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Mickey subía y bajaba en el insistente oleaje del mar, medio inconsciente, con un espeso líquido amarillo saliéndole de la boca. El padre de Eddie nadó hacia él gritándole en medio del temporal. Agarró a Mickey. Éste se balanceaba. El padre de Eddie también se balanceaba. Desde los cielos se oyó un trueno mientras seguía lloviendo a cántaros. Los dos hombres se agarraron y fueron agitados por los violentos golpes de mar.

Mickey tosía con fuerza mientras el padre de Eddie le agarró por el brazo y luego le sujetó por el hombro. Se hundió, volvió a salir, hizo fuerza con su peso contra el cuerpo de Mickey y empezó a nadar hacia la orilla. Nadaba moviendo sólo las piernas. Avanzaban. Una ola los mandó hacia atrás. Luego nuevamente hacia delante. El océano rompía y se estrellaba contra ellos, pero el padre de Eddie seguía con el cuello metido debajo del sobaco de Mickey, moviendo las piernas con todas sus fuerzas mientras no dejaba de parpadear para aclararse la vista.

Impulsados por una ola, avanzaron repentinamente en dirección a la costa. Mickey se quejaba y daba boqueadas. El padre de Eddie escupió agua salada. Parecía que aquello no iba a acabar nunca, la lluvia caía con fuerza, la espuma blanca les golpeaba en la cara y los dos hombres gruñían y batían los brazos. Finalmente, una ola alta y rizada los levantó y los depositó en la arena. El padre de Eddie rodó desde debajo de Mickey y pudo sacar sus manos de debajo de los brazos de Mickey e impedir que éste fuera arrastrado por la resaca. Cuando las olas se retiraron, tiró de Mickey haciendo el último esfuerzo. Luego se derrumbó en la orilla, con la boca abierta, que se le llenó de arena mojada.

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Eddie volvió a ver ahora de nuevo su cuerpo. Se sentía exhausto, acabado, como si él mismo hubiera estado en el océano. Le pesaba la cabeza. Ahora le parecía que no sabía casi nada de su padre.

– ¿Qué estaba haciendo? -susurró Eddie.

– Salvando a un amigo -dijo Ruby.

Eddie la miró enfadado.

– Valiente amigo. Si yo hubiera sabido lo que hizo, le hubiera dejado ahogarse a aquel borracho.

– Tu padre también pensó en eso -dijo la anciana-. Perseguía a Mickey para pegarle, incluso para matarle.

Pero al final no pudo hacerlo. Sabía cómo era Mickey. Conocía sus defectos. Sabía que bebía mucho. Sabía que perdía la cabeza.

– Pero muchos años antes, cuando tu padre andaba buscando trabajo, Mickey fue a ver al dueño del parque y respondió por tu padre. Y cuando naciste tú, fue Mickey el que les dejó a tus padres el poco dinero que tenía, para ayudarles a alimentar a la nueva boca. Tu padre se tomaba muy en serio a los viejos amigos…

– Un momento, señora mía -dijo Eddie-. ¿Acaso no vio usted lo que ese bastardo le estaba haciendo a mi madre?

– Lo vi -dijo la anciana triste-. Estuvo mal. Pero las cosas no siempre son lo que parecen.

»A Mickey lo habían despedido aquella tarde. Se quedó dormido durante otra guardia, estaba demasiado borracho y sus jefes le dijeron que ya estaba bien. Él se consolaba como hacía siempre con las malas noticias, bebiendo más, y estaba hasta arriba de bourbon cuando fue a ver a tu madre. Fue a suplicar ayuda. Quería que le volvieran a admitir en el trabajo. Tu padre trabajaba hasta tarde y tu madre pensó en acompañar a Mickey a verlo.

»Mickey era un bruto, pero no era malo. En aquel momento estaba perdido, iba a la deriva, y lo que hizo fue culpa de la soledad y de la desesperación. Obró impulsivamente. Un mal impulso. Tu padre también obró impulsivamente, y aunque su primer impulso fue matar, finalmente se sintió impulsado a ayudar a su amigo a que siguiera vivo.

Ruby cruzó las manos encima del extremo de la sombrilla.

– Así fue como se puso enfermo, por supuesto. Quedó allí tumbado en la arena durante horas, empapado y exhausto, antes de tener fuerzas para volver a casa. Tu padre ya no era joven. Tenía más de cincuenta años.

– Cincuenta y seis -dijo Eddie inexpresivamente.

– Cincuenta y seis -repitió la anciana-. Su cuerpo ya no era fuerte, el océano le volvió más vulnerable, la neumonía hizo presa en él, y cuando le llegó su hora, murió.

– Por culpa de Mickey -dijo Eddie.

– No, debido a su lealtad -dijo ella.

– La gente no muere por lealtad.

– ¿No? -Ella sonrió-. ¿Y la religión? ¿Y el gobierno? ¿No les guardamos lealtad, a veces hasta la muerte?

Eddie se encogió de hombros.

– Mejor aún es -dijo ella- ser leales unos con otros.

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Después de eso, los dos se quedaron en el nevado valle de la montaña durante mucho tiempo. Al menos a Eddie le pareció mucho tiempo. Ya no estaba seguro de cómo tomarse las cosas.

– ¿Qué le pasó a Mickey Shea? -dijo Eddie.

– Murió, solo, unos cuantos años después -dijo la anciana-. La bebida lo llevó a la tumba. Nunca se perdonó lo que había pasado.

– Pero mi padre -dijo Eddie rascándose la frente-nunca dijo nada.

– Nunca habló de aquella noche ni a tu madre ni a nadie. Estaba avergonzado por ella, por Mickey y por sí mismo. En el hospital dejó de hablar por completo. El silencio era su manera de huir, pero el silencio raramente constituye un refugio. Sus pensamientos le seguían atormentando.

»Una noche empezó a respirar más débilmente, se le cerraron los ojos y ya no pudo despertar. Los médicos dijeron que había entrado en coma.

Eddie recordaba aquella noche. Otra llamada telefónica al señor Nathanson. Otra llamada a su puerta.

– Después de eso, tu madre se quedaba a su lado. Noche y día. Murmuraba como si estuviera rezando: «Debía haber hecho algo. Debí haber hecho algo…».

»Por fin, una noche, obligada por los médicos, fue a casa a dormir. A primera hora de la mañana siguiente, una enfermera encontró a tu padre caído sobre el alféizar de la ventana.

– Espere -dijo Eddie. Entrecerró los ojos-. ¿La ventana?

Ruby asintió con la cabeza.

– En algún momento de la noche, tu padre se despertó. Se levantó de la cama, atravesó titubeante la habitación y encontró fuerzas para levantar la hoja de la ventana. Llamó a tu madre con aquella poca voz que le quedaba, y también te llamó a ti y a tu hermano Joe. Y llamó a Mickey. En aquel momento, al parecer, tenía el corazón rebosante de culpabilidad y pesar. Quizá notaba que se acercaba la luz de la muerte. Quizá se daba cuenta de que estabais allí fuera, en alguna de las calles de debajo de la ventana. La noche era muy fría. El viento y la humedad, en su estado, fueron suficiente. Estaba muerto antes de amanecer.

»Las enfermeras que lo encontraron lo llevaron de vuelta a la cama, y como temían por su trabajo, no dijeron ni una palabra de lo sucedido. Se dijo que había muerto mientras dormía.

Eddie quedó aturdido. Pensaba en aquella imagen final. Su padre, el viejo resistente, tratando de trepar a una ventana. ¿Adónde quería ir? ¿En qué estaba pensando? ¿Qué era peor cuando quedaba sin explicar, una vida o una muerte?

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– ¿Cómo sabe usted todo esto? -preguntó Eddie a Ruby.

Ella suspiró.

– Tu padre no tenía dinero para una habitación individual en el hospital, y lo mismo le pasaba al hombre del otro lado de la cortina.

Hizo una pausa.

– Emile. Mi marido.

Eddie alzó la vista. Echó la cabeza atrás como si acabara de resolver un rompecabezas.

– Entonces usted vio a mi padre.

– Sí.

– Y a mi madre.

– La oía murmurar aquellas noches tan solitarias. Nunca hablamos. Pero después de la muerte de tu padre, le pregunté por su familia. Cuando me enteré de dónde había trabajado él, sentí un dolor muy agudo, como si hubiera perdido a un ser muy querido. El parque que llevaba mi nombre. Noté su condenada sombra y volví a desear que nunca lo hubieran construido.