Poco más recuerdo con precisión de aquella noche. Sé que me despedí apresuradamente de Mileidi, que hice parada en el Grupeto para tomar un Vichoff de refuerzo y que seguí camino hasta donde Luigi. Sé también que bebí todo lo que pude y que intenté cantarlo todo desde Jorge Negrete hasta nuestros días; recuerdo al Roberto haciendo la segunda voz de las rancheras, a Leoncio y Tristón volteando sus gorras de plato y al Luigi amenazando con llamar a la Guardia Urbana si no dejábamos de escandalizar. Llegué a casa en el coche patrulla de Leoncio y Tristón
– De piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera.
No acerté a pulsar el botón del ascensor, subí hasta el entresuelo a cuatro patas por las escaleras, soy consciente de haberme reído de mí mismo por ello, Magulla Gorila gateando hasta su tienda de animales. Lo que no me explico es cómo logré meter la llave en la cerradura, pero debí conseguirlo.
LOS ÁCAROS DE LAS PESTAÑAS
Me gustaría poder decir que esa noche se me apareció la Virgen, pero temo se me anote al debe la denominación mariana. Pongamos que se me apareció una Deidad Femenina versión 3.0 con escafandra autónoma y traje presurizado, pero a todos los efectos era la Virgen María, uno reconoce el arquetipo aunque no lleve tules. Posó su mano enguantada en mi frente y sonrió tras el visor. Jovencísima; tan joven y ya Virgen María, pensé: ni siquiera veinte años. Noté un fluir balsámico, fresco; mi aliento se sincronizó con el sonido de su aparato de respiración -nada que ver con Darth Vader: un soplo exquisitamente perfumado-; la cama dejó de moverse, la habitación detuvo su oscilar insensato, todo se hizo confort y calma. Debió de ser el alba. Después pude dormir profundamente. Fue una experiencia intensa, pero no quiero insistir en ello porque está mal visto tener relaciones privilegiadas con la divinidad.
A las siete de la tarde abrí los ojos, plock: eso aseguraban las manecillas del despertador. Lo primero, me pasé el escáner para valorar los daños. Con el tiempo he llegado a clasificar las resacas en varios grupos; está la resaca-martillo, la resaca-paliza, la extraña-resaca o la resaca-inexistente -cito de memoria-, aunque generalmente se presentan combinadas en síndromes tipo martillo-seco o extraña paliza-inexistente. Bueno, pues ésta era nueva, de una rara indulgencia, seguramente las doce o catorce horas que llevaba dormidas habían difuminado los efectos más desagradables. Pude incluso entretenerme en ir a por el mocho y recoger el charquito de alcohol con grumos de changurro y tropezones de cebolla picada que se extendía por el suelo. Mis Estupendos Nuevos Zapatos habían recibido una de las bocanadas más imperiosas y las sábanas estaban también afectadas, así que era un buen momento para cambiar la ropa de la cama, algo en su apresto amarillento sugería la conveniencia de tomar medidas drásticas. Todo eso hice antes siquiera de amorrarme al grifo de la cocina. Preparé café, fumé un par de porros; resignado ya a la obsesión higiénica me afeité y duché y al terminar se habían hecho las nueve menos diez en el reloj de la cocina. Hambre, mucha hambre. La idea de que estaba en reserva, quemando la grasa que forma parte de mi ser más íntimo, me alarmó un poco y corrí a la nevera en busca de algo que pudiera detener el proceso de adelgazamiento. Destripé un sobre de salchichas de fránfur envasadas al vacío y me comí la mitad de ellas a dos carrillos. Por lo demás estaba limpio y afeitado y disponía de ropa en abundancia -esta vez me decidí por estrenar la camisa jaguayana-, así que no tardé mucho en estar listo para salir de casa.
Llegué al portal de mis SP's con Bagheera. Vacilé en cuanto si aparcar por ahí o meterme en el parquin del edificio. SP posee un solo coche que nunca usa -invariablemente un jaguar Sovereign azul marino que va cambiando a medida que la marca renueva las versiones-, pero tiene en propiedad cuatro o cinco plazas contiguas en el parquin por si recibe visitas. Tener más de un coche le parecería ostentoso, y tener menos de cinco plazas de parquin una descortesía. En fin, me decidí por meterme en el sub terráneo.
El vigilante debía de conocer el Lotus de mi Estupendo Hermano y no dijo ni pío al verme pasar. La verdad es que no me gustó la facilidad con que me colé en el edificio: de poco servía tener un guardia de seguridad en el jol si después cualquiera podía entrar desde el garaje. Confié en que no hubiera sido igual de sencillo entrando en un coche desconocido para el vigilante y busqué con la vista el Jaguar que indica los dominios de los Miralles. Junto a él vi un Mercedes plateado, un Audi grande y un Golf que supuse, todos ellos, propiedad de mis Señores Tíos y demás invitados. Dejé a Bagheera junto al Golf, me subí al único ascensor que llega hasta el ático, y aparecí en la entrada principal del dúplex familiar. No me gusta llamar a la entrada principal de mi casa, nunca sé quién va a abrirme la puerta, pero era ya demasiado tarde para rectificar. Esta vez abrió la asistenta. Me había visto en mi última visita, pero no creí que se hubiera fijado mucho en mí -eso sin contar con mi nuevo luc-, así que me sentí en la obligación de presentarme:
– Hola, soy Pablo, Pablo Miralles. El hijo de los señores.
Pareció un poco violenta, como si no se sintiera muy segura del tratamiento que debía darme:
– ¿Quiere aguardar un momento mientras le anuncio?
Allí me quedé, admirando una muy oportuna Anunciación románica que se daba de bofetadas con la oronda fragilidad de un jarrón Ming. Absorto en la contemplación, di por supuesto que volvería la asistenta a darme el salvoconducto hacia el núcleo hogareño, pero la que llegó fue mi Señora Madre en persona. Era todo un detalle, porque SM no recibe en el vestíbulo más que a la flor y nata de la ciudad.
– ¡Cielo santo, Pablo José: pareces un gangster!
A mi Señora Madre siempre le parezco algo ordinario. Cuando no es un camionero es un gánster o un gunitador o el urólogo de Al Capone.
– Lo siento, mamá… Feliz cumpleaños.
Justo entonces caí en que no llevaba ningún regalo. Pensé en disculparme, pero no me dio oportunidad.
– ¿De dónde has sacado eso?
Se refería a mi camisa jaguayana.
– Pues… las venden en las tiendas.
– ¿Y no podrías haberte puesto algo más apropiado para la ocasión? Carmela ha venido con un precioso traje de noche. Vais a quedar fatal el uno al lado del otro. ¿Y eso de ahí…?; Pablo José: ¿explícame inmediata-mente qué es eso que llevas en la cara?
Ahora se refería con un dengue de aprensión a mi bigotillo estilo Errol Flynn.
– Es que se me estropeó la máquina cuando estaba terminando de afeitarme.
– Pues parece que vayas a una reunión con el Cártel d Medellín. Anda, pasa al vestidor de tu padre y buscaremo algo que puedas ponerte.
Me dejé hacer. ¿Qué alternativa tenía? Por lo visto el traje de noche de la tal Carmela era azul cobalto, y mí Señora Madre eligió para combinar con él una camisa de seda blanca, una corbata color fresa ácida y una americana cruzada de un increíble tono yogur de frutos del bosque afortunadamente no me vino bien -mi señor padre tiene quizá menos envergadura que yo pero bastante mas panza-. La sustituyó entonces por una chaquetilla de ante azul celeste. No es que fuera muy de mi agrado, pero menos tenía un color fácilmente descriptible. Renuncié mirarme al espejo: preferí, antes de hacer aparición en el salón, y aprovechando que SM había vuelto allí a atender sus invitados, pasarme por la cocina a ver qué decía la Beba.
– Pareces ese presentador de la televisión que tiene la voz tan bonita, pero con más pelo… y menos bigote… y más hombrón; guapismo, vaya.
Con tanta salvedad tanto podía estar comparándome con Constantino Romero como con el Gran Wyoming. Además, en la cocina me encontré también con un par de camareros empajaritados -sin duda personal de refuerzo enviado por el cáterin- y la Beba, siempre atenta a los intrusos, habría estado más pendiente de sus idas y venidas con la vajilla que de mis preguntas aclaratorias.