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Los placeres de Jacqueline eran, en verdad, muy extraños, porque eran los placeres de la otra. Por ejemplo, recitar versos con Madoo. O, por ejemplo, tatuar filacterias en cuerpos de ajenos para observar los resultados. O, por ejemplo, jugar a humillar a su antigua reina. Pero, naturalmente, nada de eso era muy importante. Lo que en verdad importaba era ser capaz de doblegar la realidad.

La realidad era tan débil. Como un feto en el interior de un útero: así era. Ninguna de las hermanas se había percatado hasta el extremo en que lo había hecho ella de aquella evidencia. Qué indefensa, qué frágil, aquella realidad dormida; cuán semejante a un velo impalpable y trémulo.

En su boca yacía un Rimbaud que podía rasgar ese velo y hacerlo pedazos. En su boca anidaba un Horacio que el mundo jamás había escuchado y un Shakespeare que ninguna de sus hermanas había recitado nunca de la forma en que ella era capaz de hacerlo. Un día los recitaría, solo para demostrarles lo tenue que era aquella cortina, la sencillez con que podía arrancarse. Un día abriría aquel Rimbaud, aquel Horacio y aquel Shakespeare, y el mundo cambiaría de rostro. Lo haría. Era Saga. Ahora podía hacerlo todo.

También conocía un Eliot. Tenía preparado ese Eliot en su lengua. Era diminuto y no pertenecía a La tierra baldía sino a los Cuartetos. Pero era decisivo. Servía para obtener información. El conocimiento era su especialidad, su punto fuerte. Llegar a convertirse en Saga había sido un proceso muy, muy lento, pero los resultados compensaban la espera con creces.

Ahora llegaba su era.

Otro relámpago cegó el horizonte. Sus ojos parpadearon, los ojos que miraban a través de ella no.

Quedaba un asunto pendiente, pero se solucionaría de forma tan eficaz e inmediata como aquel rayo. Una cuestión insignificante en la vastedad de cosas que llenaban su mundo. Sin embargo, estaba deseando resolverla.

La Conjunción Final. Ya habían recuperado la imago de Akelos. Ahora era preciso convocar al grupo para destruirla. Ya está. Tan simple como eso. Las hermanas, incluso, habían olvidado aquella última tarea. Ella no.

Era un asunto baladí, pero imprescindible. Estaba impaciente por librarse de la antigua Akelos para siempre. Le inquietaba que aún existiera, aunque su cuerpo estuviera muerto y ella Anulada. Había sido su gran adversaria, mucho más que la derrotada Raquel. Y conocía a fondo lo único que ella ignoraba por completo: el destino. Sus caminos eran invisibles pero reales, y cuando Jacqueline se adentraba en uno, descubría que Akelos ya lo había recorrido hacía tiempo. Su sucesora aún no lograba igualar, ni de lejos, el vasto poder y la experiencia acumulados por la vieja dama. Y lo que era peor: Akelos había sido propietaria de una inmensa oscuridad, parte de la cual Saga no poseía. Y eso la amedrentaba, porque ella tendría que haber dispuesto de toda la oscuridad posible.

No obstante, la antigua Akelos tenía los días contados.

Quedaba por averiguar si alguien colaboraba con ella. Quedaba penetrar en el extraño silencio que albergaba la mente de Raquel. Pero eso sería aún más fácil: una vez destruida la vieja araña, comenzaría a trabajar en la muchacha. Había logrado convertirla en una ajena sumisa y trémula, y la tortura y muerte de su criatura no habían hecho sino acentuar aquellos rasgos, como había supuesto acertadamente. Cuando llegara la hora, sus últimas defensas se harían trizas y ella penetraría como un ariete en sus pensamientos hondos y haría estallar su silencio. Si había otra traidora, terminaría averiguándolo. Por ahora, se limitaba a seguir presionándola, a ella y a los ajenos que Akelos había logrado reclutar mediante filacterias.

Terminarían revelando quién los ayudaba.

Recordó que la próxima reunión tendría lugar dentro de tres semanas, en el solsticio de invierno.

Miró hacia la lejanía. Varios relámpagos estallaron en los confines de su visión, como si sus propios ojos los provocaran.

– Es una especie de gabinete psicológico. Ya estaba cerrado cuando pasé, pero quizá tengan pacientes ingresados. Se llama «Centro Mondragón».

– No lo conozco -dijo Ballesteros-. Pero no es extraño. En Madrid existe un buen número de centros privados de todo tipo que te prometen el oro y el moro. O más bien el moro a cambio de tu oro.

– No entiendo qué quieres decir -intervino Raquel.

– Es un juego de palabras bastante tonto -se disculpó Ballesteros-. Pero, teniendo en cuenta que son casi las doce de la noche no me pidáis otra cosa, por favor. Salvo café. ¿Alguien quiere más café…? ¿No…? Bueno, pues para mí.

Se sirvió los últimos restos en su taza. Estaba frío, pero pensaba que era mejor que el alcohol que ingería Rulfo. Aún le duraba la resaca de whisky del día anterior.

Rulfo había regresado de casa de César sabiendo que no era portador, precisamente, de las mejores noticias. Intentó soslayar cuanto pudo los detalles desagradables, pero comprendió (y las expresiones de Ballesteros y Raquel delataban que lo comprendían igual de bien) que no era preciso describir todo lo ocurrido para llegar a saber lo fundamental: que apenas les quedaban oportunidades.

– Esto es lo que tenemos. No es mucho, pero quiero entrar en esa clínica, o centro, o lo que sea, y buscar una habitación con el número trece.

– ¿Crees que puede ser importante?

– Lo único que sé es que ése era el lugar con el que soñé, y Lidia se refería a él cuando me dijo: «El paciente de la habitación número trece lo sabe». Sea quien sea la persona que se encuentre en esa habitación, debo hablarle. Tendremos que planear algo para entrar en el Centro Mondragón mañana por la tarde.

– ¿Qué es lo que quieres hacer?

– Por lo pronto, actuar legalmente. Pero si no nos aclaran nada, entrar como sea. Cierran a las ocho en punto: quizá pueda ocultarme hasta esa hora y, cuando el edificio se vacíe, buscar con tranquilidad.

– Necesitarás asegurarte alguna forma de salir después -opinó Ballesteros, asombrado de la naturalidad con la que estaba colaborando en un plan para invadir una propiedad privada.

– Iremos con tiempo y revisaremos el edificio por fuera.

– Perdonad.

Ambos se volvieron hacia la muchacha. Los miraba parpadeando, como indecisa sobre lo que deseaba decir.

– No quisiera cambiar de tema, pero… Me gustaría ver libros de poesía.

Hubo un silencio.

– Entiendo -dijo Rulfo moviendo afirmativamente la cabeza.

– No creo que sirva de nada -se apresuró a añadir ella-. He recuperado la memoria, no la capacidad de recitar. Pero se me ha ocurrido que, quizá… encuentre algo útil.

– Es una idea magnífica, Raquel. -Rulfo asintió otra vez-. Si existe una sola cosa que pueda protegernos o hacerles daño, es la poesía.

Ballesteros se asombraba de escuchar aquella conversación sin que su racionalismo protestara a gritos. Pero en aquel momento su racionalismo sufría dolor de espalda. Se palpó la zona lumbar y reprimió una mueca. Había pasado una hora entera raspando sangre en las paredes y baldosas de la antigua habitación de su hija, en la que había dormido Raquel: sangre surgida de la nada, al igual que aquella niña escalofriante o la horrible imagen de Julia, como un estallido de cuerpos invisibles. Pensó que, frente a esa dolorosa evidencia, toda la incredulidad racional del mundo se desmoronaba como un castillo de naipes. No hay nada como pasarte una hora raspando sangre para convertirte al ocultismo, se dijo. Basta un dolor de espalda para creer en el más allá.

Rulfo le preguntaba algo.

– ¿Libros de poesía…? -Ballesteros se mesó la barba pensativo-. No, no tengo. Míos, desde luego, no… Quizá de Julia… Sí, creo que hay algo de Pemán. A ella le gustaba. ¿Os serviría Pemán?

– No -dijo la muchacha.

– Me lo imaginaba. ¿Qué pasa hoy con Pemán, que no sirve ni para esto?