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– A mí no me importan los curas -dijo Aída, y los ojitos piensa: a ver, a ver, atrévete-. Yo no creo en Dios, yo soy atea.

– Yo también soy ateo --dijo Santiago, en el acto-. Por supuesto.

Reanudaron la caminata, las preguntas, a ratos se distraían, olvidaban los cuestionarios y se ponían a conversar, a discutir: coincidían, disentían, bromeaban el tiempo se iba volando y de pronto Zavala, Santiago! Apúrate, le sonrió Aída, y que le tocara una balota fácil. Atravesó una doble valla de postulantes, entró al aula del examen, y ya no te acuerdas, Zavalita, qué balota te tocó, ni las caras de los jurados, ni qué respondiste: sólo que salió contento.

– Se acuerda de la muchacha que le gustaba y lo demás ya se le borró -dice Ambrosio- Natural, niño.

Todo te gustaba ese día, piensa. El local que se caía de viejo, las caras color betún o tierra o paludismo de los postulantes, la atmósfera que hervía de aprensión, las cosas que decía Aída. ¿Cómo te sentías Zavalita? Piensa: como el día de mi primera comunión.

– Viniste porque era Santiago el que la hacía -hizo pucheros la Teté-. A la mía no viniste, ya no te quiero.

– Ven, dame un beso, no seas tontita -dijo don Fermín-. Vine porque el flaco se sacó el primer puesto, si hubieras sacado buenas notas también habría ido a tu primera comunión. Yo los quiero a los tres igual.

– Lo dices, pero no es cierto -se quejó el Chispas-. Tampoco fuiste a mi primera comunión.

– Con esta escena de celos le van a amargar el día al flaco, déjense de adefesios -dijo don Fermín-. Vengan, suban al carro.

– A la Herradura a tomar milk-shakes con hotdogs, papá -dijo Santiago.

– A la Rueda Chicago que han puesto en el Campo de Marte, papá -dijo el Chispas.

– Vamos a la Herradura -dijo don Fermín-. El flaco es el que ha hecho la primera comunión, hay Que darle gusto a él.

Salió del aula sonriendo, pero antes de llegar hasta Aída, ¿daban ahí mismo las notas, preguntas largas o cortas?, tuvo que soportar el asalto de los postulantes, y Aída lo recibió sonriendo: por su cara se veía que había salido bien, qué bien, ya no tienes que pegarte un tiro.

– Antes de sacar la balota, pensé mi alma por una fácil -dijo Santiago-. Así que si el diablo existe me iré al infierno. Pero el fin justifica los medios.

– Ni el alma ni el diablo existen -a ver, a ver-. Si crees Que el fin justifica los medios eres un nazi.

– Daba la contra en todo, opinaba sobre todo, discutía como si quisiera trompearse -dice Santiago.

– Una hembrita entradora, de ésas que un dice blanco y ellas negro, uno negro y ellas no, blanco -dice Ambrosio-. Mañas para calentar al hombre, pero que hacen su efecto.

– Claro que te espero -dijo Santiago-. ¿Te hago repasar un poco?

La historia persa, Carlomagno, los aztecas, Carlota Corday, factores externos de la desaparición del imperio austro-húngaro, el nacimiento y la muerte de Danton: que le tocara una balota fácil, Que aprobara.

Volvieron al primer patio, se sentaron en una banca.

Un canillita entró voceando los diarios de la tarde, el muchacho que estaba junto a ellos compró "El Comercio” y un momento después dijo desgraciados, era el colmo. Se volvieron a mirarlo y él les mostró un titular y la fotografía de un hombre con bigotes. ¿Lo habían metido preso, exilado o matado, y quién era el hombre? Ahí estaba Jacobo, Zavalita: rubio, escuálido, los claros ojos furiosos, el dedo curvado sobre la fotografía del diario, la voz arrastrada protestando, el Perú iba de mal en peor, un dejo extrañamente serrano en esa cara lechosa, donde se ponía el dedo brotaba pus como decía Gonzáles Prada, advertida alguna vez, a lo lejos y de paso, en las calles de Miraflores.

– ¿Otro de ésos? -dice Ambrosio-. Caramba, San Marcos era un nido de subversivos, niño.

Otro puro de ésos, piensa, en rebelión contra su piel, contra su clase, contra sí mismo, contra el Perú. Piensa: ¿seguirá puro, será feliz?

– No había tantos, Ambrosio. Fue una casualidad Que nos juntáramos los tres ese primer día.

– A esos amigos de San Marcos usted nunca los llevaba a su casa -dice Ambrosio-. En cambio, el niño Popeye y sus compañeros de colegio se las pasaban tomando té donde usted.

¿Te daba vergüenza, Zavalita?, piensa: ¿que Jacobo, Héctor, Solórzano no vieran dónde y con quién vivías, que no conocieran a la vieja y no oyeran al viejo, que Aída no escuchara las lindas idioteces de la Teté? Piensa: ¿Que la vieja y el viejo no supieran con quien te juntabas, que el Chispas y la Teté no vieran la cara de huaco del cholo Martínez? Ese primer día comenzaste a matar a los viejos, a Popeye, a Miraflores, piensa. Estabas rompiendo, Zavalita, entrando a otro mundo: ¿fue ahí, se cerraron ahí? piensa: ¿rompiendo con qué, entrando a cuál mundo?

– Me oyeron hablar de Odría y se fueron -Jacobo señaló al grupo de postulantes que se alejaba y los miró a ellos con una curiosidad sin ironía-. ¿También ustedes tienen miedo?

– ¿Miedo? -Aída se enderezó violentamente en la banca-. Yo digo que Odría es un dictador y un asesino, y lo digo aquí, en la calle, en cualquier parte.

Pura como las muchachas de Quo Vadis, piensa, impaciente por bajar a las catacumbas y salir al circo y arrojarse a las zarpas y colmillos de los leones. Jacobo la escuchaba desconcertado, ella se había olvidado del examen, un dictador que subió al poder en la punta de las bayonetas, alzaba la voz y accionaba y Jacobo asentía y la miraba con simpatía y había suprimido los partidos y la libertad de prensa y ahora entusiasmado y había ordenado al Ejército masacrar a los arequipeños y ahora hechizado y había encarcelado, deportado y torturado a tantos, ni siquiera se sabía a cuántos, y Santiago observaba a Aída y a Jacobo y de pronto, piensa, te sentiste torturado, exilado, traicionado, Zavalita, y la interrumpió: Odría era el peor tirano de la historia del Perú.

– Bueno, no sé si el peor -dijo Aída, tomando aire-. Pero uno de los peores, claro que es.

– Dale tiempo y verás -insistió Santiago, con ímpetu-. Será el peor.

– Salvo la del proletariado, todas las dictaduras son la misma cosa -dijo Jacobo-. Históricamente.

– ¿Tú sabes cuál es la diferencia entre aprismo y comunismo? -dice Santiago.

– No hay que darle tiempo a que sea el peor -dijo Aída-. Hay que echarlo abajo antes.

– Bueno, los apristas son muchísimos y los comunistas poquísimos -dice Ambrosio-. Qué más diferencia que ésa.

– No creo que ésos se fueran porque rajabas de Odría, sino porque están estudiando -dijo Santiago-.

Todos deben ser progresistas en San Marcos. Te miró como si te hubiera visto un par de alitas en la espalda, piensa, San Marcos ya no era lo que había sido, como a un niño bueno y tarado, Zavalita. No sabías, no entendías ni el vocabulario, tenías que aprender qué era aprismo, qué fascismo, qué comunismo, y por qué San Marcos ya no era lo que había sido: porque desde el golpe de Odría los dirigentes eran perseguidos y los centros federados desmantelados y porque las clases estaban llenas de soplones matriculados como alumnos y Santiago frívolamente lo interrumpió: ¿vivía Jacobo en Miraflores? Le parecía haberlo visto por allá alguna vez, y Jacobo se ruborizó y asintió de mala gana y Aída se echó a reír: así que los dos eran miraflorinos, así que los dos eran unos niños bien. Pero a Jacobo, piensa, no le gustaba bromear.

Los ojos azules pedagógicamente posados en ella, la voz paciente, andina, desenvuelta, explicaba no importa donde se vive sino lo que se piensa y se hace, y Aída era cierto, pero ella no había dicho en serio sino, jugando lo de niños bien, y Santiago leería, estudiaría, aprendería marxismo como él: ah, Zavalita. El conserje gritó un apellido y Jacobo se puso de pie: lo llamaban. Fue hacia el aula sin prisa, confiado y calmado como hablaba, ¿inteligente, no?, y Santiago miró a Aída, inteligentísimo, y además cuánto sabía de política y Santiago decidió él sabría más.