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Era martes y, para que el asunto saliera bien, tenía que esperar hasta el domingo. Pasaba las tardes donde doña Lupe y las noches con Pantaleón. ¿Qué sería de Amalita Hortensia si a él un día le pasaba algo, doña Lupe, por ejemplo si se moría? Nada, Ambrosio, seguiría viviendo con ella, ya era como su hijita, ésa con la que siempre soñó. En las mañanas iba a la playita del embarcadero o daba vueltas por la plaza, charlando con los vagabundos. El sábado por la tarde vio entrar a Pucallpa a “El Rayo de la Montaña” rugiente, polvoriento, bamboleando sus cajas y maletones sujetos con sogas, la camioneta atravesó la calle Comercio alzando un terral y se estacionó frente a la oficinita de “Transportes Morales”. Bajó el chofer, bajaron los pasajeros, descargaron el equipaje, y, pateando piedrecitas en la esquina, Ambrosio esperó que el chofer volviera a subir a "El Rayo de la Montaña" y arrancara: la llevaba al garaje de López, sí. Se fue donde doña Lupe y estuvo hasta el anochecer jugando con Amalita Hortensia, que se había desacostumbrado tanto a él que iba a cargarla y soltaba el llanto. Se presentó en el garaje antes de las ocho y sólo estaba la mujer de López: venía a llevarse la camioneta, señora, don Hilario la necesitaba. A ella ni se le ocurrió preguntarle ¿cuándo volviste a la Morales? Le señaló un rincón del descampado: ahí estaba. Y con gasolina y aceite y todo lo que hacía falta, sí.

– Yo había pensado desbarrancársela en alguna parte -dice Ambrosio-. Pero me di cuenta que era una estupidez y me fui con ella hasta Tingo. Conseguí un par de pasajeros por el camino y eso me alcanzó para gasolina.

Al entrar a Tingo María, a la mañana siguiente, dudó un momento y luego se dirigió al garaje de Itipaya: ¿cómo, volviste con don Hilario, negro?

– Me la he robado -dijo Ambrosio-. En pago de lo que él me robó a mí. Vengo a vendértela.

Itipaya se había quedado primero asombrado y luego se echó a reír: te volviste loco, hermano.

– Sí -dijo Ambrosio-. ¿Me la compras?

– ¿Una camioneta robada? -se rió Itipaya-. Qué voy a hacer con ella. Todo el mundo conoce "El Rayo de la Montaña", don Hilario ya habrá sentado la denuncia.

– Bueno -dijo Ambrosio-. Entonces la voy a desbarrancar. Al menos, me vengaré.

Itipaya se rascó la cabeza: qué locuras. Habían discutido cerca de media hora. Si la iba a desbarrancar era preferible que sirviera para algo mejor, negro.

Pero no le podía dar mucho: tenía que desarmarla todita, venderla a poquitos, pintar la carrocería y mil cosas más. ¿Cuánto, Itipaya, de una vez? Y además el riesgo, negro. ¿Cuánto, de una vez?

– Cuatrocientos soles -dice Ambrosio-. Menos que lo que dan por una bicicleta usada. Lo justo para llegar a Lima, niño.

VIII

– NO ES por fastidiar ni por nada -dice Ambrosio-. Pero ya es tardísimo, niño.

¿Qué más, Zavalita, qué más? La conversación con el Chispas, piensa, nada más. Después de la muerte de don Fermín, Ana y Santiago comenzaron a ir los domingos a almorzar donde la señora Zoila y allí veían también al Chispas y Cary, a Popeye y la Teté, pero luego, cuando la señora Zoila se animó a viajar a Europa con la tía Eliana que iba a internar a su hija mayor en un colegio de Suiza y a hacer una gira de dos meses por España, Italia y Francia, los almuerzos familiares cesaron, y más tarde no se reanudaron ni se reanudarán más, piensa: qué importaba la hora Ambrosio, salud Ambrosio. La señora Zoila regresó menos abatida, tostada por el verano de Europa, rejuvenecida, con las manos llenas de regalos y la boca de anécdotas. Antes de un año se había recobrado del todo, Zavalita, retomado su agitada vida social, sus canastas, sus visitas, sus teleteatros y sus tés. Ana y Santiago venían a verla al menos una vez al mes y ella los atajaba a comer y su relación era desde entonces distante pero cortés, amistosa más que familiar, y ahora la señora Zoila trataba a Ana con una simpatía discreta, con un afecto resignado y liviano. No se había olvidado de ella en el reparto de recuerdos europeos, Zavalita, también a ella le había tocado: una mantilla española, piensa, una blusa de seda italiana. En los cumpleaños y aniversarios, Ana y Santiago pasaban temprano y rápido a dar el abrazo, antes de que llegaran las visitas, y algunas noches Popeye y la Teté se aparecían en la quinta de los duendes a charlar o a sacarlos a dar una vuelta en auto. El Chispas y Cary nunca, Zavalita, pero cuando el Campeonato Sudamericano de Fútbol te había mandado de regalo un abono a primera. Andabas en apuros de plata y lo revendiste en la mitad de precio, piensa. Piensa: al fin encontramos la fórmula para llevarnos bien. De lejitos, Zavalita, con sonrisitas, con bromitas: a él sí le importaba, niño, con perdón. Ya era tardísimo.

La conversación había sido bastante tiempo después de la muerte de don Fermín, una semana después de haber pasado de la sección locales a la página editorial de “La Crónica”, Zavalita, unos días antes que Ana perdiera su puesto en la Clínica. Te habían subido el sueldo quinientos soles, cambiado el horario de la noche a la mañana, ahora sí que no verías ya casi nunca a Carlitos, Zavalita, cuando encontró al Chispas saliendo de la casa de la señora Zoila. Habían hablado un momento de pie, en la vereda: ¿podían almorzar mañana juntos, supersabio? Claro, Chispas. Esa tarde habías pensado, sin curiosidad, de cuándo acá, qué querría. Y al día siguiente el Chispas vino a buscar a Santiago a la quinta de los duendes poco después del mediodía. Era la primera vez que venía y ahí estaba entrando, Zavalita, y ahí lo veías desde la ventana, dudando, tocando la puerta de la alemana, vestido de beige y con chaleco y esa camisa color canario de cuello muy alto. Y ahí estaba la mirada voraz de la alemana recorriendo al Chispas de pies a cabeza mientras le señalaba tu puerta: ésa, la letra "C". Y ahí estaba el Chispas pisando por primera y última vez la casita de duendes, Zavalita. Le dio una palmada, hola supersabio, tomó posesión con risueña desenvoltura de los dos cuartitos.

La cuevita ideal, flaco -miraba la mesita, el estante de libros, el crudo donde dormía Batuque-. El departamentito clavado para unos bohemios como tú y Ana.

Fueron a almorzar al Restaurant Suizo de la Herradura. Los mozos y el maitre conocían al Chispas por su nombre, le hicieron algunas bromas y revoloteaban a su alrededor efusivos y diligentes, y el Chispas te había exigido probar ese coctel de fresa, la especialidad de la casa flaco, almibarado y explosivo. Se sentaron en una mesa que daba al malecón: veían el mar bravo; el cielo con nubes del invierno, y el Chispas te sugería el chupe a la limeña para comenzar y de segundo el picante de gallina o el arroz con pato.

– El postre lo escojo yo -dijo el Chispas, cuando el mozo se alejaba con el pedido-. Panqueques con manjar blanco. Cae regio después de hablar de negocios.

– ¿Vamos a hablar de negocios? -dijo Santiago-. Supongo que no vas a proponerme que trabaje contigo. No me amargues el almuerzo.

– Ya sé que oyes la palabra negocios y te salen ronchas, bohemio -se rió el Chispas-. Pero esta vez no te puedes librar, aunque sea un ratito. Te he traído aquí a ver si con platos picantes y cerveza helada te tragas mejor la píldora.

Se volvió a reír, algo artificialmente ahora, y mientras reía había brotado ese fulgor de incomodidad en sus ojos, Zavalita, esos puntitos brillantes e inquietos: ah flaco bohemio, había dicho dos veces, ah flaco bohemio. Ya no alocado, descastado, acomplejado y comunista, piensa. Piensa: algo más cariñoso, más vago, algo que podía ser todo. Flaco, bohemio, Zavalita.

– Pásame la píldora de una vez, entonces -dijo Santiago-. Antes del chupe.

– A ti te importa todo un pito, bohemio -dijo el Chispas, dejando de reír conservando un halo de sonrisa en la cara rasurada; pero en el fondo de sus ojos continuaba, aumentaba la desazón y aparecía la alarma, Zavalita-. Tantos meses que murió el viejo y ni se te ha ocurrido preguntar por los negocios que dejó.