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La información la obtuve mientras recorría los túneles. Sus padres no estaban preocupados, probablemente, pensaban, habían decidido vivir juntos y cambiar de madriguera. Pero cuando ya me iba, sin darle demasiada importancia a la doble desaparición, un amigo de ambos me dijo que ni el joven Eustaquio ni la joven Marisa habían manifestado jamás una intención semejante. Eran amigos, simplemente, buenos amigos, sobre todo si se tenía en cuenta la peculiaridad de Eustaquio. Pregunté qué clase de peculiaridad era ésa. Componía y declamaba versos, dijo el amigo, lo que lo hacía manifiestamente inhábil para el trabajo. ¿Y Marisa qué?, dije. Ella no, dijo el amigo. No qué, dije yo. No tenía ninguna peculiaridad de ese tipo. A otro policía cualquiera esta información le habría parecido carente de interés. A mí me despertó el instinto. Pregunté si en los alrededores de la madriguera había una alcantarilla muerta. Me dijeron que la más próxima estaba a unos dos kilómetros de allí, en un nivel inferior. Encaminé mis pasos en esa dirección. En el trayecto me encontré a un viejo seguido de un grupo de cachorros. El viejo les hablaba sobre los peligros de las comadrejas. Nos saludamos. El viejo era un maestro y estaba de excursión. Los cachorros aún no eran aptos para el trabajo, pero pronto lo serían. Les pregunté si habían visto algo raro durante el paseo. Todo es raro, me gritó el viejo mientras nos alejábamos en distintas direcciones, lo raro es lo normal, la fiebre es la salud, el veneno es la comida. Luego se puso a reír afablemente y su risa me siguió incluso cuando me metí por otro conducto.

Al cabo de un rato llegué a la alcantarilla muerta. Todas las alcantarillas de aguas estancas se parecen, pero yo sé distinguir con poco margen de error si alguna vez he estado allí o si, por el contrario, es la primera vez que me introduzco en una de ellas. Aquélla no la conocía. Durante un rato la examiné, por si encontraba el modo de entrar sin necesidad de mojarme. Luego me eché al agua y me deslicé hacia la alcantarilla. Mientras nadaba creí ver unas ondas que surgían de una isla de desperdicios. Temí, como era lógico, la aparición de una serpiente, y me aproximé a toda velocidad a la isla. El suelo era blando y al caminar uno se enterraba en un limo blancuzco hasta las rodillas. El olor era el de todas las alcantarillas muertas: no a descomposición sino a la esencia, al núcleo de la descomposición. Poco a poco me fui desplazando de isla en isla. A veces tenía la impresión de que algo me jalaba los pies, pero sólo era basura. En la última isla descubrí los cadáveres. El joven Eustaquio exhibía una única herida que le había desgarrado el cuello. La joven Marisa, por el contrario, se notaba que había luchado. Su piel estaba llena de dentelladas. En los dientes y en las garras descubrí sangre, por lo que era fácilmente deducible que el asesino estaba herido. Como pude, saqué los cadáveres, primero uno y luego el otro, fuera de la alcantarilla muerta. Y así intenté llevarlos hasta el primer núcleo de población: primero cargaba a uno y lo dejaba cincuenta metros más allá y luego regresaba, cargaba al otro y lo depositaba junto al primero. En uno de esos relevos, cuando regresaba a buscar el cuerpo de la joven Marisa, vi a una serpiente blanca que había salido del canal y se aproximaba a ella. Me quedé quieto. La serpiente dio un par de vueltas alrededor del cadáver y luego lo trituró. Cuando procedió a engullirlo me di media vuelta y eché a correr hasta donde había dejado el cadáver de Eustaquio. De buena gana me hubiera puesto a gritar. Sin embargo ni un solo gemido salió de mi boca.

A partir de ese día mis rondas se hicieron exhaustivas. Ya no me conformaba con la rutina del policía que vigilaba el perímetro y resolvía asuntos que cualquiera, con un poco de sentido común, podía resolver. Cada día visitaba las madrigueras más alejadas. Hablaba con la gente de las cosas más intrascendentes. Conocí una colonia de ratas-topo que vivían entre nosotros ejerciendo los oficios más humildes. Conocí a un viejo ratón blanco, un ratón blanco que ya ni siquiera recordaba su edad y que en su juventud había sido inoculado con una enfermedad contagiosa, él y muchos como él, ratones blancos prisioneros, que luego fueron introducidos en el alcantarillado con la esperanza de matarnos a todos. Muchos murieron, decía el ratón blanco, que apenas podía moverse, pero las ratas negras y los ratones blancos nos cruzamos, follamos como locos (como sólo se folla cuando la muerte anda cerca) y finalmente no sólo se inmunizaron las ratas negras sino que surgió una nueva especie, las ratas marrones, resistentes a cualquier contagio, a cualquier virus extraño.

Me gustaba ese viejo ratón blanco que había nacido, según él, en un laboratorio de la superficie. Allí la luz es cegadora, decía, tanto que los moradores del exterior ni siquiera la aprecian. ¿Tú conoces las bocas de las alcantarillas, Pepe? Sí, alguna vez he estado allí, le respondía. ¿Has visto, entonces, el río al que dan todas las alcantarillas, has visto los juncos, la arena casi blanca? Sí, siempre de noche, le respondía. ¿Entonces has visto la luna rielando sobre el río? No me fijé mucho en la luna. ¿Qué fue lo que te llamó la atención, entonces, Pepe? Los ladridos de los perros. Las jaurías que viven en las orillas del río. Y también la luna, reconocí, aunque no pude disfrutar mucho de su visión. La luna es exquisita, decía el ratón blanco, si alguna vez alguien me preguntara dónde me gustaría vivir, contestaría sin dudar que en la luna.

Como un habitante de la luna yo recorría las alcantarillas y conductos subterráneos. Al cabo de un tiempo encontré a otra víctima. Como las anteriores, el asesino había depositado su cuerpo en una alcantarilla muerta. La cargué y me la llevé a la comisaría. Esa noche volví a hablar con el forense. Le hice notar que el desgarro en el cuello era similar al de las otras víctimas. Puede ser una casualidad, dijo. Tampoco se las come, dije. El forense examinó el cadáver. Examina la herida, dije, dime qué clase de dentadura produce ese desgarrón. Cualquiera, cualquiera, dijo el forense. No, cualquiera no, dije yo, examínala con cuidado. ¿Qué quieres que te diga?, me preguntó el forense. La verdad, dije yo. ¿Y cuál es, según tú, la verdad? Yo creo que estas heridas las produjo una rata, dije yo. Pero las ratas no matan a las ratas, dijo el forense mirando otra vez el cadáver. Esta sí, dije yo. Luego me fui a trabajar y cuando volví a la comisaría encontré al forense y al comisario jefe que me esperaban. El comisario no se anduvo por las ramas. Me preguntó de dónde había sacado la peregrina idea de que había sido una rata la autora de los crímenes. Quiso saber si había comentado mis sospechas con alguien más. Me advirtió que no lo hiciera. Deje de fantasear, Pepe, dijo, y dedíquese a cumplir con su trabajo. Ya bastante complicada es la vida real para encima añadir elementos irreales que sólo pueden terminar dislocándola. Yo estaba muerto de sueño y pregunté qué quería decir con la palabra dislocar. Quiero decir, dijo el comisario mirando al forense como si buscara su aprobación, y dándole a sus palabras una entonación profunda y dulce, que la vida, sobre todo si es breve, como desgraciadamente es nuestra vida, debe tender hacia el orden, no hacia el desorden, y menos aún hacia un desorden imaginario. El forense me miró con gravedad y asintió. Yo también asentí.

Pero seguí alerta. Durante unos días el asesino pareció esfumarse. Cada vez que me desplazaba al perímetro y encontraba colonias desconocidas solía preguntar por la primera víctima, el bebé que había muerto de hambre. Finalmente una vieja rata exploradora me habló de una madre que había perdido a su bebé. Pensaron que había caído al canal o que se lo había llevado un depredador, dijo. Por lo demás, se trataba de un grupo en el que los adultos eran pocos y las crías numerosas y no buscaron mucho al bebé. Poco después se fueron a la parte norte de las alcantarillas, cerca de un gran pozo, y la rata exploradora los perdió de vista. Me dediqué, en los ratos libres, a buscar a este grupo. Por supuesto, ahora las crías estarían crecidas y la colonia sería más grande y puede que la desaparición del bebé hubiera caído en el olvido. Pero si tenía suerte y hallaba a la madre del bebé, ésta aún podría explicarme algunas cosas. El asesino, mientras tanto, se movía. Una noche encontré en la morgue un cadáver cuyas heridas, el desgarrón casi limpio en la garganta, eran idénticas a las que solía infligir el asesino. Hablé con el policía que había hallado el cadáver. Le pregunté si creía que había sido un depredador. ¿Quién más podría ser?, me respondió. ¿O acaso tú crees, Pepe, que ha sido un accidente? Un accidente, pensé. Un accidente permanente. Le pregunté dónde encontró el cadáver. En una alcantarilla muerta de la parte sur, respondió. Le recomendé que vigilara bien las alcantarillas muertas de esa zona. ¿Por qué?, quiso saber. Porque uno nunca sabe lo que puede encontrar en ellas. Me miró como si estuviera loco. Estás cansado, me dijo, vámonos a dormir. Nos metimos juntos en la habitación de la comisaría. El aire era tibio. Junto a nosotros roncaba otra rata policía. Buenas noches, me dijo mi compañero. Buenas noches, dije yo, pero no pude dormir. Me puse a pensar en la movilidad del asesino, que unas veces actuaba en la parte norte y otras en la parte sur. Tras dar varias vueltas me levanté.