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A él, que no le preguntaran cuál. Que le asparan si lo sabía, como habría solicitado Dick en Villa Kirrin o en esa oscura caverna platónica del abrazo con Mari.

Repetía con frecuencia la mayor amenaza a la que Antonio se había enfrentado jamás:

– Me voy de casa.

Hasta que un día lo hizo.

Así. De pronto. Se iba.

A partir de una noche de sábado, ya no durmió en su habitación y Antonio salió a la calle dando un portazo.

Se echó a andar sin rumbo y atravesaba calles conocidas como quien sigue pasando páginas sin enterarse ya de lo que lee. Iba doblando esquinas, cada vez más deprisa. A ambos lados circulaban los balcones con macetas de geranios, las acacias, las paradas de autobús, las tiendas de ultramarinos donde podía decir que le apuntaran el pedido, el barrio entero como visto por la ventanilla de un tren.

No volvería a dormir en la habitación de al lado ni él volvería a acodarse en la ventana de la cocina para mirar su ropa interior tendida en la cuerda.

Sin darse cuenta, hacía rato que había echado a correr y, al volver la esquina de una bocacalle desconocida, se encontró de golpe con el campo.

¡El campo!

Se paró en seco.

Así que aquello era el campo en sí.

La ciudad se terminaba en un prado ralo con arbustos descoloridos. Había escombros, árboles esqueléticos, sinópticos; ensimismadas hierbas y una fogata que echaba humo desde un cubo de basura. En un pegujal cercado con alambre vio guisantes sembrados en latas que habían sido de escabeche y melocotones en almíbar. Al fondo, una tapia con un cartel de «Zalezky Modas» pintado a mano. Más arriba, la placa azul del Ayuntamiento: «Calle de Sicilia».

Miró aquellos montes entre los que se ponía el sol en forma de moneda, para hacer funcionar la máquina nocturna; miró el dolorido horizonte amoratado.

De la tierra surgía la oscuridad, que iba ascendiendo en forma de pirámide, cubriendo poco a poco las casas hasta la altura de los segundos pisos.

Comenzó la tormenta y cerró los ojos para oír llover, como si hablara de sí mismo con terceras personas.

Nunca supo cuánto tiempo permaneció en la misma postura, sentado sobre un charco y arrancando puñados de hierba que se llevaba a la boca; pero, cuando emprendió el regreso, ya estaban los camiones de basura por las calles, como las almas de extinguidos dinosaurios, triturando sin prisa los sueños de los que dormían.

Una vez masticados, iban amontonándolos en vertederos de las afueras, unos encima de otros, para formar azules cadenas montañosas alrededor de la ciudad.

No sabía dónde estaba y le costó recorrer marcha atrás el laberinto que habían trazado sus pasos, hasta que vio la Torre de Valencia y pudo encontrar el camino de casa.

Aún iba apretando con la lengua un puñado de hierba contra el paladar: sabía a tiniebla mojada como un jersey de lana.

Sus padres le habían dejado, como siempre, la luz del pasillo encendida y su cena en la cocina, tapada entre dos platos. Ni la probó (aunque era tortilla con ensalada). Se deslizó hacia su camarote. Había terminado la partida y escuchaba retumbar el eco de sus palabras en su fuero interno, que no sabía si estaba dentro de sí mismo o al otro lado, en la inaccesible y blindada realidad exterior.

¿Cómo salir de mí, compañero? ¿Cómo entrar fuera, valga la paradoja?

Se asomó a la habitación de Maribel y contempló la colcha de ganchillo sobre la cama sin deshacer.

Sentía dolor, como si dentro de su cuerpo algo se hubiera descosido o hubiera reventado sin previo aviso, abriendo un agujero que se ensanchaba a tanta velocidad que le dio vértigo.

Estaba tiritando cuando oyó las chanclas de su madre por el pasillo.

– ¡Menuda mojadura me traes!

Tenía fiebre.

Pasó cuatro días en cama y, cuando se levantó, había decidido marcharse a París para convertirse en autogenio y encontrar la Defensa Maroto.

Se iban a acordar.

Capítulo 29 Se estrecha el cerco

Desde el chalet del Viso, el gobierno de Venezolandia en el exilio había puesto a disposición del comisario Torrecilla una lista de posibles agentes de don Pedrito en Madrid.

El inspector Ugarte descubrió que uno de ellos era jugador de ajedrez.

– Un tal Carranza von Thurns, Claudio, de sesenta y cuatro años. Ha sido detenido en Argentina y en Alemania. Fue Maestro Internacional FIDE hasta que perdió la norma por inactividad en 1977. Vive en una pensión, Barco 5.

– Conque ajedrez… ¡Buen trabajo, Miguelito!

Fernando Armero, por su parte, acababa de terminar el análisis de las cintas.

– Hemos sometido las dos grabaciones a pruebas en la nueva máquina. Estamos seguros de que la primera llamada se trata de una mujer entre veinte y treinta años de edad. El oscilómetro no deja lugar a dudas: es una fumadora empedernida. Yo diría que de tabaco negro: puede que Ducados, puede que Coronas. A juzgar por las pruebas de resonancia, nos enfrentamos a una mujer alta, de más de ciento setenta centímetros, y con una caja torácica considerable. Dato curioso, jefe: el espectrógrafo indica que emitió el mensaje en posición horizontal. Acostada en la cama, por ejemplo. Tal vez a cuatro patas. No estaba de pie, de eso no cabe duda. Hemos estudiado a fondo la reverberación y casi puedo asegurar que hablaba a la intemperie, en una calle con mucho tráfico. Una vez desmagnetizada la cinta banda por banda, hemos podido aislar tres únicos sonidos agregados: el silbato de un tren, el ruido de la cisterna de un váter y automóviles pasando a gran velocidad. ¿Una autopista? Puede ser. Los tres sonidos están en un radio de medio kilómetro, así que, personalmente, apuesto por la M-30. También le hemos pasado la cinta a la brigada de sociolingüistas y están convencidos de que es una mujer que no ha pasado el graduado escolar. Sin educación formal de ninguna clase. Una intuitiva, según el gabinete psicológico. Dicen que es peligrosa, ya que se lo toma, o bien como juego abstracto, o bien con un fanatismo político concreto. O sea, para entendernos: o a pitorreo o demasiado en serio… ¡Dinamita, comisario! ¡Dinamita pura!

– Buen trabajo, Fernando. ¿Y el hombre de la segunda llamada?

– Aquí hemos tenido suerte. El nivel de metalización superflua indica que tiene que ser alguien acostumbrado a hablar por radio. Al principio pensamos en un radio-aficionado, un piloto o un locutor; pero las pruebas tetradimensionales de descomposición de cadencia de voz indican que se trata casi con seguridad de un conductor de radio-taxi: ¡sólo ellos arrastran las erres y aspiran así las jotas! Por lo demás, es un hombre de entre treinta y cuarenta, de clase media alta y con educación universitaria.

– Excelente, muchacho.

Las infatigables células grises del comisario comenzaron a trabajar. Recordaba que conocía a alguien en quien se unían el taxi y el tablero. Sí, ¿pero quién era?

Apareció en ese momento la inspectora Menéndez con una bolsa de Montreal 76.

– No se imagina lo que me ha costado, jefe. Como siempre, todos son culpables.

– Es uno de los aspectos más antipáticos de nuestro trabajo, Menéndez.

Carmen había descendido al metro en busca de la bolsa, pero cada vez que se identificaba como inspectora, provocaba la misma reacción en los pasajeros.

– ¡Lo sabía! -había gritado la mujer en el andén de Bilbao, tendiéndole las manos-. Póngame las esposas, señorita. Está muerto, ¿verdad?…' °~'

– ¿Quién?

– He sido yo. ¡Soy culpable!

– ¿De qué?

Entre sollozos, confesó que había confundido el matarratas con el pan rallado y se había puesto a empanar filetes. A la hora de la comida, a ella se le había quitado el hambre, mientras que su marido repetía de escalope envenenado.

– Cuando se fue a echar la siesta vi la calavera en el bote… Tras comprobar que la víctima lo era únicamente de ardor de estómago, pudo Carmen incautarse de la bolsa de deporte. Siempre lo mismo. Bajo tierra, empujándose, apretados los unos contra los otros, estaban esperando ser descubiertos en el momento menos pensado. Uno había robado en el cepillo de la iglesia, otro mataba a disgustos a su abuela, éste engañaba a su mujer con la cajera del súper, aquélla le había levantado la herencia a su prima-hermana María Teresa…