– Yo me apaño con alcohol 96º y un poco de azúcar.
Lady First me miraba con unos ojos muy raros, como si estuviera pensando en convertirme en un Hemmingway de trescientas páginas. Dicen que tiran más dos tetas que dos carretas, pero la verdadera arma secreta de una mujer que quiere atrapar a un hombre consiste en mostrar evidencias de que siente alguna admiración por él. Afortunadamente yo me conozco el truco y procuro concentrarme preferentemente en las tetas.
– No sabía que hubieras trabajado en una plataforma petrolífera -dijo.
– Sólo esa vez. Tres meses.
– ¿Y después?
– Me fui a Dublín a patearme los siete mil quinientos dólares que había ganado.
– ¿Y por qué a Dublín?
– Porque en la plataforma conocí a John. Me invitó a su tierra y me fui con él.
– Pues no pareces muy propenso a hacer amistades rápidamente.
– Y no lo soy.
– ¿Entonces?
– John entró en la cocina un par de días después que el resto de los pinches. A algún gracioso se le ocurrió mearse en su tazón de café con leche y él pensó que había sido yo. Me llamó perro moro en gaélico, yo me cagué en su estampa en castellano, y a fuerza de gesticular para darle verosimilitud a las palabras llegamos a las manos. Él es un tipo más bien escuchimizao, pero tiene ese proverbial carácter irlandés, así que me hinchó un ojo a la primera de cambio y tuve que usar contra él mi arma definitiva.
– ¿Tienes un arma definitiva?
– Claro.
– ¿Y se puede saber en qué consiste, o es algún secreto?
– Método Obelix: encontrarás la referencia en cualquier biblioteca seria. Consiste básicamente en embestir a toda velocidad contra el enemigo.
– ¿Y eso funciona?
– A condición de que el embestido no sea mucho más grande que tú. El inconveniente es que nunca se sabe contra qué vas a chocar ni como aterrizarás, así que corres el riesgo de quedar tan fuera de combate como el contrincante. Aquella vez acabamos los dos inmovilizados en la enfermería. Y durante dos semanas no tuvimos otra cosa que hacer más que hablar. Empezamos insultándonos y terminamos revisando los postulados del pensamiento analítico.
– ¿Aún os veis?
– No mucho. Ahora es profesor de Ontología en la Universidad de Dublín, pero fundamos el Metaphisical Club y seguimos en contacto a través de la Red.
– ¿El Metafísical…?
– Club.
– ¿Filosofía?
– De primera calidad. Recién pensada.
Otra vez volvió a mirarme como a un Hemingway de trescientas páginas.
– ¿Sabes que eres un tipo muy raro?
– Creo que ya has expresado esa idea en algún otro momento.
– Seguramente, pero cuanto más te conozco más raro me pareces. Hay algo en ti de radical y a la vez algo de extraordinariamente convencional. Un poco como Ignacio, pero en otro estilo.
– Ya. Yo soy un borracho indecente y él es un exorcista respetable.
– No, es otra cosa… Por ejemplo: tú no pareces muy religioso.
– Pues lo soy, y muy devoto.
– No me lo creo. No te veo comulgando.
– Es que no soy católico. Soy egoteísta ortodoxo. Oye, ¿crees que tu amigo el exorcista nos serviría otra copa? Tanto hablar me seca la garganta.
– ¿Vamos a tomarla al salón?
Yo ya le había sacado a la entrevista todo el jugo y no tenía demasiado interés en alargarla, pero me parecía feo apremiar a mi acompañante para volver a casa justo después de cenar, así que pensé que no era mala idea empezar a emborracharme allí mismo y terminar a última hora donde Luigi. Nos levantamos de la mesa y pasamos a través de más cortinas de terciopelo azul hacia otro salón, éste con sillones, mesas bajas y una barra de bar con su coctelero distinguido gracias a la chaquetilla color cereza. Había también un pequeño escenario o pista de baile al mismo nivel del suelo, presidido por un piano de color negro. Estaba visto que The First necesitaba tener siempre un piano a mano.
Pedimos en la barra un Güisqui Sagüer y un Vichoff y nos sentamos por ahí a tomarlos. Lady First resultó del tipo de personas que, aunque no han viajado nunca, creen que hacerlo es tan enriquecedor, así que me infló a preguntas sobre mis experiencias pelando patatas, atendiendo gasolineras o pintando balaustradas para ganarme la vida donde Cristo perdió el gorro. Para cuando pedimos la segunda ronda había recuperado la actitud de niña Gloria que descubre en su cuñado descarriado al hombre no sólo inteligente (aunque no tanto como su Estupendo Marido) sino también bregado en mil aventuras. Traté de convencerla de que si de algo me sirvió andar vagando por medio mundo fue precisamente para descubrir que no valía la pena salir de los diez kilómetros cuadrados que rodean mi cama, pero se empeñó en tomarlo como una extravagancia derivada de mi mismo cosmopolitismo y no hizo ningún caso. En fin. Para acabar de empeorar las cosas, a las doce en punto apareció la cantante que parecía justificar la presencia del piano. Y digo empeorar porque resultó ser de ese tipo que me saca de quicio: dos tetas como dos soles y un culo lleno y redondo que le dibujaba silueta de violonchelo. Para colmo, al sentarse en la banqueta, el vestido subió rodilla arriba; y para alcanzar los pedales del piano separó un poco las piernas dejando adivinar ese delicioso centro de gravedad que tienen las mujeres y que tanto le gusta a mi hermano pequeño.
Empecé a notar una opresión en el diafragma y supe que no podía atender a ninguna otra cosa, así que cuando aquella máquina de perturbarme hizo la introducción del Dream a little dream of me a modo de calentamiento pensé que era momento de retirarse.
– Oye: qué te parece si vamos a tomar la última a otro sitio -le dije a Lady First.
– ¿Ahora mismo?
– Tengo ganas de estirar un poco las piernas.
– Bueno, si quieres podemos bailar…
Cielo santo: bailar.
– Imposible. Padezco hipocondría intercostal.
– ¿Qué?
– Una extraña dolencia ficticia que me impide bailar en absoluto.
No me oyó porque yo ya me estaba levantando (tuve que recolocar a mi hermano pequeño antes de hacerlo), pero no parecía muy inclinada a llevarme la contraria y me imitó. Yo ya salía hacia el vestíbulo procurando no mirar hacia el origen de mis desvelos, pero Lady First se paró ante el piano e intercambió besos con la pianista, que aún andaba arpegiando séptimas mayores antes de arrancarse con el tema. Evidentemente eran amigas. Incluso, a una señal de Lady First hacia mí, la tipa se volvió a mirarme.
Sonrió; sonreí; hizo una caída de ojos que le dio oportunidad de pasar la mirada por todo mi yo; volvió a atender a Lady First. Durante unos segundos tuve un flash: la sala está vacía, sólo ella y yo; voy hacia el piano, le doy un mordisco en ese cuello expuesto que le deja el peinado alto; a ella se le eriza hasta la punta de los zapatos; me arrodillo ante la banqueta, le descubro las tetas, jugueteo con el hocico sobre ellas; empiezo a trabajarle la entrepierna, la delicada piel interna de los muslos; ella pierde la cabeza, y cae hacia atrás, y ya no sabe cómo levantarse el vestido muslos arriba…
Llegó Lady First y tiró de mí para irnos cuando ya estaba a punto de bajarme los pantalones. La cuenta fue de treinta y cinco mil incluidas las copas. Dejé cincuenta para que don Ignacio viera que yo también puedo ser generoso con el dinero de mi Estupendo Hermano y salimos al fin de allí.
Calle. Noche, luna, etcétera.
– ¿Adónde te apetece ir?
– No sé. Le he dicho a Verónica que volvería sobre la una y son casi las doce y media. ¿Quieres subir a casa y tomamos algo allí?
Bueno, eso podía abreviar el trámite. Pregunté si habría que acompañar a la canguro a su casa pero resultó que era vecina del mismo edificio. Al llegar nos la encontramos mirando un documental del National Geografic. Hay que joderse con las nuevas generaciones: en cuanto se quedan solos se apalancan a comer frisquis mojaos en leche y se quedan traspuestos con la polinización entomófila en Bora-Bora. Y aún suerte que ésta no tomaba apuntes. En fin, las dejé a las dos ultimando detalles domésticos para el día siguiente y salí a la terraza con los restos de la botella de Havana que había dejado sin terminar en mi primera visita. Bonita vista. Estaba aún perturbado por la pianista y me apetecía horrores hacerme una paja cuanto antes, pero llevaba ya el suficiente alcohol en el cuerpo como para empezar a despegar. Barcelona exhalaba sus primeros humos de verano, súbete a Colón, su-be-te a Colón. Volvía a tener ganas de cantar. Esta vez lo hice: súbete a Colón, sube-te a Colón, sin ningún miramiento hacia lo que pudieran pensar Lady First y Verónica. «Etología humana: Lección 1: dado un hombre borracho y traspasado de amor en un octavo sobre la calle Numancia, el hombre canta.» Súbete a Colón, su-be-te a Colón.