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– Confíe en mi discreción, señora, haré lo que pueda, dices que le dijo con la zarpa en la rodilla. O sea, todo concuerda.

Pero nosotros no lo veíamos tan claro.

– ¿El qué? -dije sacudiéndome el lío de la cabeza. De pronto todo aquello me parecía un camelo, una tomadura de pelo-. Anda ya, jefe. Es demasiado.

Miré a través de la llovizna y me puse a pensar no sé por qué en la ciudad aterida y promiscua que se extendía a nuestros pies bajo un manto de neblina, en las largas colas del sábado frente a los cines con calefacción, en los tranvías repletos bajando por las Ramblas, en los vestíbulos de las casas de putas abarrotados de hombres, en las alegres muchachas con chubasqueros de colores entrando cogidas del brazo en las salas de baile. Y nosotros aquí arriba rumiando musarañas.

Permanecimos en silencio, mareados por la historia y el tufo a perdulario que anidaba en el auto, y, por segunda vez en poco tiempo, en total desacuerdo con el jefe. Aun sin haberlo comentado, los tres pensábamos lo mismo: sus famosas deducciones esta vez le habían llevado demasiado lejos.

– Todo es muy raro y complicado-murmuró Jaime-. No puede ser tan complicado.

– No lo es. Es muy sencillo.

– Hum -hizo David-. ¿Y por qué tiene que ser su marido ese payaso llorón y lelo?

– Sí -dije-. ¿Por qué? Yo creo que este hombre no es más que un borracho que se ha escapado de casa en pijama, que no tiene un céntimo y que llora por eso, porque no puede entrar en el bar a tomarse un vaso de vino.

Marés sonrió:

– ¿Con cinco duros en la cartera?

– Una cosa es segura -reflexionó David-. No vive con ella y con el niño en la pensión. Tal vez sólo venía a visitarlos, pero ¿en pijama? ¿De dónde ha venido? Dice Roca que después de deambular por ahí le vio meterse en una torre de la calle Legalidad. Eso está bastante lejos.

– En esa torre vive escondido de la poli -dedujo Marés fulminantemente-. Está clarísimo.

– No dispares a ciegas, Coyote -le dije.

– Eso -intervino Jaime. -¿Cómo sabes que vive allí?

No contestó. Cerró el puño y mordisqueaba los nudillos.

– Pruebas, jefe -entonó David palmeándole la espalda-. No tenemos pruebas.

Marés reflexionaba. Con la mano en forma de trompetilla delante de la boca, tarareó una melodía extraña y sombría. Esta melodía lo acechaba siempre como una tristeza de atardecer, como una pena muy sentida, una fatiga rara o una enfermedad. Su madre, que era adivina y médium y que había actuado en cafés cantantes y nidos de arte cuando era joven, los sábados por la noche recibía en casa a dos desastrados matrimonios de vicetiples y tenores retirados y juntos cantaban zarzuelas y se emborrachaban de vino, llorando de emoción lírica alrededor de un viejo piano hasta la madrugada, a veces acompañados de otros curiosos desechos de la farándula que a nosotros nos fascinaban: viejos rapsodas, vedettes gordas, joteros famélicos y Magos sin trabajo que hacían juegos de manos. El Mago Fu-Ching ya no tenía dientes y estaba tísico y alcoholizado, pero aún nos maravillaba con sus elegantes trucos, su precisión gestual, su fría autoridad.

El fulgor de un relámpago alumbró fugazmente una cueva de nubes crapulosas en el cielo, y seguidamente la ronca voz impostada de Marés se confundió con el trueno:

– Perseguir a una mujer bajo la lluvia de esta manera, llorando, en pijama y zapatillas y maquillado como una figura de museo de cera -dijo muy despacio-, seguirla por las calles como si le empujara una fiebre, una calentura mala, sólo puede hacerlo un hombre locamente enamorado -y en un susurro insistió-: Enamorado de una mujer hasta más allá de la muerte.

Durante un rato su voz remota de ventrílocuo siguió construyendo la historia con los oscuros materiales de la tormenta. Escrutó el parabrisas ciego del Lincoln, ahora impoluto -ya no llovía- como si contemplara una película en la pantalla, y finalmente se calló.

David se removió inquieto en su asiento.

– Bueno, vamos a suponer que sí, jefe, que ésa es la intríngulis del caso…

– Yo no lo creo -cortó Jaime-. Que ya empezamos a ser mayorcitos, tú.

– Pero aunque fuera verdad -insistió David-, no tenemos pruebas.

– ¡Silencio! -ordenó Marés-. ¿Quién dirige aquí las pesquisas? -Todos mudos, y él añadió-: Pues entonces, las cosas son como yo digo. El caso está resuelto. Fuera. Se acabó.

Se dejó resbalar un poco en el asiento y se ovilló cruzando los pies en su cogote, y yo noté sus ojos de gato en mi perfil, suaves, como esperando de mí una señal de complicidad. Se había replegado en alguna de sus intrépidas aventis interiores, y por un momento me pareció que su furiosa cabeza rapada olía a pólvora. David y Jaime abandonaron el automóvil en silencio, como un reproche. Yo también me apeé, y, cerrando la maltrecha puerta de golpe, dije:

– Mañana veremos, jefe.

Le dejamos solo dentro del Lincoln, engatillado tras la cortina de humo de sus perfumados cigarrillos de mentira. Por debajo de su pie tranquilamente asomado a la ventanilla, la puerta abollada y herrumbrosa lucía un trozo de plancha milagrosamente bruñida y en ella se reflejó fugazmente el perfil de la ciudad lejana y andrajosa, dormida bajo un cielo desplomado.

7

Al día siguiente, domingo, a primeras horas de la mañana, algunos vecinos de la calle Legalidad se congregaron en la esquina con Escorial alertados por los gritos histéricos de dos muchachas que iban a misa y vieron algo que les heló la sangre. Marés nos mandó aviso con un chico y fuimos corriendo, pero al llegar ya había tanta gente en la calle que no dimos con él.

Se podía ver perfectamente mirando hacia arriba desde la acera frontal, al otro lado de la calle: al borde de la azotea de una vieja torre de dos pisos, debajo de una pequeña glorieta de madera, un hombre ahorcado giraba muy despacio en el aire, la cabeza recostada en el hombro y la lengua afuera, grande y negra como un zapato. Bastó que yo me mirara un segundo en los ojos asombrados de David, que ayer lo había visto tan de cerca bajo la lluvia, para reafirmarme en la horrible sospecha. Jaime también lo identificó en el acto. Temblando un poco, muy juntos los tres y cogidos de la mano como si temiéramos perdernos en medio de la gente, nos abrimos paso hasta situarnos en primera fila para desde allí mirar, larga y obsesivamente, entre maravillados e incrédulos, las zapatillas de felpa en los pies rígidos que aún se balanceaban, los bordes enfangados y desgarrados del pantalón del pijama, los cabellos negros y lisos impecablemente peinados con la raya en medio y las sienes plateadas. Pulcro y anticuado suicida, todavía con restos de colorete en las mejillas y churretones negros bajo los ojos, parecía ciertamente haber sido otra persona en otra vida, en otra historia y en otra época, un verdadero señor escapado de un escenario.

Primero llegaron las autoridades y después una camioneta negra. El ahorcado giraba en la cuerda y se le desprendió la zapatilla del pie izquierdo, rebotó en la baranda de piedra y cayó a la calle. Un vecino la recogió cuidadosamente con las yemas del índice y el pulgar, como si temiera infectarse, la trasladó al portal de la torre y la dejó apoyada contra la verja de hierro, como puesta a secar al sol.

De pronto todos estos sencillos pormenores de la tragedia nos parecían incomprensibles, y encontramos a faltar a Juanito Marés. Sólo después que descolgaron el cadáver y los curiosos empezaron a desfilar, lo vimos apoyado tranquilamente en la fúnebre camioneta, mirándonos con sonrisa burlona. La camioneta se fue y Marés se sentó en la acera, contorsionándose. Cuando llegamos a su lado se había convertido en un escorpión.

Una semana después, en el Campo de la Calva, nos armamos de valor y paramos a la señora de la gabardina corta para hacerle entrega del billetero. El jefe nos obligó, empeñado en que el billetero del ahorcado pertenecía ahora a su viuda, y que nadie le discutiera eso porque se liaba a hostias con él. Fue su última orden y fue obedecida con nuestros bolsillos repletos de garbanzos cocidos y todavía calientes, acabados de birlar en una tienda de la calle Sostres.