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Esta vez fui a buscar al forense y no lo dejé solo hasta que terminó de examinar los dos cadáveres. Junto a nosotros, dormida, la madre de Elisa se embarcaba de tanto en tanto en sueños que le arrancaban palabras incomprensibles e inconexas. Al cabo de tres horas el forense ya tenía decidido lo que iba a decirme, lo que yo temía sospechar. El bebé había muerto de hambre. Elisa había muerto por la herida en el cuello. Le pregunté si esa herida se la pudo haber causado una serpiente. No lo creo, dijo el forense, a menos que se trate de un ejemplar nuevo. Le pregunté si esa herida se la pudo causar un caimán ciego. Imposible, dijo el forense. Tal vez una comadreja, dijo. Últimamente en las alcantarillas se suelen encontrar comadrejas. Muertas de miedo, dije yo. Es verdad, dijo el forense. La mayoría mueren por inanición. Se pierden, se ahogan, se las comen los caimanes. Olvidémonos de las comadrejas, dijo el forense. Le pregunté entonces si Elisa había luchado contra su asesino. El forense se quedó largo rato mirando el cadáver de la joven. No, dijo. Es lo que yo pensaba, dije. Mientras hablábamos llegó otro policía. Su ronda, al contrario que la mía, había sido plácida. Despertamos a la madre de Elisa. El forense se despidió de nosotros. ¿Todo ha terminado?, dijo la madre. Todo ha terminado, dije yo. La madre nos dio las gracias y se fue. Yo le pedí a mi compañero que me ayudara a deshacerme del cadáver de Elisa.

Entre los dos lo llevamos a un canal donde la corriente era rápida y lo arrojamos allí. ¿Por qué no tiras el cuerpo del bebé?, dijo mi compañero. No lo sé, dije, quiero estudiarlo, tal vez algo se nos ha pasado por alto. Luego él volvió a su zona y yo volví a la mía. A cada rata que me cruzaba le hacía la misma pregunta: ¿Sabes si alguien perdió a su bebé? Las respuestas eran variadas, pero por regla general nuestro pueblo cuida de sus pequeños y lo que la gente decía, en el fondo, lo decía de oídas. Mi ronda me llevó otra vez al perímetro, todos estaban trabajando en un túnel, incluida la madre de Elisa, cuyo cuerpo grueso y seboso apenas cabía por la hendidura, pero cuyos dientes y garras eran, todavía, las mejores para excavar.

Decidí entonces regresar a la alcantarilla muerta y tratar de ver qué era lo que se me había pasado por alto. Busqué huellas y no encontré nada. Señales de violencia. Signos de vida. El bebé, resultaba evidente, no había llegado por sus propios pies a la alcantarilla. Busqué restos de comida, marcas de mierda seca, una madriguera, todo inútil.

De pronto escuché un débil chapaleo. Me escondí. Al cabo de poco vi aparecer en la superficie del agua una serpiente blanca. Era gorda y debía de medir un metro. La vi sumergirse un par de veces y reaparecer. Luego, con mucha prudencia, salió del agua y reptó por la orilla produciendo un siseo semejante al de una cañería de gas. Para nuestro pueblo, ella era gas. Se acercó a donde yo me ocultaba. Desde su posición era imposible un ataque directo, algo que en principio me favorecía, lo que me daba tiempo para escapar (pero una vez en el agua yo sería presa fácil) o para clavar mis dientes en su cuello. Sólo cuando la serpiente se alejó sin haber dado muestras de haberme visto, comprendí que era una serpiente ciega, una descendiente de aquellas serpientes que los seres humanos, cuando se cansan de ellas, arrojan en sus wateres. Por un instante la compadecí. En realidad lo que hacía era celebrar mi buena suerte de forma indirecta. Imaginé a sus padres o a sus tatarabuelos descendiendo por el infinito entramado de cañerías de desagüe, los imaginé atontados en la oscuridad de las alcantarillas, sin saber qué hacer, dispuestos a morir o a sufrir, y también imaginé a unos cuantos que sobrevivieron, los imaginé adaptándose a una dieta infernal, los imaginé ejerciendo su poder, los imaginé durmiendo y muriendo en los inacabables días de invierno.

El miedo, por lo visto, despierta la imaginación. Cuando la serpiente se marchó volví a recorrer de arriba abajo la alcantarilla muerta. No encontré nada que se saliera de lo normal.

Al día siguiente volví a hablar con el forense. Le pedí que le echara otra mirada al cadáver del bebé. Al principio me miró como si me hubiera vuelto loco. ¿No te has deshecho de él?, me preguntó. No, dije, quiero que lo revises una vez más. Finalmente me prometió que lo haría, siempre y cuando aquel día no tuviera demasiado trabajo. Durante mi ronda, y a la espera del informe final del forense, me dediqué a buscar una familia que hubiera perdido a su bebé en el lapso de un mes. Lamentablemente las ocupaciones de nuestro pueblo, sobre todo de aquellos que viven en los límites del perímetro, los obligan a moverse constantemente, y se podía dar el caso de que la madre de aquel bebé muerto ahora estuviera afanada construyendo túneles o buscando comida a varios kilómetros de allí. Como era predecible, de mis pesquisas no pude extraer ninguna pista favorable.

Cuando volví a la comisaría encontré una nota del forense y una de mi inmediato superior. Este me preguntaba por qué no me había deshecho aún del cadáver del bebé. La del forense reafirmaba su primera conclusión: el cadáver no presentaba heridas, la muerte había sido debida al hambre y posiblemente también al frío. Los cachorros resisten mal ciertas inclemencias ambientales. Durante mucho rato estuve meditando. El bebé, como todos los bebés en una situación semejante, había chillado hasta desgañifarse. ¿Cómo fue posible que no atrajeran sus gritos a un depredador? El asesino lo había secuestrado y luego se había internado con él por pasillos poco frecuentados, hasta llegar a la alcantarilla muerta. Ya allí, había dejado al bebé tranquilo y había esperado que muriera, por llamarle de algún modo, de muerte natural. ¿Era factible que la misma persona que secuestró al bebé hubiera, posteriormente, asesinado a Elisa? Sí, era lo más factible.

Entonces se me ocurrió una pregunta que no le había hecho al forense, así que me levanté y fui a buscarlo. Por el camino me crucé con multitud de ratas confiadas, juguetonas, reconcentradas en sus propios problemas, que avanzaban rápidamente en una u otra dirección. Algunas me saludaron afablemente. Alguien dijo: Mira, ahí va Pepe el Tira. Yo sólo sentía el sudor que había comenzado a empaparme todo el pelaje, como si acabara de salir de las aguas estancadas de una alcantarilla muerta.

Encontré al forense durmiendo con cinco o seis ratas más, todos, a juzgar por su cansancio, médicos o estudiantes de medicina. Cuando conseguí despertarlo me miró como si no me reconociera. ¿Cuántos días tardó en morir?, le pregunté. ¿José?, dijo el forense. ¿Qué quieres? ¿Cuántos días tarda un bebé en morir de hambre? Salimos de la madriguera. En mala hora me hice patólogo, dijo el forense. Luego se puso a pensar. Depende de la constitución física del bebé. A veces con dos días es más que suficiente, pero un bebé grueso y bien alimentado puede pasarse cinco días o más. ¿Y sin beber?, dije. Un poco menos, dijo el forense. Y añadió: No sé adonde quieres llegar. ¿Murió de hambre o de sed?, dije yo. De hambre. ¿Estás seguro?, dije yo. Todo lo seguro que se puede estar en un caso como éste, dijo el forense.

Cuando volví a la comisaría me puse a pensar: el bebé había sido secuestrado hacía un mes y probablemente tardó tres o cuatro días en morir. Durante esos días debió de chillar sin parar. No obstante, ningún depredador se había sentido atraído por los ruidos. Regresé una vez más a la alcantarilla muerta. Esta vez sabía lo que estaba buscando y no tardé mucho en encontrarlo: una mordaza. Durante todo el tiempo que duró su agonía el bebé había estado amordazado. Pero en realidad no durante todo el tiempo. De vez en cuando el asesino le quitaba la mordaza y le daba agua o bien, sin quitarle la mordaza, untaba el trapo con agua. Cogí lo que quedaba de la mordaza y salí de la alcantarilla muerta.

En la comisaría me esperaba el forense. ¿Qué has encontrado ahora, Pepe?, dijo al verme. La mordaza, dije mientras le alcanzaba el trapo sucio. Durante unos segundos, sin tocarla, el forense la examinó. ¿El cadáver del bebé sigue aquí?, me preguntó. Asentí. Deshazte de él, dijo, la gente empieza a comentar tu conducta. ¿Comentar o cuestionar?, dije. Es lo mismo, dijo el forense antes de despedirse. Me descubrí sin ánimos de trabajar, pero me rehice y salí. La ronda, aparte de los accidentes usuales que suelen perseguir con fidelidad y saña cualquier movimiento de nuestro pueblo, no se distinguió de otras rondas marcadas por la rutina. Al volver a la comisaría, después de horas de trabajo extenuante, me deshice del cadáver del bebé. Durante días no sucedió nada relevante. Hubo víctimas de los depredadores, accidentes, viejos túneles que se derrumbaban, un veneno que mató a unos cuantos de los nuestros hasta que hallamos la manera de neutralizarlo. Nuestra historia es la multiplicidad de formas con que eludimos las trampas infinitas que se alzan a nuestro paso. Rutina y tesón. Recuperación de cadáveres y registro de incidentes. Días idénticos y tranquilos. Hasta que encontré el cuerpo de dos jóvenes ratas, una hembra y el otro macho.