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Las cinco personas que encontrarás en el cielo pic_47.jpg

Se acercó a una de las puertas y la empujó para abrirla. De pronto estaba en el patio de una casa que nunca había visto, en un lugar que no reconocía, en medio de lo que parecía una boda. Los invitados, que llevaban platos de plata, llenaban el césped. En un extremo había una arcada cubierta de flores rojas y ramas de abedul, y en el otro, cerca de Eddie, estaba la puerta que había franqueado. La novia, joven y guapa, se encontraba en el centro del grupo, quitándose una horquilla de su pelo de color mantequilla. El novio era desgarbado. Llevaba un chaqué negro y blandía una espada, en cuya empuñadura había un anillo. La bajó hasta que estuvo al alcance de la novia y los invitados gritaron de alegría cuando ella lo cogió. Eddie oyó sus voces, pero el idioma era desconocido. ¿Alemán? ¿Sueco?

Volvió a toser. Los del grupo alzaron la vista. Todos parecían sonreír, y las sonrisas asustaron a Eddie. Reculó rápidamente y salió por la puerta por la que había entrado, pensando que volvería a la habitación redonda. Pero en lugar de eso, se encontró en medio de otra boda, esta vez bajo techo, en un amplio salón donde la gente parecía española y la novia llevaba flores de azahar en el pelo. Bailaba con una pareja tras otra, y cada invitado le entregaba un saquito de monedas.

Eddie volvió a toser -no lo pudo evitar-, y cuando varios de los invitados alzaron la vista, salió por la puerta y se encontró en una boda diferente, que a Eddie le pareció africana. En ella, los familiares vertían vino por el suelo y la pareja de novios se cogía de la mano y saltaba por encima de una escoba. Después de salir nuevamente por la puerta, se vio en medio de una boda china, donde se encendían petardos ante los asistentes que gritaban encantados. Luego otra puerta le permitió asistir a otra boda, ¿francesa quizá?, donde los novios bebían juntos de una taza con dos asas.

«¿Cuánto va a durar esto?», pensó Eddie. En ninguna boda había señales de cómo había llegado la gente; ni coches, ni autobuses, ni carretas, ni caballos. No parecía que se planteara la cuestión de la marcha. Los invitados se apiñaban y Eddie se integraba como si fuera uno de ellos; le sonreían pero no le hablaban, algo muy parecido a lo que pasaba en las bodas a las que había asistido en la tierra. Prefería que fuera así. Las bodas, pensaba Eddie, estaban llenas de excesivos momentos embarazosos, como cuando a las parejas les piden que se unan al baile o ayuden a subir a la novia a una silla. Su pierna mala parecía que le brillaba en aquellos momentos, y tenía la impresión de que la gente la podía ver desde el otro lado de la habitación.

Debido a eso, Eddie evitaba la mayoría de las bodas, y cuando iba, por lo general se quedaba en el aparcamiento fumando un pitillo, dejando pasar las horas. En cualquier caso, durante mucho tiempo no tuvo bodas a las que asistir. Sólo en los años finales de su vida, cuando algunos de sus compañeros jóvenes del parque se casaban, se encontraba sacando el descolorido traje del armario y poniéndose la camisa de cuello duro que le apretaba. Por entonces, los huesos fracturados de su pierna estaban deformes. La artritis afectaba a su rodilla. Cojeaba mucho y por eso se le permitía no participar ni en los bailes ni en la operación de encender las velas. Le consideraban un «viejo» solitario, independiente, y nadie esperaba de él mucho más, aparte de que sonriera cuando el fotógrafo se acercara a la mesa.

Aquí, ahora, con su uniforme de operario de mantenimiento, se trasladaba de una boda a otra, de un idioma, una tarta y un tipo de música a otro idioma, otra tarta y otro tipo de música. La uniformidad no sorprendía a Eddie. Pensó que una boda aquí no tenía por qué ser muy diferente de una boda allí. Lo que no entendía era qué tenía que ver aquello con él.

Cruzó el umbral una vez más y se encontró en lo que parecía ser un pueblecito italiano. Había viñedos en las laderas y granjas de piedra travertina. Muchos de los hombres tenían el pelo espeso y oscuro peinado hacia atrás y recién mojado. Las mujeres tenían ojos oscuros y rasgos marcados. Eddie encontró sitio junto a una pared, y observó a la novia y al novio que cortaban un tronco por la mitad con una sierra de doble mango. Sonaba música -flautistas, violinistas y guitarristas-, y los invitados empezaron a bailar la tarantela a un ritmo enloquecido, girando sin parar. Eddie dio unos pasos atrás. Su mirada se perdió en la multitud.

Una dama de la novia, con un vestido largo de color lavanda y un elegante sombrero de paja, se movía entre los invitados con una cesta de almendras garrapiñadas. Desde lejos, parecía tener veintipocos años.

– Per l'amaro e il dolce? -decía ofreciendo las almendras-. Per l'amaro e il dolce? Per l'amaro e il dolce?

Ante el sonido de su voz, el cuerpo entero de Eddie se sobresaltó. Empezó a sudar. Algo le decía que corriese, pero otra cosa le clavaba los pies al suelo. Ella se le acercaba. Sus ojos le encontraron desde debajo del ala de su sombrero, que estaba coronado con flores de papel.

– Per l'amaro e ti dolce? -dijo sonriendo y le ofreció las almendras-. ¿Para lo amargo y lo dulce?

Un mechón de pelo negro le caía sobre un ojo. Eddie sintió que el pecho le estallaba. Le costó separar sus labios y el sonido de su voz tardó en salir del fondo de su garganta, pero finalmente logró pronunciar la primera letra del único nombre que alguna vez le había hecho sentir aquello. Cayó de rodillas.

– Marguerite… -susurró.

– Para lo amargo y lo dulce -dijo ella.

EL CUMPLEAÑOS DE EDDIE ES HOY

Eddie y su hermano están sentados dentro del taller de mantenimiento.

– Éste -dice orgullosamente Joe, con una taladradora en la mano- es el último modelo.

Joe lleva una chaqueta sport a cuadros y zapatos blancos y negros. Eddie piensa que su hermano tiene un aspecto demasiado fino -y fino significa falso-, pero ahora Joe es un vendedor de una empresa de herramientas y Eddie lleva años con la misma ropa, de modo que quién sabe.

– Sí, señor -dice Joe-, y fíjate en esto. Funciona con esta pila.

Eddie sujeta la pila entre los dedos, una cosa pequeña que se llama níquel cadmio. Difícil de creer.

– Ponla en marcha-dice Joe tendiéndole la taladradora.

Eddie aprieta el gatillo. Empieza a hacer ruido.

– Está bien, ¿eh?-grita Joe.

Aquella mañana Joe le ha dicho a Eddie su nuevo sueldo. Era tres veces lo que él ganaba. Luego Joe felicitó a Eddie por su ascenso: jefe de mantenimiento del Ruby Pier, el antiguo cargo de su padre. Eddie hubiera querido responder: «Si es tan estupendo, ¿por qué no lo coges tú, y yo me quedo con el tuyo?». Pero no lo hizo. Eddie nunca decía nada que sintiera tan profundamente.

– Hooolaaa. ¿Hay alguien?

Marguerite está en la puerta, con un rollo de entradas de color naranja en la mano. La mirada de Eddie se dirige, como siempre, al rostro de ella, su piel aceitunada, sus oscuros ojos de color café. Este verano ella trabaja en la taquilla y lleva el uniforme oficial del Ruby Pier: camisa blanca, chaleco rojo, pantalones negros, una boina roja y su nombre en una plaquita colocada por debajo de la clavícula. Verla vestida así le molesta, en especial delante de su hermano, el triunfador.

– Enséñale la taladradora -dice Joe, y volviéndose hacia Marguerite añade-: Funciona con pilas.

Eddie la aprieta. Marguerite se tapa los oídos.

– Hace más ruido que tus ronquidos -dice.

– ¡Vaya! -grita Joe riendo-. ¡Vaya!¡Te tiene calado!

Eddie baja la vista avergonzado, luego ve que su mujer sonríe.

– ¿Puedes salir un momento? -le dice.

Eddie le muestra la taladradora.