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SECUENCIA 37. CINE.

Interior/Exterior Noche (Blanco y Negro)

Cine Selecto en la barriada de Gracia, verano de 1941, público dicharachero picantón en la platea un rancio olor a jabón barato de fabricación casera y a tortilla de cebolla y en el foso de los músicos una catipén a sobaco estofado.

En el escenario selectas variedades: conjunto de señoritas vicetiples de caderas como armarios y musculosas pantorrillas vistiendo el uniforme azul de la Sección Femenina de Falange y brincando cogidas de las manos al son de una dulce sardana frente a la montaña de Montserrat pintada de purpurina plateada en el bamboleante telón de fondo. La orquestina del foso se esmera en la interpretación de la sardana autorizada, y las maduras y poco entusiastas vicetiples brincan con sus falditas negras plisadas y sus camisitas azules y sus boinas rojas, y ahora el público tocado en su fibra más íntima y vernácula por los méritos artístico-patrióticos del cuadro enmudece respetuoso y lírico con los ojos empañados por un sentimiento de nostalgia, lo que de todos modos no le impide escudriñar el robusto muslamen y las saltarinas pechugas de las artistas. En medio de un gran estrépito sobre las tablas polvorientas, la Montaña purpurada se tambalea peligrosamente desprendiendo una brillante constelación de luceros de plata, y resbala sobre las rollizas sardanistas la nerviosa luz de las diablas, azul y rojo y amarillo y verde y otra vez azul. En el apoteosis final aparecen en escena monaguillos montserratinos saltimbanquis, coro de graves payeses cantores entonando el Virolai vestidos de falangistas y cabezudos bailando vestidos de boy-scouts. Y mediante un golpe teatral sorprendente, un revolcón futurista diabólicamente concebido por el anónimo director escénico, uno de los traviesos enanos cabezudos que pasea su ancha faz de cartón con la mochila a la espalda y atuendo excursionista, y que simula escalar la Montaña Santa entre el clamor popular, se parece asombrosamente a Jordi Pujol, futuro president de la Generalitat.

El público simple y vulgar de barriada trabajadora silba y se emociona y aplaude el bonito pastel patriótic-sardanístic-joseantoniano sin sospechar, por supuesto, el devenir siniestro de la Historia.

– De la coreografía no opino -dijo el director-. Pero ni el cine Rovira ni el cine Selecto me sirven. Escogeré el local en su momento.

– No los has conocido, eres demasiado joven.

– Ni ganas. Yo veo vídeo.

Dijo este último sin inmutarse. Se hizo el longuis, sonriendo al vacío. Su sonrisa era la de Margaret Drumont simulando no ver la pierna de Grouxo Marx en su regazo.

– Que alguien haya puesto en tus manos 80 millones de pesetas para que hagas una película -dijo lentamente el escritor- constituye para mí un enigma indescifrable. Viendo vídeo, según tu deplorable expresión, has aprendido el oficio, sin necesidad de sumergirte en aquellos cines de barriada de programa doble. Te felicito. Eres un señorito de celuloide, un degustador de zooms y travellings enlatados. ¡Pero si supieras lo que te has perdido en los gallineros!

El espacio mágico del Roxy lo ocupan hoy las glaciales dependencias de un Banco. Desde la calle, al anochecer, cuando el reflejo neurótico de los faros de los automóviles se desliza a lo largo de la fachada de cristal, en su amplio vestíbulo cifrado en mármol y felpudo se ha visto en ocasiones navegar silencioso y esbelto entre la niebla a un transatlántico en ruta hacia Nueva York con Charles Boyer acodado a la borda con abrigo negro y foulard, elegante pasajero transcontinental de achampañada sonrisa parisina contemplando, más allá del mar apacible y plateado y del punzante recuerdo de un amor contrariado, el tráfico ruidoso y enloquecido de la plaza Lesseps.

Hacia el mediodía de una pesada jornada laboral, desde su pequeña mesa escritorio, cautivada y mecida por el hilo musical y por el parloteo pajaril del dinero entre los dedos, la solterona y romántica señorita Carmela, empleada en la sección de Créditos, ve a Clark Gable apoyado en un extremo del mostrador. A la señorita Carmela le tiemblan las rodillas. Con la americana desabrochada, Gable luce un chaleco de fantasía y la famosa sonrisa ladeada y socarrona. No parece un cliente del Banco, sino Rhett Butler en persona disponiéndose a entrar en un salón lleno de hermosas damas y petulantes caballeros del Sur. Gable, mientras se ajusta los guantes, obsequia a su fiel admiradora con un seductor y taimado fruncido de la frente y luego le guiña el ojo.

– El único fantasma que hay en ese Banco -repuso el director muy serio- es el de un crédito que me negaron…

– Habla con la señorita Carmela y te convencerás. Hace un par de meses vio a James Cagney abofeteando frenéticamente a una rubia platino en el despacho del director, y la semana pasada pilló a Tyrone Power y a Gene Tierney besándose apasionadamente en los lavabos…

– Vale, tú ganas -masculló el realizador-. Será el Roxy.

SECUENCIA 37. CINE ROXY.

Interior/Exterior Noche.

La luz plateada del proyector como un blanco parpadeo de alas de mariposa atravesando las tinieblas del local entre suaves copos de nieve que flotan sobre la gran platea blanca, inmaculada y fantasmal.

Y casi desierta. Cinco espectadores distantes solitarios con guantes y bufandas de lana y embutidos en gruesos ceñidos abrigos años 40, dos con sombrero tres con boina hasta las cejas y todos con nieve hasta las rodillas y en los hombros. No se mueven, encogidos y ateridos de frío, sus ojos tristes muy abiertos absorben espectros y quimeras, luces y sombras de otra vida más intensa, más hermosa. A su alrededor se perfilan bajo la nieve las filas de butacas -aunque ya sólo se ven los respaldos-, el pasillo central y los laterales con las herrumbrosas estufas de leña apagadas y frías, y enfrente el escenario donde cuelga la frágil pantalla a cuyos pies la nieve se arremolina ovillándose sucia como un perro callejero que se echa a dormir, creciendo rápidamente su espesor ya cubre las botas destrozadas del joven vagabundo despeinado macilento de pie inmóvil macuto a la espalda, mirando extenderse ante él un mar de fango negro y nieve pura.

Encadena a Simone Simón carita de gata enfurruñada juntando las manos ante la boca como si rezara con los ojos al techo diciendo: «Chico, Diana, cielo.»

Estallan los obuses en las enfangadas trincheras de la Primera Guerra Mundial y el gas de la muerte se expande silenciosamente por la platea del Roxy desde finales de enero de 1939.

Encadena a escalinata parque Güell con su Dragón de cerámica brillante batido por una lluvia encendida, un chaparrón abrileño traspasado de sol. Recibiendo esta lluvia florecida, tres niños harapientos descalzos cabalgan el Dragón espoleándose empapados y blandiendo espadas de madera.

Encadena a papelería-librería Estevet y tres caras sucias de niños aplastadas contra el cristal del escaparate (mirando desde dentro afuera) en medio de carpetas y libros y lápices de colores y el vagabundo que avanza, lejos todavía, sin rostro (un reflejo borroso en el cristal) al otro lado de la explanada interminable como un mar de fango. Los niños que aplastan los morros contra el cristal son los mismos que hemos visto cabalgar el Dragón bajo la lluvia dorada.

NIÑO 1.°: «Ya viene.»

NIÑO 2.°: «Este vagabundo no es como los otros.»

NIÑO 3.°: «¿Avisamos a Susana? Parece peligroso.»

En primavera, al azar de nuestras correrías por el barrio, aguaceros sorpresivos y luminosos nos retenían ocasionalmente en las miserables encrucijadas del hambre y la indigencia, portales oscuros y solares ruinosos, nidos de pedigüeños. Un día nos refugiamos en el Salón de las Cien Columnas del parque Güell, donde se hallaban acampados aquellos férreos vagabundos de la posguerra. Y allí, sentados en corro igual que ellos alrededor de un cacharro con brasas, bajo la gran plaza sostenida por las altas columnas, muy cerca del Dragón, mientras veíamos caer la lluvia soleada nos contábamos aventis furiosas.