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– ¿Quiénes estaban? -dijo Queta-. ¿La China, Lucy, Carmincha? ¿Cómo ninguna se dio cuenta?

– No conozco sus nombres -dijo Ambrosio-. No, no había mujeres. Sólo tres o cuatro hombres. Y a él yo lo había estado viendo, en esas entradas con el hielo o los platos. Se tomaba sus tragos pero no perdía los estribos, como los otros. No se emborrachó. O no parecía.

– Es elegante, las canas le sientan -dijo Queta-. Debe haber sido buen mozo de joven. Pero tiene algo que fastidia. Se cree un emperador.

– No -insistió Ambrosio, con firmeza-. No hacía ninguna locura, no se disforzaba. Se tomaba sus copas y nada más. Yo lo estaba viendo. No, no se cree nada. Yo lo conozco, yo sé.

– Pero qué te llamó la atención -dijo Queta-. Qué tenía de raro que te mirara.

– Nada de raro -murmuró Ambrosio, como excusándose. Su voz se había apagado y era íntima y densa. Explicó despacio-: Me habría mirado antes cien veces, pero de repente me pareció que se dio cuenta que me estaba mirando. Ya no más como a una pared. ¿Ve?

– La loca estaría cayéndose, no se dio cuenta -se distrajo Queta-. Se quedó asombrada cuando supo que te ibas a trabajar con él. ¿Estaba cayéndose?

– Yo entraba a la sala y sabía que ahí mismo se ponía a mirarme- susurró Ambrosio-. Tenía los ojos medio riendo, medio brillando. Como si estuviera diciéndome algo. ¿Ve?

– ¿Y todavía no te diste cuenta? -dijo Queta-. Te apuesto que Cayo Mierda sí.

– Me di cuenta que era rara esa manera de mirar -murmuró Ambrosio-. Por lo disimulada. Levantaba el vaso, para que don Cayo creyera que iba a tomar un trago, y yo me daba cuenta que no era para eso. Me ponía los ojos encima y no me los quitaba hasta que salía del cuarto.

Queta se echó a reír y él se calló al instante. Esperó, inmóvil, que ella dejara de reír. Ahora fumaban de nuevo los dos, tumbados de espalda, y él había posado su mano sobre la rodilla de ella. No la acariciaba, la dejaba descansar ahí, tranquila. No hacía calor, pero en el segmento de piel desnuda en que se tocaban sus brazos, había brotado el sudor. Se oyó una voz en el pasillo, alejándose. Luego un auto de motor quejumbroso.

Queta miró el reloj del velador: eran las dos.

– En una de ésas le pregunté si le servía más hielo -murmuró Ambrosio-. Ya se habían ido los otros invitados, la fiesta se estaba acabando, sólo quedaba él.

No me contestó nada. Cerró y abrió los ojos de una manerita difícil de explicar. Medio desafiadora, medio burlona. ¿Ve?

– ¿Y no te habías dado cuenta? -insistió Queta-. Eres tonto.

– Soy -dijo Ambrosio-. Pensé se está haciendo el borracho, pensé a lo mejor está y quiere divertirse a mi costa. Yo me había tomado mis tragos en la cocina y pensé a lo mejor estoy borracho y me parece. Pero la próxima vez que entraba decía no, qué le pica. Serían las dos, las tres, qué sé yo. Entré a cambiar un cenicero, creo. Ahí me habló.

– Siéntate aquí un rato -dijo don Fermín-. Tómate un trago con nosotros.

– No era una invitación sino casi una orden -murmuró Ambrosio. No sabía mi nombre. A pesar de que se lo habría oído a don Cayo cien veces, no lo sabía. Después me contó.

Queta se echó a reír, él se calló y esperó. Un aura de luz llegaba a la silla y alumbraba las ropas mezcladas de él. El humo planeaba sobre ellos, dilatándose, deshaciéndose en sigilosos ritmos curvos. Pasaron dos autos seguidos y veloces como haciendo carreras.

– ¿Y ella? -dijo Queta, riéndose ya apenas-. ¿y Hortensia?

Los ojos de Ambrosio revolotearon en un mar de confusión: don Cayo no parecía disgustado ni asombrado. Lo miró un instante serio y luego le hizo con la cabeza que sí, hazle caso, siéntate. El cenicero danzaba tontamente en la mano alzada de Ambrosio.

– Se había quedado dormida -dijo Ambrosio-. Echada en el sillón. Habría tomado muchísimo. Me sentí mal ahí, sentado en la puntita de la silla. Raro, avergonzado, mal.

Se frotó las manos, y por fin, con una solemnidad ceremoniosa, dijo salud sin mirar a nadie y bebió. Queta se había vuelto para verle la cara: tenía los ojos cerrados, los labios juntos y transpiraba.

– A este paso te nos vas a marear -se echó a reír don Fermín-. Anda, sírvete otro trago.

– Jugando contigo como el gato con el ratón -murmuró Queta, con asco-. A ti te gusta eso, ya me he dado cuenta. Ser el ratón. Que te pisen, que te traten mal. Si yo no te hubiera tratado mal no te pasarías la vida juntando plata para subir aquí a contarme tus penas. ¿Tus penas? Las primeras veces creía que sí, ahora ya no. A ti todo lo que te pasa te gusta.

– Sentado ahí, como a un igual, dándome trago -dijo él, con el mismo opaco, enrarecido, ido tono de voz-. Parecía que a don Cayo no le importaba o se hacía el que no. Y él no dejaba que me fuera. ¿Ve?

– Dónde vas tú, quieto ahí -bromeó, ordenó por décima vez don Fermín-. Quieto ahí, dónde vas tú.

– Estaba diferente de todas las veces que lo había visto -dijo Ambrosio-. Esas que él no me había visto a mí. Por su manera de mirar y también de hablar.

Hablaba sin parar, de cualquier cosa, y de repente decía una lisura. Él que se lo veía tan educado y con ese aspecto de…

Dudó y Queta ladeó un poco la cabeza para observarlo: ¿aspecto de?

– De un gran señor -dijo Ambrosio muy rápido-. De presidente, qué sé yo.

Queta lanzó una risita curiosa e impertinente, regocijada, se desperezó y al hacerlo su cadera rozó la de él: sintió que instantáneamente la mano de Ambrosio se animaba sobre su rodilla, que avanzaba bajo la falda y tentaba con ansiedad su muslo, que lo pesaba de arriba abajo, de abajo arriba, a todo lo que daba su brazo. No lo riñó, no lo paró y escuchó su propia risita regocijada otra vez.

– Te estaba ablandando con trago -dijo-. ¿Y la loca, y ella?

Ella levantaba la cabeza de rato en rato igual que si saliera del agua, miraba la sala con extraviados ojos húmedos sonámbulos, cogía su vaso y se lo llevaba a la boca y bebía, murmuraba algo incomprensible y se sumergía otra vez. ¿Y Cayo Mierda, y él? él bebía con regularidad, participaba con monosílabos en la conversación y se portaba como si fuera la cosa más natural que Ambrosio estuviera sentado ahí bebiendo con ellos.

– Así se pasaba el rato -dijo Ambrosio: su mano se sosegó, volvió a la rodilla-. Los tragos me quitaron la vergüenza y ya le soportaba su miradita y le contestaba sus bromas. Sí me gusta el whisky don, claro que no es la primera vez que tomo whisky don.

Pero ahora don Fermín no lo escuchaba o parecía que no: lo tenía retratado en los ojos, Ambrosio los miraba y se veía ¿veía? Queta asintió, y de repente don Fermín tomó apurado el conchito de su vaso y se paró: estaba cansado, don Cayo, era hora de irse. Cayo Bermúdez también se levantó:

– Que lo lleve Ambrosio, don Fermín -dijo, recogiendo un bostezo en su puño cerrado-, No necesito el auto hasta mañana.

– Quiere decir que no sólo sabía -dijo Queta, moviéndose-. Por supuesto, por supuesto. Quiere decir que Cayo Mierda preparó todo eso.

– No sé -la cortó Ambrosio, volteándose, la voz de repente agitada, mirándola. Hizo una pausa, volvió a tumbarse de espaldas-. No sé si sabía, si lo preparó. Quisiera saber. Él dice que tampoco sabe. ¿A usted no le ha?

– Sabe ahora, eso es lo único que yo sé -se rió Queta-. Pero ni yo ni la loca le hemos podido sonsacar si lo preparó. Cuando quiere, es una tumba.

– No sé -repitió Ambrosio. Su voz se hundió en un pozo y renació debilitada y turbia-. Él tampoco sabe. A veces dice sí. Tiene que saber; otras no, puede que no sepa. Yo lo he visto ya bastantes veces a don Cayo y nunca me ha hecho notar que sepa.

– Estás completamente loco -dijo Queta-. Claro que ahora sabe. Ahora quién no.

Los acompañó hasta la calle, ordenó a Ambrosio mañana a las diez, dio la mano a don Fermín y regresó a la casa cruzando el jardín. Ya estaba por amanecer. Había unas rayitas azules atisbando en el cielo y los policías de la esquina murmuraron buenas noches con unas voces estropeadas por el desvelo y los cigarrillos.