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– Bueno: listo, ¿ves como no ha sido tan difícil?

– ¿Crees que lo hemos hecho bien?

– Claro, ¿no te has dado cuenta?

– No sé, me he puesto muy nerviosa.

– Pues no lo parecía… Oye, perdona pero voy a tener que marcharme enseguida, en cuanto esté seguro de que los Robellades no van a verme salir. Mañana te llamo y hablamos, ahora no tengo mucho tiempo.

Apuré el vaso de un trago largo y me fui hacia la puerta. Lady First, resignada a quedarse sola con su güisqui, me acompañó hasta el rellano, pulsó el botón de llamada al ascensor y me dejó helado pasándome una mano por la nuca y dándome un beso en la mejilla, un beso sentido, no ese rozarse las caras de pura cortesía. Olía bien, por debajo, o por encima, del vaho alcohólico. Disimulé mi so presa guiñándole un ojo estilo Sam Spade y me metí en ascensor.

Bajé hasta el parquin con intención de llevarme a Bestia Negra, pero en el último momento pensé que pode aprovechar la ligera soñera que me había dado el güisqui para dormir un poco. Acabé por salir andando y al subir la rampa tuve oportunidad de mostrarme ante otro de 1os vigilantes, probablemente el del turno de noche. Una vez en casa llamé al despertador de Telefónica para que sonara a las doce y me eché a dormir las tres horas largas que quedaban hasta entonces. Si tenía que pasar la noche de pierto para empezar la verdadera investigación más valía estar descansado.

AQUEL FINÍSIMO POLVILLO

Un bodorrio medieval en todo su esplendor: largas mesas de madera, bancos corridos, humeantes viandas rebosando en las bandejas; aves rellenas, lechones, costillares, cántaros de vino. En el centro de la sala, los más borrachos bailan danzas campesinas sobre una tabla redonda, entre vítores y estertores de fiesta que ahogan la melodía de los trovadores. Los comensales lo pasan en grande; todos menos yo, que no soporto comer con los dedos -mis resabios burgueses-. Frente a mí en la mesa presidencial se sienta el príncipe Carlos de Inglaterra, con sus orejas, sus mejillas coloreadas y su escudo familiar bordado en el pecho del regio vestido de terciopelo granate. Está concentrado en su plato de madera, en el que hurga con los dedos hasta decidirse por algún pedazo de carne que devora con apetito. A su derecha, los codazos sobre la mesa, Isabel II sorbe el jugo de unos caracoles con la delectación del oso que saquea un panal. Más a la derecha aún, veo a la Reina Madre lamiendo su plato hasta agotar la salsa que un sirviente le va echando a cucharones. Ya estoy a punto de llamar la atención del Príncipe sobre sus modales de comensal porcino cuando me extraña identificar el timbre de un teléfono formando parte de los arreglos musicales de los trovadores. Ésa es la señal. Salgo del sueño y me precipito hacia el teléfono.

Descolgué el aparato esperando oír el mensaje del despertador de Telefónica, pero en lugar de eso me encontre con un silencio extraño, habitado.

– … ¿Pablo?

– ¿Sí?

– Qué tal…

Éramos pocos.

– Joder, Fina… ¿Qué hora es?

– Las diez y pico… ¿Qué haces?

– Estaba durmiendo.

– ¿Te he despertado?

– Es igual, no soporto comer con los dedos.

– ¿Qué?

– Nada, cosas mías.

– Y qué, qué haces…

– Fina, por Dios Bendito, te lo acabo de decir: esta durmiendo.

– Bueno, chico, no te enfades. Llamaba para ver qué estabas… y por si tenías ganas de salir un rato.

– Tengo cosas que hacer esta noche. Y aún no he cenado.

– Yo tampoco. Si quieres te invito a una pizza en algun sitio.

Reflexioné un momento hasta que mi cerebro recuperó la suficiente lucidez. Desde luego, sin ayuda de un poco más de alcohol, no iba a volver a dormir, y cenar con Fina podría tener cierto efecto relajante, una tranquilizadora vuelta a lo conocido. Pero no era día de comer pisa en cualquier local pringoso.

– Hoy invito yo. Ponte guapa y te paso a buscar con Bestia Negra de aquí un rato. Llamaré al interfono.

– ¿Con la qué?

– Ya lo verás.

Quedamos a las once. Después de colgar me fui a el reloj de la cocina: las diez y veinticinco. Puse café al fuego, me lavé la cara con agua abundante, me cepillé los dientes y lié un porro que fumé con el café y terminó de despejarme. Aún me di la cuarta ducha del día antes de vestirme; no sé, supongo que había sucumbido a una especie de obsesión higiénica. Pensé en volver a ponerme la camisa morada, que apenas había perdido el apresto de recién planchada, pero en el último momento me decidí por estrenar la negra. Volví a perfumarme ligeramente y salí de casa hacia el garaje de The First. Entré por la rampa, jugueteando con las llaves para que el vigilante las viera, y me llegué silboteando hasta la plaza 57. La Bestia esperaba dócil, sumida en su letargo electrónico. «Stuuk»; entré, le di al contacto y estuve un rato buscando el botón que levantaba los faros escamoteables. Cuando lo encontré encendí las luces, bajé la ventanilla y me acomodé lo mejor que pude frente al volante. Al leve alzamiento del embrague, la Bestia se movió suavemente, como una pantera al acecho. Saludé al vigilante y paré tras la curva de la barrera automática, al pie de la rampa de salida. Pulsé el acelerador y, zuuuuuum, literalmente caí rampa arriba, como si la fuerza de la gravedad se hubiera invertido. Por suerte había despegado con las ruedas alineadas en la dirección del ascenso, pero hube de frenar bruscamente al llegar a la parte llana del final para no tragarme a quien pasara por la acera. A partir de ese momento empezó mi lucha por poner la segunda marcha en los tramos entre semáforos: demasiado cortos. Paré en el vado frente al edificio de la Fina notando todos los músculos del cuerpo en tensión, como si hubiera hecho el viaje en la vagoneta de unas montañas rusas.

Llamé al interfono -«Fina, estoy abajo»-, y me quedé esperando sentado en el morro de la Bestia. Allí estábamos los dos: Baloo y Bagheera reflejados en las cristales del portal de la Fina. Esta vez sólo se hizo esperar duran te tres Ducados y apareció doblando el recodo de los ascensores. Mira por dónde también ella se había vestido de negro, un negro ligeramente irisado; manoletinas planas, falda estrecha hasta debajo de la rodilla y una chaquet; fina con hombreras bajo la que aparecía algo blanco y sedoso, un corpiño quizá, o una camiseta de tirantes que su brayaba la presencia de un par de tetas de primera. A pesar del peinado eco-alternativo, el conjunto tenía un sofisticado no del todo exento de interés; incluso dejé que pasando la vista sobre mí sin reconocerme, iniciara camino hacia la esquina para poder admirarla tranquilament Silbé. Se volvió. Saludé con el brazo en alto. Me miró, miró a la Bestia y, sin dar señales de estar interesada ninguno de los dos, retomó el camino hacia la esquina. Probé llamándola por su nombre, «Eo, Fina: soy yo».

– ¡Hostia, tío…, qué fuerte! He pensado: mira el gilipollas ese haciéndome señas… ¿Qué te has hecho en el pelo?

– Obras de remodelación. ¿Te gusto?

– No sé…, estás muy raro… ¿Te estás dejando bigote?

– Modelo Errol Flynn.

– No me gusta.

– Tú en cambio estás muy bien, casi no se nota que has adelgazado.

Ya se había llegado hasta mí. Le rodeé la cintura mientras la besaba en la mejilla y le señalé la Bestia:

– ¿Qué te parece?

– Qué es eso…

– Un coche auto-móvil. No lleva riendas, se dirige a voluntad gracias a un pequeño volante que hace girar las ruedas directrices, ¿ves?: esto redondo son las ruedas.

– Ya… ¿Y lo has traído tú solo?

– Bueno, más bien me ha traído él a mí.

– ¿Te has metido a traficante de estupefacientes, o algo?

– Es de mi hermano. Venga, sube y te lo explico por el camino.

Abrí la puerta del acompañante y le hice una reverencia. Ella examinó desconfiadamente el interior antes de decidirse a entrar posando primero el culo sobre el bajísimo asiento y metiendo después las dos piernas. Rodeé el morro y entré por el otro lado. Descubrí entonces que imitando el movimiento de ella era más fácil pasar los muslos bajo el volante.