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– Sí -dijo Ludovico, cerrando la maleta-. Ah, negro, qué buena vida cuando trabajábamos con don Cayo, hasta que me muera me pesará que me cambiaran.

– Pero si fue tu culpa -se rió Ambrosio-. ¿No te quejabas tanto de que no tenías tiempo para nada? ¿Acaso Hipólito y tú no pidieron el traslado?

– Bueno, están en su casa -dijo Ludovico y Amalia no supo dónde mirar-. Quédate con la llavecita, negro, al irte déjasela a doña Carmen, ahí a la entrada.

Les hizo un apenado adiós desde la puerta y salió.

Amalia sintió que la cólera subía por todo su cuerpo, y Ambrosio, que se había puesto de pie y se acercaba, quedó inmóvil, al ver la cara que ella ponía.

– Sabía que yo estaba aquí, no se asombró de verme -lo amenazaban sus ojos, sus manos- mentira que lo estabas esperando, te prestaste el cuarto para…

– No se asombró porque le he dicho que eres mi mujer -dijo Ambrosio. ¿No puedo venir aquí con mi mujer cuando me parezca?

– No soy, no he sido ni soy -gritaba Amalia-. Me has hecho quedar cómo con tu amigo, te prestaste el…

– Ludovico es como mi hermano, ésta es como mi casa -dijo Ambrosio-. No seas tonta, aquí yo hago lo que quiero.

– Debe creerse que soy una sinvergüenza, ni me dio la mano siquiera, ni me miró. Debe creerse que…

– No te la daría porque sabe que soy celoso -dijo Ambrosio-. No te miraría para que yo no me enoje. No seas tonta, Amalia.

Apareció un mozo con un vaso de agua y él tuvo que callar, unos segundos. Bebió un trago, tosió: el gobierno les estaba reconocido a todos los cájamarquinos, muy en especial a los señores del Comité de Recepción, por su empeño en que la visita constituyera un acontecimiento, y alcanzó a decidir y ver bajo los tules una cadena de súbitas sustituciones: pero todo esto demandaría gastos y no sería lógico que, además de la pérdida dé tiempo, de las preocupaciones, el viaje del Presidente les ocasionara también desembolsos. El silencio se acentuó y él podía oír la suspendida respiración de los oyentes, entrever la curiosidad, la malicia de sus pupilas, fijas en él: ella y Hortensia, ella y Maclovia, ella y Carmincha, ella y la China. Tosió de nuevo, arrugó apenas la cara: de modo que tenía instrucciones del Ministerio para poner a disposición del Comité una suma destinada a aliviarlos y la figura de don Remigio Saldívar dominó bruscamente la sala, ella y Hortensia:. alto ahí, señor Bermúdez.

Pieles que se confundían entre ellas y con las sábanas y tules, pelos tan negros que sé enredaban y desenredaban y sintió en la boca una masa de saliva tibia y espesa como semen. Ya cuando se instaló el Comité el Prefecto había indicado que gestionaría una ayuda para los gastos de recepción; y don Remigio Saldívar hizo un ademán majestuoso y soberbio; y ya entonces rechazamos la oferta categóricamente. Murmullos aprobatorios, un orgullo provinciano y desafiante en las caras y él abrió la boca y arrugó los ojos: pero movilizar a la gente del campo iba a costarles dinero, señor Saldívar, muy bien que costearan el banquete, las recepciones, pero no los otros gastos y oyó rumores ofendidos, movimientos recriminatorios y don Remigio Saldívar había abierto los brazos con arrogancia: no aceptaban un centavo, no faltaba más. Iban a agasajar al Presidente de su propio bolsillo, lo habían decidido por unanimidad, con el fondo reunido alcanzaría de sobra, Cajamarca no necesitaba ayuda para homenajear a Odría, alto ahí. Él se paró, asintiendo y las siluetas se desvanecieron como hechas de humo: no insistía, no quería ofenderlos, en nombre del Presidente agradecía esa caballerosidad, esa generosidad. Pero aún no pudo salir porque los mozos se habían precipitado al salón con bocaditos y bebidas. Se mezcló con la gente, bebió una naranjada, festejó bromas arrugando la cara. Para que conozca a los cajamarquinos, señor Bermúdez, y don Remigio Saldívar lo enfrentó a un hombre canoso de nariz enorme: el doctor Lanusa, había mandado hacer quince mil banderines de su propio bolsillo, además de cotizar igual que los otros para el fondo del Comité, señor Bermúdez. Y no crea que tuvo ese gesto porque consiguió que la carretera pase justo delante de su hacienda, se rió el diputado Azpilcueta. Lo celebraron, hasta el doctor Lanusa se rió, ah esas lenguas cajamarquinas. No cabe duda que ustedes hacen las cosas en grande, se oía decir él.

Y usted vaya preparando el hígado, señor Bermúdez, entrevió los ojos titilantes del diputado Mendieta detrás de un vaso de cerveza, verá cómo lo atenderán.

Miró su reloj, ¿tan tarde ya?, lo sentía pero debía irse. Caras, manos, hasta pronto, tanto gusto. El senador Heredia y el diputado Mendieta lo acompañaron hasta la escalera, ahí aguardaba un morenito chaposo de ojos respetuosos. El ingeniero Lama, don Cayo, y él pensó ¿un puesto, una recomendación, un negocio?: miembro del Comité de Recepción y el primer agrónomo del departamento, señor Bermúdez. Encantado, en qué podía servirlo. Un sobrinito, perdonaría que en estos momentos, la madre estaba como una loca y había insistido tanto que. Lo alentó sonriendo, sacó una libreta del bolsillo, ¿qué había hecho el joven? Lo habían mandado a la universidad de Trujillo con mucho sacrificio, señor, allá lo aconsejarían mal, las malas juntas, antes nunca se había metido en política. Muy bien, ingeniero, se ocuparía personalmente, ¿cómo se llamaba el joven, estaba detenido en Trujillo o en Lima? Bajó las escaleras y las luces del paseo Colón ya estaban encendidas. Ambrosio y Ludovico conversaban fumando junto a la puerta. Arrojaron los cigarrillos al verlo: a San Miguel.

– DOBLA por la primera a la derecha -dijo Santiago, señalando-. Esa casa amarilla, la vieja. Si, aquí.

Tocó el timbre, metió la cabeza y vio en lo alto de la escalera a Carlitos, en pantalón de pijama, con una toalla al hombro: bajaba volando, Zavalita. Regresó al automóvil.

– Si estás apurado, déjame aquí Chispas. Iremos hasta el Callao en un taxi. “La Crónica” nos paga la movilidad.

– Yo los llevo -dijo el Chispas-. Supongo que ahora nos veremos seguido ¿no? La Teté quiere verte también. Supongo que puedo traerla, ¿o estás enojado con la Teté también?

– Claro que no -dijo. Santiago-. No estoy enojado con nadie, ni con los viejos. Pronto voy a ir a verlos. Sólo quiero que se acostumbren a la idea de que seguiré viviendo solo.

– No se van a acostumbrar nunca y lo sabes muy bien -dijo el Chispas-. Les estás amargando la vida. No sigas en ese plan tan absurdo, supersabio.

Pero se calló porque ahí estaba Carlitos, mirando desconcertado el auto, la cara del Chispas. Santiago le abrió la puerta: pasa, pasa, te presento a mi hermano, nos va a llevar. Adelante, dijo el Chispas, aquí cabían los tres de sobra. Arrancó, siguiendo la línea del tranvía, y durante un buen rato no hablaron. El Chispas ofreció cigarrillos y Carlitos nos miraba de reojo, piensa, y exploraba el tablero niquelado, el flamante tapiz, y la elegancia del Chispas.

– Ni siquiera te diste cuenta que el carro es nuevo -dijo él Chispas.

– De veras -dijo Santiago-. ¿El viejo vendió el Buick?

– No, éste es mío -el Chispas se sopló las uñas-. Lo estoy pagando a plazos. No tiene ni un mes. ¿Y qué van a hacer al Callao?

– Entrevistar al Director de Aduana -dijo Santiago-. Carlitos y yo estamos haciendo unas crónicas sobre el contrabando.

– Ah, qué interesante -dijo el Chispas; y después de un momento-. ¿Sabes que desde que entraste a trabajar, compramos “La Crónica” todos los días en la casa? Pero nunca sabemos qué escribes. ¿Por qué no firmas tus artículos? Así te irías haciendo conocido.

Ahí estaban los ojos burlones y estupefactos de Carlitos, Zavalita, ahí el malestar que sentías. El Chispas cruzó Barranco, Miraflores, dobló por la avenida Pardo y tomó la Costanera. Hablaban con largas pausas incómodas, sólo Santiago y el Chispas, Carlitos los observaba de reojo, con una expresión intrigada e irónica.