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– No lo había visto desde hacía cerca de dos años -dice Santiago-. Desde que me casé. Lo que más me apenó no fue que se muriera. Todos tenemos que morirnos ¿no, Ambrosio? Sino que se muriera creyendo que estaba peleado con él.

El entierro fue al día siguiente, a las tres de la tarde. Toda la mañana habían seguido llegando telegramas, tarjetas, recibos de misas, ofrendas, coronas, y en los diarios habían publicado la noticia en recuadros.

Había ido muchísima gente, sí Ambrosio, hasta un edecán de la Presidencia, y al entrar al cementerio habían llevado la cinta un momento un ministro pradista, un senador odriísta, un dirigente aprista y otro belaúndista. El tío Clodomiro, el Chispas y tú habían estado parados en la puerta del cementerio, recibiendo el pésame, más de una hora, Zavalita. Al día siguiente, Ana y Santiago pasaron todo el día en la casa. La mamá permanecía en su cuarto, rodeada de parientes, y al verlos entrar había abrazado y besado a Ana y Ana la había abrazado y besado y las dos habían llorado.

Piensa: así estaba hecho el mundo, Zavalita. Piensa: ¿así estaba hecho? Al atardecer vino el tío Clodomiro y estuvo sentado en la sala con Popeye y Santiago: parecía distraído, ensimismado, y respondía con monosílabos casi inaudibles cuando le preguntaban algo. Al día siguiente, la tía Eliana se había llevado a la mamá a su casa de Chosica para evitarle el desfile de visitas.

– Desde que él se murió no he vuelto a pelearme con la familia -dice Santiago-. Los veo muy rara vez, pero así, aunque de lejos, nos llevamos bien.

– NO -repitió Ambrosio-. No he venido a pelear.

– Menos mal, porque si no llamo a Robertito, él es el que sabe pelear aquí -dijo Queta-. Dime a qué mierda has venido de una vez o anda vete.

No estaban desnudos, no estaban tumbados en la cama, la luz del cuarto no estaba apagada. De abajo subía siempre el mismo confuso rumor de música y voces del bar y las risas del saloncito. Ambrosio se había sentado en la cama y Queta lo veía envuelto por el cono de luz, quieto y macizo en su terno azul y sus zapatos negros puntiagudos y el cuello albo de su camisa almidonada. Veía su desesperada inmovilidad, la enloquecida cólera empozada en sus ojos.

– Usted sabe muy bien que por ella -Ambrosio la miraba de frente, sin pestañear-. Usted ha podido hacer algo y no ha hecho nada. Usted es su amiga.

– Mira, ya tengo bastantes preocupaciones -dijo Queta-. No quiero hablar de eso, yo vengo aquí a ganar dinero. Anda vete y, sobre todo, no vuelvas. Ni aquí ni a mi departamento.

– Usted ha debido hacer algo -repitió la voz empecinada, dura y distinta de Ambrosio-. Por su propio bien.

– ¿Por mi propio bien? -dijo Queta; estaba apoyada de espaldas en la puerta, el cuerpo ligeramente arqueado, las manos en las caderas.

– Por el propio bien de ella, quiero decir -murmuró Ambrosio-. ¿No me dijo que era su amiga, que a pesar de sus locuras le tenía cariño?

Queta dio unos pasos, se sentó en la única silla del cuarto frente a él. Cruzó las piernas, lo observó con detenimiento y él resistió su mirada sin bajar los ojos, por primera vez.

– Te ha mandado Bola de Oro -dijo Queta, despacio-. ¿Por qué no te mandó donde la loca? Yo no tengo nada que ver con esto. Dile a Bola de Oro que a mí no me meta en sus líos. La loca es la loca y yo soy yo.

– No me ha mandado nadie, él ni siquiera sabe que a usted la conozco -dijo Ambrosio, con suma lentitud, mirándola-. He venido para que hablemos. Como amigos.

– ¿Como amigos? -dijo Queta-. ¿Quién te ha hecho creer que eres mi amigo?

– Háblele, hágala entrar en razón -murmuró Ambrosio-. Hágale ver que se ha portado muy mal. Dígale que él no tiene plata, que sus negocios andan mal. Aconséjele que se olvide para siempre de él.

– ¿Bola de Oro la va a hacer meter presa otra vez? -dijo Queta-. ¿Qué otra cosa le va a hacer el desgraciado ése?

– Él no la hizo meter, él fue a sacarla de la Prefectura -dijo Ambrosio, sin subir la voz, sin moverse él la ha ayudado, le pagó el hospital, le ha dado plata. Sin tener ninguna obligación, por pura compasión. No le va a dar más. Dígale que se ha portado muy mal. Que no lo amenace más.

– Anda vete -dijo Queta-. Que Bola de Oro y la loca arreglen sus líos solos. No es asunto mío. Y tampoco tuyo, tú no te metas.

– Aconséjela -repitió la voz terca, tirante de Ambrosio-. Si lo sigue amenazando le va a ir mal.

Queta se rió y sintió su risita forzada y nerviosa. Él la miraba con tranquila determinación, con ese sosegado hervor frenético en los ojos. Estuvieron callados, observándose, las caras a medio metro de distancia.

– ¿Estás seguro que no te ha mandado él? -dijo Queta, por fin-. ¿Está asustado Bola de Oro de la pobre loca? ¿Es tan imbécil de asustarse de la pobre? Él la ha visto, él sabe en qué estado está. Tú también sabes cómo está. Tú también tienes tu espía ahí ¿no?

– Eso también -roncó Ambrosio. Queta lo vio juntar las rodillas y encogerse, lo vio incrustarse los dedos en las piernas. La voz se le había cuarteado-. Yo no le había hecho nada, conmigo no era la cosa. Y Amalia ha estado ayudándola, acompañándola en todo lo que le ha pasado. Ella no tenía por qué ir a contar eso.

– Qué ha pasado -dijo Queta; se inclinó un poco hacia él-. ¿Le ha contado a Bola de Oro lo de ti y Amalia?

– Que es mi mujer, que nos vemos cada domingo desde hace años, que está encinta de mí -se desgarró la voz de Ambrosio y Queta pensó va a llorar. Pero no: sólo lloraba su voz, tenía los ojos secos y opacos muy abiertos-. Se ha portado muy mal.

– Bueno -dijo Queta, enderezándose-. Es por eso que estás así, es por eso tu furia. Ahora ya sé por qué has venido.

– Pero ¿por qué? -siguió atormentándose la voz de Ambrosio-. ¿Pensando que con eso lo iba a convencer? ¿Pensando que con eso le iba a sacar más plata? ¿Por qué ha hecho una maldad así?

– Porque la pobre loca está ya medio loca de verdad -susurró Queta-. ¿Acaso no sabes? Porque quiere irse de aquí, porque necesita irse. No ha sido por maldad. Ya ni sabe lo que hace.

– Pensando si le cuento eso va a sufrir -dijo Ambrosio. Asintió, cerró los ojos un instante. Los abrió-: Le va a hacer daño, lo va a destrozar. Pensando eso.

– Por ese hijo de puta de Lucas, ése del que se enamoró, uno que está en México -dijo Queta-. Tú no sabes. Le escribe diciéndole ven, trae plata, nos vamos a casar. Ella le cree, está loca. Ya ni sabe lo que hace. No ha sido por maldad.

– Sí -dijo Ambrosio; alzó las manos unos milímetros y las volvió a hundir en sus piernas con ferocidad, su pantalón se arrugó-. Le ha hecho daño, lo ha hecho sufrir.

– Bola de Oro tiene que entenderla -dijo Queta-. Todos se han portado con ella como unos hijos de puta. Cayo Mierda, Lucas, todos los que recibió en su casa, todos los que atendió y…

– ¿Él, él? -roncó Ambrosio y Queta se calló; ¿tenía las piernas listas para levantarse y correr, pero él no, se movió-. ¿Él se portó mal? ¿Se puede saber qué culpa tiene él? ¿Le debe algo él a ella? ¿Tenía obligación de ayudarla? ¿No le ha estado dando bastante plata? ¿Y al único que fue bueno con ella le hace una maldad así? Pero ya no más, ya se acabó. Quiero que usted se lo diga.

– Ya se lo he dicho -murmuró Queta-. No te metas, la que va a salir perdiendo eres tú. Cuando supe que Amalia le había contado que estaba esperando un hijo tuyo, se lo advertí. Cuidado con decirle a la chica que Ambrosio, cuidado con ir a contarle a Bola de Oro que Amalia. No armes líos, no te metas. Es por gusto, no lo hace por maldad, quiere llevarle plata a ese Lucas. Está loca.

– Sin que él le haya hecho nada, sólo porque él fue bueno y la ayudó -murmuró Ambrosio-. A mí no me hubiera importado tanto que le contara a Amalia lo de mí. Pero no hacerle eso a él. Eso era pura maldad, pura maldad.

– No te hubiera importado que le cuente a tu mujer -dijo Queta, mirándolo-. Sólo te importa Bola de Oro, sólo te importa el maricón. Eres peor que él. Sal de aquí de una vez.