El viejo no le defraudó. Ni un asistente ajeno a la familia. Mozos, mecánicos y oficinistas habían sido enviados a la trastienda oscura del negocio y toda la familia Daurella estaba allí con sus guardapolvos azules, menos Pablo, predestinado con su traje de entretiempo comprado en Londres y una corbata italiana. Dramáticos los rostros de Daurella y su mujer, agrupadas las hembras en torno de la madre y ellos en torno del padre. Pablo, dicharachero, juguetón con las palabras y las manos, llamando sabueso a Carvalho y guiñándole el ojo. Miradas que no se aguantan entre los hombres; en cambio, no necesitan mirarse las mujeres, llevan aprendido el oratorio y sólo esperan la entrada del maestro polifónico. El viejo Daurella se coloca detrás de la mesa y levanta las manos. La misa va a empezar. Hace una breve historia de lo ocurrido, elogia la tenacidad de la Mercé, su olfato, la sorpresa primero, la inquietud, la indignación final al saber, gracias al "benemérito" señor Carvalho, "benemérito, benemérito", un adjetivo nuevo que le había caído sobre los hombros.

– Y en fin. Para qué seguir hablando. Faltan seis millones de pesetas…

La mirada del viejo recorrió uno por uno todos los rostros presentes y de pronto cayó como un picotazo sobre Pablo.

– Y esperamos que tú, Pablo, nos des una explicación.

Pablo miró a derecha e izquierda, luego detrás de sí, finalmente se miró a sí mismo.

– Pablo soy yo. O sea que es a mí.

– A ti, sí, Pablo, me dirijo. ¿Dónde están esos seis millones?

– Bueno… bueno… bueno…

A Pablo se le empezó a acabar la paciencia y avanzó hacia la mesa patriarcal.

– O sea que yo. Ya sabía que me iba a tocar a mí.

La mujer de Pablo hizo el ademán de ir hacia su marido, pero la vieja Mercé la contuvo con una mirada de secuestro.

– ¡Pruebas! ¡Pruebas!

Daurella le tendió la carpeta que le había dado Carvalho el día anterior. Pablo la abrió con toda la sorna que pudo reunir en el rostro, ojeó los papeles primero con displicencia, luego con preocupación, finalmente cerró la carpeta, la arrojó sobre la mesa y volvió la espalda al patriarca.

– Números y más números. Yo no trabajo con números. Trabajo con contactos humanos.

– "Bandarra, més que bandarra"!

Le gritó el viejo y le tiró un bolígrafo. Un grito coral salió del rincón de las mujeres y la holandesa dijo algo parecido a que si se producían escenas de violencia física ella se iba. La señora Mercé creyó llegado el momento de intervenir, fue junto a su marido, le cogió las manos y le ofreció el pecho para su cabeza de anciano atribulado.

– ¡Y le diré dónde están esos millones!

Se había vuelto de pronto el inculpado y señalaba furioso la carpeta que le acusaba.

– ¡Están en el negocio! Todo me lo he gastado tratando de demostrar que esto no era un negocio de calderilla. ¿Cómo creen que se trabaja ahora, eh? ¿Yendo en tartana a ver a los clientes, como el padre del viudo Rius o como el señor Esteve? Ahora el negocio te ha de lucir y pobres de nosotros si nuestro crédito en toda España dependiera de esto…

Y al decir esto abarcó con la cabeza todo el ámbito de los almacenes Toldos y Piscinas Daurella, S.A. y a los Daurella incluidos.

– ¿Cuánto cuesta una cena en La Hacienda, de Marbella, por ejemplo?

Le preguntó de pronto Pablo a su cuñado Jordi.

– Ni idea, claro. Treinta mil pesetas.

– ¿Treinta mil pesetas? ¿Por una cena?

El viejo Daurella calculaba mentalmente la cantidad de pato con peras o de "escudelles amb carn d.olla" que se podía comprar con treinta mil pesetas.

– Y nada del otro mundo. Seis clientes. Una botella reserva Vega Sicilia. ¿Cuánto vale una botella Vega Sicilia Gran Reserva?

Preguntó Pablo de nuevo a su desconcertado cuñado Jordi.

– Veinticuatro o veinticinco mil pesetas.

Le informó Carvalho desde su rincón.

– Usted cállese que bastante lío ha armado.

Le espetó Pablo y le coreó su mujer.

– Sí, que se calle, porque vaya una ha armado.

Todas las mujeres miraban a Carvalho como si él hubiera hecho el desfalco.

– Una cena, pase. Treinta mil pesetas tiradas.

– No son tiradas, Pere. No son tiradas. Son para las relaciones públicas.

Le corrigió su mujer mientras le acariciaba la frente.

– "Tu també, Mercé?

– Ho ha fet amb bona intenció. Una mica alegrement, peró amb bona intenció" [Lo ha hecho con buena intención. Un poco alegremente pero con buena intención].

Fue el momento escogido por Esperança para lanzarse en brazos de su marido, pero Pablo la rechazó.

– Aparta. Vete con tus padres. Me habéis calumniado porque no soy de los vuestros. Siempre me habéis tratado como a un extraño.

– Eso sí que no, Pau, ¿eh? Eso sí

(1) que no.

Exclamó el viejo Daurella.

– Y yo mientras tanto dando la cara por el negocio. Ustedes se creen que todo consiste en abrir la puerta a las ocho de la mañana y cerrarla a las tantas de la noche y venga a cargar camiones. ¿Y los pedidos? ¿Ustedes saben lo que es vender en España, hoy, con la crisis que hay? ¡Seis millones! ¿Cuánto hemos facturado este año? ¿Cuántos cientos de millones? Me he pateado España cien veces en un año para que venga un don nadie, haga las cuentas de la abuela y, para cobrar una buena minuta, diga: ése, ése es el culpable.

– ¡Vámonos de esta casa!

Gritó histérica la Esperança, Esperanceta, como la llamaba su padre, morenita como su padre, una morenita de cuarenta años.

– ¡No volveréis a ver a los niños!

Exclamó la Esperanceta cogiendo la mano de su marido y tirando de él. Las manos del viejo trataban de contener a distancia la fuga de la hija, el rapto de los nietos, y en su desesperación miraba a Carvalho, riñéndole por el lío en que le había metido, y a su mujer en espera de una salida airosa. Carvalho ya tenía bastante. Se acercó a la holandesa y le tendió la hoja con la minuta. La holandesa se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo pasó al viejo Daurella. Interrumpió el discurso apenas iniciado para firmar y entregar el cheque a Carvalho sin mirarle.

– Tal vez nos hayamos puesto todos demasiado nerviosos. Hablando la gente se entiende. Tú, Pau, reconócelo, te has pasado, porque muchas cenas a treinta mil pesetas y no duramos un año. ¿Qué os daban de cenar? "Collons de mico amb beixamel"? [¿Cojones de mono con bechamel?].

Todos ríen la gracia del padre, sobre todo la señora Mercé, las mujeres, luego los hijos, menos Ausiás, que contempla tristemente un rincón lejano del patio, y hasta Pablo se contagia y ríe el chiste de su suegro, mientras su mujer ha cambiado de dirección y en vez de tirar de él hacia afuera le está empujando para que vaya hacia la mesa y haga las paces con el patriarca. Y cuando Pablo va hacia la mesa tropieza con Carvalho en retirada y sólo los más próximos advierten que Carvalho le pellizca una mejilla y le susurra: todos los golfos tienen suerte, y se va, dejando a sus espaldas miradas de alivio, de rencor, de vencido desconcierto en los ojos del patriarca.

En el bar Egipto de la plaza de la Gardunya solían tener ya tres o cuatro excelentes cazuelas de buena mañana y tortillas frescas y españolas, sin nada que ver con las momificaciones tortilleras que suelen servirse en los bares de España antes del mediodía. Carvalho huía de las albóndigas de bar y restaurante porque las amaba y era conocedor de las peores carnes que suelen utilizarse en este plato ibérico, sin las redecillas de grasa de cerdo que utilizan los franceses, harina y huevo, una película de sinceridad para que la bolita sea lo que tiene que ser, bolita, y no sea, como no lo es la Tierra, redonda. Casi todas las buenas albóndigas están achatadas por los polos. Las albóndigas del Egipto eran exactas en la textura, porque exacta era la proporción de carne y miga de pan. Si la albóndiga tiene demasiada carne semeja un oscuro tumor de bestia, y si es el pan el excesivo, uno tiene la sensación de que mastica algo previamente masticado. Requisito indispensable para la albóndiga es el buen uso que se haga del tomate en su salsa. Aunque Carvalho era partidario del tomate porque era partidario de los mestizajes culturales, no podía tolerar la solución tomate aplicada como recurso de color y sabor para que en él naufragaran los restantes sabores del cuerpo y el alma de los seres vivos. Y cuando un guiso tiene el tomate justo entonces, y sobre todo de mañana, el consumidor puede pedir esa leche fresca que es el pan con tomate, acompañante exacto de una buena tortilla de patatas y cebolla e incluso de un guiso de albóndigas como las del Egipto, levísimamente atomatadas. Notables también las cazuelas de sardinas en escabeche, las de pies de cerdo o las de tripa, problemática entonces la selección, que Carvalho solía resolver por la albóndiga y la tortilla, porque para escabeches ya tenía los suyos y en cambio difícil era encontrar la materia exacta del microcosmos de la albóndiga. Bar de mercado, para desayunadores copiosos y felices, restaurante económico para artistas, gente de teatro y jóvenes de precaria emancipación, el Egipto estaba situado junto al bar Jerusalem en un barrio que se iba convirtiendo en el Harlem barcelonés a la espalda del mercado de la Boquería. Los negros salían al anochecer y se reunían en bares monocolor de las callejas que unían el laberinto de la Boquería con las calles del Carmen y del Hospital, nacidos los negros para caminar bien y predicar la exactitud del cuerpo. Pero a estas horas de la mañana, la plaza de la Gardunya era el culo de la Boquería. Muelle de camionetas, escaparate de contenedores de basura que iniciaban la putrefacción nada más salir del templo, gatos ariscos consentidos por su lucha a muerte con los ratones que esperaban el menor descuido para apoderarse del mercado, del viejo barrio, de la ciudad entera. Aquellos gatos municipales rendían una primera batalla decisiva contra los subterráneos enemigos del hombre y en sus pieles quedaban los costurones, cicatrices de sórdidos encuentros con la horda roedora, misteriosos encuentros a espaldas de los hombres, como si guardaespaldas y asesinos fueran dueños de un espacio, un tiempo, una convención vida muerte que sólo a ellos les pertenecía. Sinfonía de bocinas en la cola de coches que esperaban entrar en el parking de la Gardunya y el optimismo inocente del estómago bien lleno de buena mañana convencen a Carvalho del uso de las piernas, cruza el pasillo central del mercado lleno de pesados cuerpos compradores agredidos por el tráfico de los carretones manuales que van reponiendo las mercancías. Por el pasillo de frutas con toda la geografía del mundo, pero sin la historia tradicional de las frutas, sin conciencia de verano ni invierno, el melocotón chileno o la cereza de invernadero, desemboca Carvalho en el esplendor de las Ramblas de las Flores y retiene el descenso hacia su despacho. Repasa las notas que ha tomado sobre el caso de la botella de champán. Detiene su andar. Arranca la hoja. Hace una bola con ella y busca una papelera entre quiosco y quiosco floral, pero finalmente se la guarda en un bolsillo del pantalón y alarga las zancadas para llegar cuanto antes. Sorprende a Biscuter "haciendo cristales", "porque están hechos una roña, jefe", te buscaré una señora que te los limpie, "lo que pueda limpiar una señora, lo limpio yo, jefe", "¿qué le parece?", "¿a que se ve mejor la calle?" Se ve mejor la calle. "No me cuesta nada." "Un día los cristales, otro el polvo. ¿Se queda a comer? He preparado una carne guisada con berenjenas y "rovellons". Carvalho se desentiende de las explicaciones de Biscuter sobre lo cabrones que son los vendedores de setas. En medio kilo hay más gusanos que en los quesos esos que le gustan a usted, jefe. Carvalho busca en la guía telefónica a partir de los nombres que descifra de la bola de papel, rescatada del bolsillo del pantalón, aplanada con la palma de la mano, las letras escondidas en el fondo de sus arrugas. "El Periódico" no cita el segundo apellido de Dalmases y tampoco el de Rosa Donato o Marta Miguel, ni siquiera el del marido separado de Celia Mataix. Por lo tanto opta por llamar al apellido Mataix registrado en la casa del crimen, Taquígrafo Serra, 66, y al teléfono se pone una voz de mujer lenta e insegura. Yo sólo soy la señora de la limpieza, se identifica. Si es un asunto de seguros… Finalmente sale el teléfono del marido, pero recela, no comprende la razón por la que necesite el de Dalmases o el de la Donato o el de Marta Miguel.