en un burdel del norte, un burdel para mineros, encerrada en el burdel y dentro del burdel encerrada en su habitación sin ventanas, hasta que al final se convierte en una gran entrada-salida disforme y salvaje y acaba con el viejo macró que regenta el burdel y con las demás putas y con los horrorizados clientes y luego sale al patio y se interna en el desierto (caminando o volando, Pereda no lo aclara) hasta que el aire se la traga.