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Por debajo del agua jabonosa, a poca profundidad, vio un arbusto enredado como sus propias pesadillas de amor y, dentro de él, un arrecife de coral.

– ¡Tú eres un tarado! -gritó Mari desde el agua. Encallado en su camarote, escuchaba despedirse a Niño

Bravo y analizaba la jugada. Un jaque temerario y prematuro sin posibilidad de éxito; con el que sólo había conseguido debilitar la posición de sus propias piezas.

Así no íbamos a ninguna parte. Tenía que descargar el golpe sólo cuando pudiera hacer impacto de lleno, por sorpresa. Un verdadero Blitzkrieg, como en el póster de Guernica que Mari había clavado con chinchetas en su cama.

Recordaba la tarde en que le tocó esa teta que había trastornado las líneas de su destino. Creía que, para desafiar la ley de la gravedad, Mari había hecho botar sus pechos. En el recreo, los de su clase jugaban a sujetarle a uno el brazo recto, paralelo al cuerpo, mientras él hacía fuerza para levantarlo. «Ahora deja de apretar.» Al soltarle, el brazo se levantaba solo, como por arte de magia.

Un día había hecho la prueba con Maribel y quedó entusiasmada.

– Siempre he querido saber lo que sentís los tíos al empalmaros – dijo entre risas.

Este comentario y otros parecidos («¿Ligas mucho, Toñín?», «¿Cómo son las chicas de tu clase?», etcétera) le hicieron concebir la noción de que existía entre ellos un ambiente de mutua confianza y camaradería fraterna, etcétera, y esto acabó inspirándole el Blitzkrieg.

Si una cosa le gustaba a Maribel era ejercer de hermana mayor, que él le pidiera ayuda y ella pudiera hacer valer ese superior conocimiento de la vida que creía que le proporcionaban unos años de más. La volvía loca, así que Antonio comenzó a inventarse problemas para que se los resolviera. Mari le explicaba lo que debía hacer para ligar, qué les gustaba a las chicas, cómo comportarse… y Antonio le iba suministrando semanalmente una novela por entregas, llena de atolladeros, acantilados, perplejidades, desapariciones, reconocimientos y encrucijadas de las que sólo ella podía sacarle.

El enrevesado folletín lo protagonizaba una chica de su clase, Mónica Muñoz Molero, la Triple Eme.

Durante varios capítulos acorraló a la Triple Eme con las astutas maniobras que le dictaba la infatigable máquina-Maribel, hasta que un día tuvo la ocurrencia de inventar una fiesta en casa de Miguel Zavala y le dijo a Mari que quería sacar a bailar a MMM.

– ¿Qué tal bailas tú? -se interesó Mari, dejando un hueco libre hacia el que Antonio chutó con la izquierda, sin necesidad de pensar, con el instinto de gol del mismísimo Pirri:

– ¡Ése es el problema! No sé cómo se hace.

– ¿De verdad que no has bailado nunca? -abría los ojos y los brazos (de par en par y en cruz, respectivamente).

Era puro teatro.

En realidad, estaba encantada.

Por un lado, se situaba en una posición de superioridad condescendiente, aconsejándole desde su amplia experiencia de la vida y tal y cual… pero a la primera oportunidad exageraba esos asombros fingidos: ¡Oh! ¿De verdad que nunca has escuchado una canción de los Beatles? ¿Qué? ¿Será posible que no sepas lo que es un referéndum? ¿Cómo puede ser? ¿Me estás diciendo en serio que nunca has oído hablar de De Gaulle?

Siempre estaba igual.

Con todo, el tiro a puerta entró hasta la cocina.

Maribel ya estaba de pie buscando un disco.

Le hizo poner las manos en su cintura, ella se las puso en los hombros y comenzaron a girar procurando no pisarse.

Antonio sospechaba que Mari tampoco debía de saber bailar, dada la insistencia con que repetía que lo importante era sentir la música, dejarse llevar, expresarse con el cuerpo y otras sandeces semejantes que, en su caso, no eran de aplicación: ¿cómo iba a expresarse él con un cuerpo que ni siquiera era el suyo verdadero, sino sentencia de los demás?

Además, ¿a él qué más le daba? Su cintura se movía entre sus manos, reposaban sus pechos sobre su esternón y tenía encajada una pierna en los muslos entreabiertos de su hermana. El resto del universo mundo, el salón de casa, el costurero de su madre, los visillos, la foto en la parcela, las porcelanas de Lladró, en fin, la realidad sensible y giratoria no era más que un latido cada vez más débil, hasta que se quedaran los dos así, castigados dentro de esa hoguera que iba a arder hasta la consumación de los tiempos: la fórmula Omega de la condenación eterna los dos juntos.

Cayó en la cuenta de que, si se le ponía dura, todo estaba perdido. Había que saber sacrificarse. Cerró los ojos y reprodujo en su cabeza los precisos y complicados movimientos de la sexta partida Fischer-Spassky.

Funcionó. No se le levantaba ni un milímetro. Quizá por la falta de sangre, que había dejado de circular por sus venas y le encharcaba la cabeza.

Le zumbaban los oídos. Pensó si no le reventaría el cráneo, como un triqui-traque o como a los perros Dobermann. ¿Acabaría a mordiscos contra su ser más querido?

Terminó la canción de Al Stewart, The Year ofthe Caí, pero Antonio siguió girando por inercia y, por él, asi habría seguido para siempre jamás, capturado en fuego eterno.

– ¿Has visto qué fácil? -fue la espada con la que su hermana clausuró el infierno tan querido.

Con los ojos cerrados, en la cama, recurrió a la movióla para repetir muy despacio el baile.

Ensimismóse.

Creyó escuchar el silbido del semen sobrevolando su cabeza, como un aerolito del espacio exterior, cuyo impacto fuera a alterar la órbita terrestre.

Pensó que debía de haber salpicado la venerable calva de Amancio, la turbadora imagen de Pirri con el balón de reglamento entre los muslos y tal vez la alineación entera del equipo blanco.

El sábado se metió en el Universal-Cinema de la plaza de Roma y vio un programa doble en sesión continua hasta que se hizo de noche.

El domingo, sin embargo, Mari esperaba ansiosa el siguiente fascículo.

Le dijo que se había declarado a la Triple Eme, según sus instrucciones: después y no durante el baile. Mónica había dicho que lo tenía que pensar. Antonio la dejó pensar toda una semana, pero Maribel era una mujer impaciente. El lunes, Mónica tuvo que decir por fin que sí.

¡No iba a decir que no, estando la operación teledirigida por la máquina-Maribel!

La noticia le hizo a ella más ilusión de la que le habría hecho al propio Antonio de ser cierta. Llegó incluso a hablar de celebrarlo, pero luego se le olvidó, como le sucedía a menudo (sobre todo cuando se trataba de las cosas de su hermano).

Durante aquel mes de septiembre fue el novio de Mónica. capítulo tras capítulo, comían pipas sentados en los bancos, paseaban por el Retiro cogidos de la mano y, en el capítulo XXVI («De las causas y peores consecuencias de las calcomanías») se dieron un beso en la boca.

Al besarse, cerraban los ojos para que las almas, solubles en saliva, pasaran del uno al otro, en lugar de subirse distraídas a las ramas de los árboles.

No servía de nada. Maribel se aburría. Se saltaba páginas. Preguntaba qué tal por puro trámite, sin esperar respuesta. Las escenas de celos (que si había quedado a patinar con Pablo o que si la habían visto en Topaz con Viloria) las consideraba cosas de niños.

Había llegado el momento de lanzar el Blitzkrieg y jugárselo todo a una sola carta.

Ahora o nunca, compañero.

Día D, hora H en punto. Los dos en el salón. Sus padres, fuera durante el fin de semana. Habían cenado tortilla de patatas y después Mari se sirvió una copa de coñac. Antonio, una Mahou.

Tenía que actuar sin pérdida de tiempo, antes de que empezara Sábado Cine y Mari dejara de hacerle caso, porque ponían una de Truffaut.

– Mari, ¿por qué no me enseñas a follar? -preguntó, muy sorprendido de que su voz no sonara como un disco a menos revoluciones.

El fundamento teórico del Blitzkrieg consistía en aprovechar la propensión didáctica de Maribel para acostarse con ella.