– Eso está mejor. ¿Qué es?

– Es un "cocktail" atribuido a Singapur y sobre todo al hotel Raffles de Singapur.

– ¿Es cierto?

– No importa. Los del hotel cultivan el mito y si pides un Singapur Sling te lo servirán con una sonrisa de complicidad.

– Es bonito. Suena bien. Ya me basta. ¿Te imaginas ir por el mundo en busca de algo que suena bien? ¿Sabe tan bien como suena?

– Pse.

– Te enviaré postales para contarte cómo me va.

– Volverás tú antes que lleguen tus postales.

– Te enviaré telegramas. ¿Te ilusiona?

– No.

Un silencio.

– ¿Te molesta?

– Tampoco.

– ¿Quieres que te traiga algo? La seda va barata en Bangkok.

– Una botella de Mekong.

– ¿Qué es eso?

– Un whisky thai. No sé de qué lo hacen, pero sabe muy bien.

– No piensas en otra cosa.

De una distancia de casi quince años le llegó una sonrisa oriental, la del desvencijado aduanero que palpaba las entrañas de sus maletas y despertó con las palmas de sus manos el canto dormido del cristal. Seis botellas de Mekong consiguieron redondear los ojos orientales. Contempló a Carvalho con una complicidad que sólo podrían manifestar los beodos, abrió la mano como un abanico, la convirtió en una botella inagotable de la que bebiera chupando el pulgar, con la ansiedad de un niño amenazado de destete, y luego se rió con una inocencia descivilizada que irritó a más de uno de los occidentales que esperaban su turno detrás de Carvalho. Carvalho asentía y sonreía con todas sus fuerzas. Había que darle la razón a la sospecha cómplice y alegre del aduanero. En efecto, amigo, soy un alcohólico.

Desde que había aceptado el caso Daurella, tenía la sensación de trabajar según un horario regular, lo más parecido posible a la virtuosa costumbre catalano-japonesa de perder una tercera parte del día trabajando para poder dormir ocho horas y restañar las heridas del cuerpo y el alma durante las ocho restantes. En parte se debía a que el viejo Daurella tenía la costumbre de citarle entre nueve y nueve y media en el despacho de su almacén de toldos y piscinas de Pueblo Nuevo. Luego, la única posibilidad de recorrer las derivaciones del asunto a partir del centro radial del viejo patriarca era durante las horas laborables, porque los Daurella, delincuentes o inocentes, en cuanto oían la sirena de la fábrica y dejaban en su sitio todo lo que deberían encontrar en su sitio al día siguiente, se esparcían por la Tierra, dentro de una zona prudentemente próxima a Barcelona pero lo suficientemente separados los unos de los otros como para tejer un universo de puntos cardinales de la familia, cada hijo en un horizonte y los padres en su piso del Ensanche, calle del Bruch, el centro de la Tierra. Y así cuando el viejo Daurella hablaba de sus Jordi, Esperança, Núria o Ausiás, dirigía la cabeza al norte, al oeste, al este y al sur porque Jordi vivía en una casita en Sant Cugat. Esperança tenía una vieja masía en el límite justo donde Esplugas de Llobregat se convertía en una ciudad dormitorio, Núria estaba instalada en una urbanización del Maresme y Ausiás, el pequeño y macrobiótico Ausiás, tenía más huerto que casa en el Prat. Y en realidad el viejo no tenía por qué desplazar la cabeza hacia todos los horizontes, porque desde las ocho de la mañana los Daurella estaban trabajando dentro del inmenso recinto de Toldos Daurella, S.A.

– La S.A. son ellos. No vaya usted a pensar que aquí hay capital americano.

Le advirtió el viejo Daurella pensando en la minuta. Ellos eran Jordi, Esperança, Núria y Ausiás, morenos o morenitos, según su gordura, y parecidos a su padre con mayores o menores dilataciones de las facciones, como si en el momento del coito con la señora Mercé, Daurella hubiera impuesto la condición sine qua non de que los hijos, todos los hijos, debieran parecérsele. Y tal vez predestinado el amor cromosomáticamente, los chicos Daurella habían buscado consortes que se les parecieran, salvo Ausiás, el pequeño, "el més mimat" [El más mimado], aún decía Daurella padre cuando se refería a él, estuviera o no delante, había conseguido casarse con un ser humano rubio, una holandesa que sólo cinco años atrás habría merecido las páginas centrales de "Playboy" y que, en la actualidad, trabajada a fondo por los partos y la macrobiótica, parecía una hermosa rubia desvencijada, que llevaba las relaciones exteriores de Daurella, S.A. porque hablaba el inglés como si fuera inglesa, insistía el viejo

Daurella, y el francés como el general De Gaulle. La metáfora también era del patriarca. Los otros hijos políticos también estaban en el negocio. El marido de Esperança, la mayor, era el coordinador de los viajantes, y él mismo viajaba por España visitando clientes. El de Núria era jefe de almacén, y la mujer del mayor, Jordi, llevaba la oficina instalada en un cobertizo prefabricado en el que daba la nota exótica un cartel del Folies Bergére anunciando a la supervedette española Norma Duval. El señor y la señora Daurella se lo habían traído recientemente de París, a donde habían ido para celebrar las bodas de oro.

– No había hecho vacaciones desde el año de la nevada.

Decía el viejo. Es decir, desde 1962, añadía, no porque tuviera una memoria climatológica, sino porque en 1962 fue la única ocasión, desde el último período glacial, en que Barcelona capital se convirtió en una estación de esquí. Ni un Daurella sin algo que hacer. Ésta era la impresión que recibía Carvalho cuando recorría el ámbito de los almacenes y los muelles de descarga, cercados por una vieja tapia de piedra con cristales rotos en los bordes, sorprendentes vegetaciones aquí y allá, acacias, una palmera, adelfas, buganvillas entre hangares fin de siglo de ladrillos rojos oxidados por las brisas marinas que hacen de Pueblo Nuevo un barrio húmedo y propicio para vegetaciones espontáneas de sus patios y solares abandonados. El desorden visual del comercio y la botánica, de los camiones y las madreselvas que habían encontrado su medio propicio tras ensayar años y años al margen del cuidado de los hombres, atraía a Carvalho como podía atraerle un cementerio entregado a las leyes de la erosión y las vegetaciones salvajes. Era un viejo sueño carvalhiano el que, de pronto, la naturaleza agrietara el asfalto y se conformara con crecer donde pudiera, corrigiendo la estúpida voluntad de la materia prefabricada, pero sin anularla del todo. Rizadas tomateras asfixiando semáforos, helechos como penachos surgiendo de las bocas de las cloacas, voraces hiedras reptando por los edificios acristalados, con la falsa ternura de sus hojitas avanzadas. En Angkor o en Micenas había necesitado pronosticarse el destino de las ruinas monumentales, volver la piedra labrada a su condición de roca, al margen de la geometría de los hombres. O en Ayutthaya, pocos kilómetros al norte de Bangkok, una visita que habría hecho Teresa Marsé, donde la fallera arquitectura religiosa budista alcanzaba esplendor y merecía respeto en su decadencia. Pero prefería las ruinas contemporáneas. Los palacios obsoletos de Montjuñc, construidos con motivo de la exposición internacional de 1929, o la estación termal de Kalitea, abandonada por las aguas calientes y los clientes en la costa nordeste de Rodas, o la almadraba de Sancti Petri, vacía como un poblado sumergido, junto al mar, junto a Chiclana, junto al olvido. Y algo de ruina contemporánea tenía el ámbito de Pueblo Nuevo, donde tres generaciones de Daurella habían contribuido a que los españoles tuvieran sombra en verano y, más recientemente, piscinas de caucho desmontables, de todos los tamaños, desde la que permitía los cinco metros libres braceando con cuidado hasta la programada para que se mojara el culito cualquier benjamín de familia. Ni siquiera indispensable el jardín. Bastaba una terraza.

– Pues ahora vendemos más piscinas que toldos. Ya ve usted lo que son las cosas. Antes no. Antes era al revés.